—¿Por qué? ¿Por qué les mandaste a matar a tu propia hija? —preguntó la mujer, su voz cargada de tristeza e incredulidad.
El Emperador se quedó allí parado, sin poder responder. Ahora era evidente que su esposa, la Emperatriz, había estado ocultando su verdadera fuerza durante todo este tiempo.
Ella había escondido su poder para prevenir que él se sintiera inferior, y ahora, su acto bienintencionado le había permitido masacrar sin esfuerzo a los tres hombres que habían venido a quitarle la vida a Hazel.
La realización golpeó fuertemente al Emperador, mientras veía a su esposa, la madre de sus hijos, confrontarlo con lágrimas en sus ojos, exigiendo una respuesta que él no podía proveer.
La mujer lloraba incontrolablemente, aferrando a sus dos niñas recién nacidas fuertemente contra su pecho. Su mirada desgarradora, llena de ira, decepción y dolor, penetraba al Emperador.
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