En mi interior experimenté una especie de furia mezclada con martirio. Me sentía traicionada de algún modo.
—Joe no podría. No robó La Daga de Cristal, estoy segura. Estás mintiendo, Ravenwood —acusé con determinación.
Hubo un breve intercambio de miradas entre todos.
—Tu Joseph es capaz de cualquier cosa cuando la sangre de demonio se apodera de su voluntad —sentenció Ravenwood con austeridad—. No afirmé que haya robado la daga, simplemente insinué que podría estar involucrado.
Nina y Jerry permanecían taciturnos al fondo, mordisqueándose las uñas con incredulidad, temor y nerviosismo. Bajé la mirada, avergonzada.
—He bebido un poco de su sangre —murmuré antes de enfrentar a los demás—. ¿También me he estado comportando de manera extraña?
Recordé haber mordido el hombro de Joe. Tal vez eso era suficiente para comenzar a actuar de forma horrible.
—Angelique no ha cambiado —aseguró Alan, negando con la cabeza reflexivamente—. Ha perdido el control un par de veces al beber la sangre de Jerry, pero eso es normal para una novata, ¿no es así?
—Ésa es sólo una de las razones —expresó Jonathan—. Lo de Angelique carece de importancia. Si ha consumido poca sangre, es probable que no tenga ninguna secuela. Además, el efecto en ella puede revertirse, dado que no participó en un ritual con La Daga de Sangre.
Nina avanzó unos pasos para enfrentarse a Jonathan.
—¿Planeas tomar medidas contra Joe? —indagó con rigurosidad.
Maldije en voz baja, consciente de que, después de las declaraciones de Ravenwood sobre Joe, todos se pondrían en su contra. Incluso yo debería haberlo hecho, pero me resistía a creerlo. Estaba dispuesta a escuchar su versión antes de juzgarlo. Mi corazón se apretó al pensar en la posibilidad de que quisieran hacerle daño si resultaba culpable.
—Primero debemos actuar contra su mentor. Sam es un demonio muy poderoso, y si está vagando por la tierra en lugar de estar confinado entre las llamas del infierno, significa problemas, unos muy grandes. Por otro lado, si Joseph está implicado, todos ustedes también lo están, especialmente Angelique.
Adolph frotó su barbilla con gesto pensativo y apretó la mandíbula, revelando disgusto.
—Alan, sube al auto, vamos a buscar a Joe —ordenó antes de dirigirse a Jerry—. Mortal, asegúrate de que Angelique no salga de aquí. Lo mismo para ti, Nina.
Cuando el Zephyr abandonó la habitación, todos lo seguimos.
—Esto es injusto —vociferé angustiada mientras caminaba detrás de Adolph—. Necesito ir, debo hablar con Joe, tiene que escucharme. Adolph, por favor, déjame acompañarlos.
—No, Angelique. Te quedarás aquí aunque tenga que mantenerte encerrada, ¿entendiste?
El agobio se evidenció en mi rostro.
—Adolph, no van a hacerle daño, ¿verdad?
Me observó adusto.
—No puedo prometerte nada.
Un nudo comprimió mi garganta, mi corazón luchaba por latir con normalidad.
—Tengo que ir con ustedes. —Cuando abrió la puerta principal, me interpuse en su camino—. Por favor, Adolph, llévame, necesito estar ahí…
—No, es suficiente —clamó, empujándome nuevamente hacia adentro—. No intentes hacer locuras, chiquilla.
Empecé a correr tras él, pero Jerry y Nina me agarraron de los brazos antes de arrastrarme hacia el interior. Forcejeé con ambos, tratando de liberarme y escapar. Jonathan cerró la puerta al salir.
—Déjenme ir —demandé enfurecida—. Por favor, chicos, suéltenme.
—Chiquita, deja de moverte como loca —Nina apretó mi brazo con más fuerza—. No permitiremos que te vayas.
Me sentía tan iracunda que deseaba gritar y llorar. No sabía qué pensar. Quería creer que Jonathan estaba mintiendo, pero si todo resultaba ser cierto, significaba que Joe había causado la tortura de Alan y traicionando la confianza de todos nosotros.
De cualquier manera, no podía permitir que lo lastimaran.
Solté un gimoteo de frustración.
—Por favor —mi voz sonó quebrada.
—Está bien, Angelique —Nina intentó calmarme—. Todo va a estar bien.
—Le harán daño —sollocé, dejando de oponer resistencia.
Jerry, que había permanecido en silencio, suspiró. Me dejé caer en el diván sin pronunciar una palabra más. Permanecí inmóvil y con los brazos cruzados mientras esos dos me vigilaban como si fuera una delincuente.
—¡Vamos! Di algo, Angie —insistió Jerry después de un par de horas transcurridas.
No respondí. No me había movido ni hablado desde que Adolph se había marchado, dejándome encerrada con ese par. Mi ceño permanecía fruncido, y mis ojos apenas entreabiertos, inalterables.
Tan pronto como la puerta se abrió, me puse de pie instintivamente, tan veloz como una exhalación. Alan y Adolph entraron flanqueando a Joe, lo sostenían por la cintura. Lo primero que noté fue que Joseph no lograba mantenerse en pie por sí mismo. Sus brazos se extendían alrededor de los hombros de los chicos y su cabeza se tambaleaba hacia atrás.
—¿Qué le han hecho? —corrí hacia él.
Al acercarme, observé magulladuras en su rostro. Moretones, rasguños, señales de golpes y rastros de sangre. Estaba visiblemente aturdido. Cuando sujeté sus mejillas entre mis manos, gimoteó de dolor.
—¡Dios mío! ¿Qué demonios le hicieron? ¿Por qué lo han golpeado de esa manera? —reclamé.
Los empujé lejos de Joe, obligándolos a apartarse. Lo ayudé a mantenerse en pie.
—No le hemos hecho daño alguno —intentó elucidar Adolph—. Tranquilízate, pequeña. No hemos sido nosotros.
Apenas logré escucharlo. Entretanto, abrí un espacio en el sofá para recostar a Joseph. Su robusto cuerpo se desplomó sobre los cojines mientras largaba gemidos quejumbrosos.
—¿Joe, qué tienes? —le pregunté al tiempo que apartaba el cabello de su frente. Los mechones de pelo estaban cada vez más largos. Pese a que necesitaba un corte, seguía luciendo angelicalmente hermoso.
—¿Estás bien? —me contestó en un balbuceo entre dientes.
—Creo que está drogado —oí decir a Alan
Me giré abruptamente hacia el Zephyr.
—¿Qué le pasó?
—Lo encontramos tumbado en un callejón. Lo echaron de un bar —reveló Adolph—. No lo hemos lastimado. Ya estaba drogado y apaleado cuando lo hallamos. Parece que se metió en problemas.
—Angelique, te quiero, te quiero mucho. Te amo —canturreó Joe con gruñidos incomprensibles.
—Oh, Joe. ¿En qué estás metido? —acaricié su mandíbula cubierta de barba.
—No me dejes, nena —siguió hablando sin decir nada concreto.
En el momento en el que le di un suave beso en la frente, emitió un leve siseo, así que me alejé para evitar causarle más dolor. Todos estaban en silencio, seguramente sintiendo lástima por él.
—Levántate, Joe —le indiqué antes de ayudarlo a sentarse.
Sus profundos ojos permanecían perdidos en la nada, sus pupilas dilatadas y sus largas pestañas proyectando sombras en sus pómulos. Pasé su brazo sobre mis hombros y, con gran esfuerzo, lo hice ponerse de pie.
—Chicos —siguió parloteando—, los amo. Y no estoy ebrio, de verdad no lo estoy.
—Joe, ¿qué estuviste haciendo? —cuestionó Adolph con severidad. Su tono era autoritario.
—No he bebido, si eso es lo que insinúas —respondió con seguridad. No obstante, tenía una sonrisa fanfarrona de felicidad y una mirada desquiciada—. ¿Te has dado cuenta de lo apuesto que eres?
Guiñó un ojo a su amigo, quien pareció ligeramente sorprendido.
—Compórtate, cielo —le respondió Adolph muy masculinamente, con esa voz gruesa y profunda que usaba para dar órdenes—. Deja de jugar, Blade.
—Angie, sujétame fuerte, creo que me voy a caer —Joe se aferró a mis hombros antes de apretujarse contra mí. La sólida estructura de su cuerpo hacía difícil la tarea de sostenerlo. Cada roce con su piel me hacía estremecer—. Me duele la boca… y los labios, ¿podrías besarme allí? Tal vez mejore.
Entorné los ojos con sospecha.
Sin embargo, parecía verdaderamente adolorido. Cualquiera que fuera lo suficientemente fuerte como para haberlo golpeado de esa manera, tenía que representar un peligro.
Con dificultad, lo conduje hacia su dormitorio. Pesaba demasiado, y él no facilitaba la tarea, descargando todo su peso sobre mí mientras se quejaba en voz alta.
—¿Te ayudo? —se ofreció Jerry caballerosamente.
—No necesito que niñatos afeminados me ayuden —gruñó Joe con irritación repentina.
—¡Joe! —le dije en tono de amonestación.
A pesar de eso, Jerry se movió para sostenerlo del otro lado.
—Angelique, no dejes que esta niñita me toque —hundió su rostro en mi cuello, fingiendo llorar como un bebito.
—¡Vaya homofóbico! —bufó el mortal.
—Está bien, puedo sola desde aquí, Jerry.
Al llegar al cuarto hice que Joe se recostase cuidadosamente en su cama antes de cerrar la puerta. Él lloriqueó como un chiquillo, gimió y se retorció, al tiempo que gruñía maldiciones.
—¿Quién te golpeó? —interrogué, sentándome a su lado.
Él abrazó mis caderas, encerrándome entre sus brazos.
—¡Oh! Mi hermosa princesa, amo que te preocupes tanto por mí —murmuró—. Nadie nunca se había preocupado por mí, nadie antes de ti me había demostrado que me amaba. No ha habido nadie en mi vida a quien quisiera cuidar más que a ti. ¿Cómo diablos es que te gusta un tipo como yo? Soy la peor elección que pudiste tomar alguna vez.
Jugué con su pelo mientras miles se emociones se apilaban en mi pecho. Sabía que cuando se esfumaran los efectos de los narcóticos, seguramente no recordaría que me dijo todas esas cosas. Me preguntaba si era cierto que nunca antes alguien se hubiese preocupado por él. Sí, podía ser arrogante, vanidoso, presumido y malhumorado, pero también tenía muchas cualidades positivas. Era protector, carismático, divertido e incluso podía llegar a ser romántico detrás de su fachada fanfarrona.
Amaba cada vez que sonreía y me tocaba, y la manera en que me encendía cuando tan solo pronunciaba mi nombre; la picardía traviesa de su mirada, la forma increíble en la que sabía tocarme... Adoraba su aura sexy y sensual, siempre tan seguro de sí mismo, siempre tan irresistible. Amaba todo en él, aunque deseara no hacerlo.
Pese a que siempre procuraba mantener una apariencia fuerte, actuando como si prescindiera de los demás y asumiendo la culpa por todo; en ocasiones, como ésta, parecía vulnerable, solitario e indefenso, como si necesitara ser cuidado y amado, lo cual probablemente era así.
—No vas a decirme quién te golpeó, ¿verdad? —lo reprendí.
Tan pronto como comencé a quitarle la chaqueta con precaución, esbozó una sonrisa pecaminosa, las puntas de sus blancos colmillos se asomaban ligeramente. Aquella prenda de cuero estaba inusualmente pesada. Al revisar los bolsillos, tanto interiores como exteriores, hallé armas: navajas, dagas e incluso una pistola cargada. Al parecer, no le había dado tiempo de usar ninguna de esas cosas cuando lo atacaron.
En cuanto le quité las pesadas botas, encontré más armas ocultas: pequeños cuchillos de diversos estilos.
Él no estaba completamente consciente de lo que le estaba haciendo, parecía adormitado. Deslicé mis manos sobre el botón de su pantalón para abrirlo. Gimió de júbilo a medida que descubría más y más armas al desnudarlo. Estaba armado hasta los dientes, también tenía una billetera y un Blackberry. Frunció el ceño al verme acercarme con unos pantalones amplios de algodón.
—No voy a ponerme eso —refunfuñó.
—Está bien, quédate en bóxers —pero lo arropé hasta el cuello, porque su piel descubierta invitaba a ser tocada, y no quería sentirme tentada—. ¿Quieres que cure tus heridas?
Negó, frunciendo aún más el ceño. Sus cejas formaron una "V" profunda en su frente.
—No. Ven aquí, eso es lo que quiero. —Se desarropó hasta las caderas, torturándome. Me hizo señas para que me acostara junto a él—. Te necesito a mi lado.
Noté que cabeceó antes de cerrar los ojos por unos segundos.
—¿Te sientes bien? —Me preocupé.
—¡No, demonios! —Mantuvo los párpados sellados—. Me siento muy mal, me duele todo. Creo que tengo algunas costillas rotas, y veo dos como tú. Aunque eso no me molesta, pero me duele, me está matando. Todo el cuerpo me arde.
En su voz pude advertir la gravedad del asunto. Estaba abrumado y lastimado. Hice una mueca al distinguir los múltiples moretones que marcaban su abdomen, pecho y brazos.
—Creo que debería avisarles a los demás.
—No. —Tomó mi rostro en sus palmas—. No les digas. No entiendo lo que está sucediendo, no comprendo nada.
—¿Has consumido algo?
Él pareció no escucharme.
—Tuñ vofz e lejangda —balbuceó una maraña de palabras, como si estuviera bostezando de manera perezosa al hablar.
—¿Qué? —Me esforcé para entenderlo.
—Que tu voz es lejana —luchó por hablar con claridad—. Acércate más, no puedo escucharte. Acércate.
Aunque ya estaba lo suficientemente cerca, tiró de mi camiseta y me obligó a tumbarme en su pecho. Me asusté cuando se quejó de dolor.
—Estás haciendo que te lastime.
—No importa. No me importa.
Me abrazó con fuerza, su torso y brazos desnudos envolvieron mi cuerpo. Una ola de calor me estremeció, mis piernas se entrelazaron con las suyas y, de manera involuntaria, mis manos se movieron hasta sus hombros. El placer que experimentaba al deslizar mis dedos en su piel desnuda era enloquecedor. Cada roce era como una descarga eléctrica recorriendo mis músculos más profundos.
Con mi estómago presionado contra el suyo, incliné la cabeza hacia atrás en un intento de respirar, debido a que su rostro estaba tan cerca que me costaba tomar aire. Una sensación inexplicable asaltó mi pecho, como si mi corazón se contrajera dolorosamente, volcándose y dando vueltas, a punto de romper mis costillas. Era como una ráfaga de aire recorriendo el interior de mi tórax.
Cuando me besó, contuve el aliento. La suavidad y calidez de sus labios húmedos me dejaron atontada. Probé el sabor ameno de su lengua, que luchaba exigentemente con la mía, reclamándome.
Sus fuertes manos apretaron mis pechos, palpándome a través de mi blusa y delineando los bordes de mi sujetador con sus dedos. Ambos gemimos, pero no estaba segura si su gemido era de dolor o placer. Me aparté bruscamente, lidiando con mi respiración intermitente. Lo único que conseguía mirar eran sus poderosos labios enrojecidos e hinchados. Las ganas de devorarlos me estaban consumiendo.
—Esto no está bien —jadeé con dificultad—. Estás mal, estás herido y drogado.
—Pero te necesito, me estoy muriendo. Voy a morir si no te quedas conmigo —su tono reflejaba un dramatismo fatalista y exagerado—. Ponte una de mis camisas y duerme conmigo, por favor.
Me había dicho "por favor", pensé ingenuamente. ¿Cómo podía negarme a eso?
A pesar de recordarme a mí misma que Joe no era de fiar en ese momento, no quería enfrentar la realidad justo cuando necesitaba desesperadamente que él durmiera abrazado a mis caderas.
¡¿Dios, por qué pones tentaciones tan grandes delante de mí?!
Joe era un pecado, uno grande, pero también el más gratificante que pudiera existir, de esos por los que valdría la pena ir al infierno.
Salté fuera de su cama para buscar una de sus camisas en su armario. Le di la espalda mientras me cambiaba, aunque sabía que no era necesario. De todas formas, aún me avergonzaba un poco desnudarme ante él. Podía sentir su mirada clavada en mi espalda descubierta cuando me despojé de la blusa, que rápidamente fue reemplazada con una camiseta enorme de Joe.
Resignada, me acosté a su lado. Él nos envolvió a ambos bajo sus sábanas, que llevaban la exquisita fragancia de su piel. Su rostro era precioso, aún más de cerca. A veces parecía tan joven con esa mirada traviesa. Le acaricié los labios al tiempo que me rodeaba con sus brazos. La fricción de su cuerpo casi desnudo contra el mío estaba despertando una punzante necesidad en mí.
—Dime que me amas, hace tiempo que no te escucho decírmelo —susurró en mi oído.
—¿Tú me amas? —cuestioné—. Quiero decir, ¿me amarás luego de que estés sobrio?
—Te amaré aunque pasen mil vidas después de ésta.
—¿Y si no pudiéramos encontrarnos en la siguiente vida?
—Ni pienses que podrás escapar de mí. Te encontraré siempre. Tú me encontrarás también.
—Lo haré —aseveré—. Cometería el mismo pecado una y otra vez, porque te amo. —Él cerró los ojos con debilidad—. Tienes que descansar, esos moretones no se curarán solos.
Asintió, se cubrió los ojos bajo un brazo y después de varios minutos en esa posición, se quedó dormido. Percibí la relajación en su profunda respiración. Mirarlo dormir era algo de lo que nunca podría saciarme, podría hacerlo durante horas, incluso días. Su expresión finalmente era pacífica, su cabello revuelto acariciaba su rostro y sus sedosos labios tenían toda mi atención.
Cuando le di la espalda, siguió envolviendo mis caderas. Uno de sus puños se cerró repentinamente sobre mi vientre, apretando la tela de la camiseta mientras acomodaba su pelvis más cerca de mis nalgas. Su amplio pecho, rígido y desnudo contra mi espalda, conseguía hacerme sentir cálida, pequeña y protegida.
***
Desperté de una pesadilla cuando las manos de Joe sacudieron mis hombros con firmeza.
—¡Angelique! —me llamó, zarandeándome sin delicadeza.
Parpadeé varias veces para aclarar mi visión. Lo único que distinguí fue su rostro borroso y su torso desnudo. Froté mis ojos hasta que la imagen se volvió más nítida.
—¿Qué pasó? —exclamó, ocultando el miedo en su expresión y tan confundido que apenas reconocía su habitación—. ¿Por qué diablos me siento tan mal? Todo mi cuerpo —se quejó con un gemido al tocar sus costillas—, me duele. ¿Qué sucedió? ¿Me acosté contigo anoche?
En esos momentos, lo único que recordaba era mi última pesadilla, que involucraba a Joe mordiéndome hasta matarme, así que tuve que esforzarme para reconstruir lo sucedido.
—Sólo dormimos —aclaré—. Eres tú quien nos debe una explicación. ¿Acaso no te dejaste golpear deliberadamente por algún matón y consumiste drogas hasta ser expulsado de un bar?
Él me miró con crudeza, su cara estaba roja.
—¿Que yo qué? —me sorprendió oír lo confuso que sonaba—. Eso no es posible, no consumo drogas, y no recuerdo haber sido echado de ningún bar ni haber tenido una pelea. Si algo así hubiera pasado, lo recordaría ahora mismo. No es posible que…
Se levantó violentamente de la cama, envolviendo una sábana en su cadera. Lo seguí cuando corrió hacia el espejo del cuarto de baño. Me lanzó una mirada que no conseguí descifrar.
—No te he mordido, ¿cierto?
Por instinto, toqué mi cuello. Lo de la mordida había sido sólo un sueño, aunque últimamente no podía confiar en nada.
—No, no me has mordido —le contesté—. Tranquilízate, ¿puedes?
Sacudió la cabeza antes de agitar las manos en el aire, expresando frustración. Miró el reloj en su muñeca.
—¡No, maldita sea! Es tarde, muy tarde, debo trabajar. —Buscó entre su ropa—. ¿Dónde están mis armas?
—Alto ahí, amigo —me interpuse en su camino. Él me miraba con enojo—. No permitiremos que salgas de aquí. Primero necesito que me respondas algo. Joe, ¿has intentado robar La Daga de Fuego de la mansión Ravenwood?
Aunque su mirada permaneció imperturbable, su rostro se transformó en el de un fantasma, tan pálido como el papel.
—¿Quién te lo dijo?
Mi semblante también perdió color al escucharlo. Eso sólo significaba una cosa…
—¿Entonces es verdad? —me alteré, levantando la voz—. Has intentado robar la maldita daga, eso quiere decir que también eres el ladrón de La Daga de Cristal. Alan fue torturado por eso, ¡Joe! ¿En qué diablos estabas pensando? ¡Tenía la esperanza de que lo negaras! ¡Tenía la esperanza de que fuera una mentira! Eres despreciable, eres un…
Me detuve, respirando con rebeldía. Él seguía mirándome con el ceño fruncido y los ojos brillantes.
—¿Terminaste?
—¡No! —negué furiosa.
—No la he robado. ¡No lo he hecho!
—¡Mentira! Eres un farsante. ¿Cómo pudiste hacerle esto a Alan? ¿Cómo pudiste?
Lo empujé, pero no se inmutó.
—Bien, ¿quieres que sea sincero? No he robado nada, pero sí estuve en la mansión de los Ravenwood tratando de tomar de la Daga de Fuego. Soy culpable de eso, lo admito. En cuanto a la daga de la familia Black… no lo hice, Angelique. ¿Crees que hubiera sido capaz de presenciar cómo torturaban a Alan sabiendo que yo era el ladrón? ¿Crees que soy capaz de eso? —Sujetó mi rostro con ternura—. Mírame, ¿dejaste de confiar en mí, cierto?
Mis ojos se empañaron con lágrimas de rabia. Sentía la urgencia de lanzar cosas por todas partes. Sacudí la cabeza, intentando contenerme.
—Sólo porque tú has hecho que deje de confiar en ti. ¿Cómo puedo confiar en alguien que lo único que hace es darme razones para dudar?
—Bueno, de todas formas, no deberías confiar en mí —replicó—. Aunque me duele que tenga que ser así, es mejor para ambos. La razón por la que intenté robar La Daga de Fuego creo que ya la debes conocer. Fue una orden de mi jefe, el demonio para el que trabajo. Y La Daga de Cristal había desaparecido antes de que yo… —se interrumpió y se quedó en silencio.
—¿Antes de que tú qué? —Alcé una ceja—. ¿Antes de que pudieras robarla también? —Asintió—. Así que estás involucrado, incluso sabes quién tiene la daga de la familia de Alan.
Cuando volvió a asentir, le di una bofetada. Él se limitó a cerrar los ojos y apretar los labios.
—Viste a tu amigo llorar y gritar de dolor mientras su propio padre hacía que le dieran latigazos y aun así no dijiste nada —le reclamé—. Si siempre lo supiste, ¿por qué no se te ocurrió decir dónde estaba la maldita arma antes de que tu amigo fuera juzgado? Eres una basura.
—¡No lo sabía! —clamó—. En ese momento no sabía nada. Lo supe algunos días después de que nos liberaron.
—No te creo.
—De acuerdo, no lo hagas, no me importa —dijo al tiempo que se vestía—. Ahora déjame en paz y dime dónde están mis armas. —Tan pronto como señalé hacia el armario, agarró un par de navajas y, antes de dirigirse hacia la puerta, me habló—: Todo lo que he hecho ha sido para protegerte. Si traté de hurtar la daga de los Ravenwood, fue porque me importas. Todo ha sido por ti, porque necesito mantenerte a salvo. Lo bueno de todo esto es que me di cuenta de que fue un desperdicio. Pensé que me lo agradecerías, pero veo que estaba equivocado.
Tan pronto abrió la puerta, halló a los chicos del otro lado del umbral, quienes le arrojaban miradas desdeñosas. Jerry, sin embargo, se hallaba recostado en la pared, aparentemente aburrido.
—¿Ustedes también? —la furia hizo temblar la mandíbula de Joe mientras apretaba sus dientes—. ¡Déjenme en paz, dejen de meterse en mi maldita vida!
Adolph sujetó sus hombros. Entretanto, me puse unos pantalones rápidamente.
—No abandonarás este lugar —advirtió nuestro líder—. Sam te está manipulando, no vamos a permitir que continúes trabajando para ese demonio.
Joe tenía el semblante de alguien que acababa de recibir una bofetada. Su mirada fría e irascible denotaba sentirse traicionado.
—Debo marcharme. —Puso sus manos sobre los brazos de Adolph y se liberó fácilmente de su sujeción.
Esta vez, fue Alan quien bloqueó su camino con su cuerpo.
—Lo siento, hermano. No podemos dejarte ir.
La mirada de Joe recorrió la habitación en busca de alguna salida. Yo, a sus espaldas, lo observaba con sospecha. Cuando nuestros ojos se encontraron, distinguí el feroz brillo de odio en sus oscuras pupilas. Parpadeó y ese malévolo resplandor desapareció, siendo reemplazado por miedo. Volvió a parpadear y la maldad regresó.
—¡No entienden! ¡No entienden nada! —protestó—. ¿Qué saben ustedes sobre Sam? No saben una mierda. Si no voy a encontrarme ahora con él, es Angelique la que corre peligro. No permitiré que nada le suceda, ¿me escucharon? Me iré, aunque sea lo último que haga.
De un momento a otro, arremetió contra ellos como un toro enfurecido, arrasando con todo a su paso. Se encaminó apresuradamente hacia la salida mientras todos lo seguíamos.
Adolph saltó grácilmente, con la agilidad de un depredador, dispuesto a obstruir la puerta con su cuerpo.
Sintiéndose acorralado, Joe alzó un puño y lo golpeó con todas sus fuerzas en el estómago. Mi boca se abrió mientras el miedo se apoderaba de mis nervios. La ira comprimía mi garganta.
Emitiendo un grito ahogado, Nina corrió hacia Adolph, quien cayó lentamente al suelo, tocándose el abdomen. Ella se arrodilló a su lado antes de adoptar una mirada asesina dirigida a Joe.
—Estoy bien —le aseguró el hombre a su esposa para calmarla, aunque no se levantó. En su lugar, se dobló de dolor, con la mano descansando cerca del pecho.
—Vamos, Joe, si quieres pelear con alguien que sea conmigo —desafió Alan.
—No tengo tiempo para esto —resopló antes de dirigirse hacia el jardín trasero, donde podría huir fácilmente.
Alan corrió con tal velocidad que apenas logré seguirlo con la mirada. Mis ojos sólo captaron el destello de su movimiento como un celaje de su silueta, una mancha borrosa.
De repente, aterrizó sobre Joe. El impacto provocó que sus cuerpos se deslizaran varios metros hacia la chimenea de cristal, la cual se hizo pedazos.
Reprimí un grito.
—Lástima, ¡me gustaba mucho esa chimenea! —murmuró Joe debajo de Alan.
El Zephyr parecía furioso.
—¡Anda! Mírame, Joseph. —Lo agarró de la garganta.
Se miraron fijamente a los ojos, casi podía palpar la tensión entre aquellas miradas. Estaban peligrosamente cerca el uno del otro.
—¿Ahora vas a besarme? —se mofó Joe de forma mordaz.
La mirada de Alan se intensificó, y después de unos segundos, Joe abrió ambos ojos ampliamente.
—¡Maldito! —insultó a Alan—. Intentas manipular mi mente.
Enfurecido y salvaje, forcejeó, pero todos éramos conscientes de que no escaparía de Alan.
—Somos amigos, Joe —pero el tono del Zephyr no era nada amigable.
—¿Amigos? —soltó Joe antes de cerrar los ojos y girar su rostro hacia otro lado—. Sí, claro. ¿Acaso un amigo intentaría controlar mi mente?
Me quedé petrificada en mi sitio, sin saber qué hacer, invadida por el miedo. ¿Desde cuándo Joe se había convertido en nuestro enemigo?
Dirigí una mirada inquieta hacia Jerry, que me observaba con seriedad. Seguidamente, me volví hacia Nina, que se encontraba cerca de Adolph. Los dos cuidaban el uno del otro.
Y al girarme nuevamente hacia Alan, advertí que tenía una mano alzada frente al rostro de Joe, quien se resistía ferozmente mientras apretaba con fuerza los párpados. A continuación, el Zephyr tocó su frente. Al sentir el contacto, Joe dejó de luchar y su respiración se volvió sosegada.
Fue entonces cuando noté que lo había dejado inconsciente. Estuve a punto de correr hacia ellos cuando sentí que Jerry me retenía. Lo miré.
—¿Te encuentras bien? —me preguntó.
Escuché el suspiro de Alan del otro lado del salón. Se levantó de encima de Joe, dejándolo dormido, extendido en el mármol como un cadáver. Antes de que pudiera soltarle un insulto, me habló:
—Él está bien —me aseguró, aunque por alguna razón no podía creerle—. Creo que he borrado su memoria. No recordará esta incómoda escena cuando despierte.
—Tú… tú… —tartamudeé, perpleja.
—Es la primera vez que intento algo así, Angelique —declaró con calma—. Ni siquiera sabía que podía hacerlo. Traté de manipular su mente y no sólo no me dejó, sino que tiene una especie bloqueo mental. No puedo leer sus pensamientos ni controlarlos. Por eso, no sé cuánto recordará. No sé bien cómo funciona ni qué le he hecho.
¿Podía borrar la memoria de las personas? Maldito cabrón.
Sus cejas se alzaron al escuchar el insulto en mi mente.
Me solté de las manos de Jerry antes de arrodillarme en el suelo, cerca de Joe. No lo toqué siquiera, simplemente lo observé. Parecía haberse sumergido en un sueño pacífico.
Adolph caminó hacia mí, revolvió mi cabello cariñosamente y suspiró.
—Pequeña, te juro que quiero ayudarlo, al igual que a ti, pero no sé cómo hacerlo.
—Lo siento —me disculpé en nombre de Joe.
Nina se inclinó para darme un breve abrazo.
—No importa —dijo antes de posar una mano afectuosa en el brazo de Joe—. Pero si este vampiro fanfarrón vuelve a golpear a mi... a Adolph, le patearé el trasero yo misma.
—Por la seguridad de todos, si Joe sigue así, tendremos que hacer que se vaya —sugirió nuestro líder.
No dije nada. Era por el bien de todos. A pesar de que lo amaba, se estaba transformando en un monstruo.
—¿Cómo se supone que lo olvide? —susurré. Lo peor fue el silencio que siguió, dejando mis palabras suspendidas en el aire—. Ya no soporto más toda esta mierda.
—¿Dónde está ese mocoso...? —oí decir a Adolph.
Misteriosamente, Jerry se había esfumado.
***
Horas después, abrí la puerta del cuarto de Joseph, donde lo habíamos dejado dormido.
Parpadeé varias veces para intentar descifrar la escena con la que me encontré: Estaba despierto, sentado en el suelo mientras ataba sus manos al poste de la cama. Se ayudaba con los dientes para apretar la gruesa cuerda alrededor de sus muñecas.
Mi garganta se secó por un momento.
—¿Qué haces?
—¿Podrías ayudarme con esto? —me pidió al tiempo que sostenía la cuerda entre sus dientes.
—¿Por qué demonios te ayudaría a atarte?
Con un movimiento de cabeza, sacudió su cabello desordenado para deshacerse de los mechones sudorosos que se adherían a su piel.
—No sé qué pasó —me aseguró—. Pero sé que Alan ha manipulado mis recuerdos a su antojo. También estoy seguro de que quise lastimarlos. Así que ven aquí y ayúdame.
—Como si eso fuera a detenerte. ¿Has notado lo fuerte que eres cuando estás...? —dejé que mi voz se apagara dentro de mi garganta—. Cuando estás, bueno, ya sabes. Sé que estoy siendo poco racional, pero no voy a ayudarte con eso.
Él mostró cierta conmoción. Sus ojos se estrecharon, suplicantes. Mi estómago se revolvió al reconocer sufrimiento en su mirada.
—Tienes que ayudarme, por favor, me estoy perdiendo a mí mismo. —Cerró los ojos—. Quizás debería rendirme y permitir que me envíen al infierno de vuelta.