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ONCE

Esa misma noche, Christine Starcrash se encontraba sentada en uno de los sofás individuales de la salita aprendiendo a tejer bajo la tutela de un video por internet. Al inicio se le había dificultado demasiado y más de una vez la frustración pudo con ella, pero poco a poco fue agarrando el hilo y ya comenzaba a dominar las técnicas más básicas. Sus figuras de cera habían sido un éxito en el bazar de la iglesia, por lo tanto, era el momento de subir otro peldaño en sus manualidades.

—¡Hola, mamá! —saludó Led con excesivo entusiasmo. Su cabeza asomada en la esquina que doblaba hacia el pasillo de las habitaciones—. ¡ESTÁS APRENDIENDO A TEJER! —soltó más emocionado que nunca. De un salto, se posicionó junto a ella para contemplarla en su labor.

—Eso intento —dijo ella, mirando con cierta extrañeza a su hijo—. ¿Te sientes bien? Pareces muy alegre.

—Sólo estoy feliz —sonrió—. Feliz porque tus figuras fueron un éxito.

Su estómago rugió, y Christine rio al ver que las mejillas de su hijo se encendían de la vergüenza.

—Dentro del microondas está la bandeja de dedos de queso que Olivia nos dio —le recordó la mujer, volviendo su atención al tejido. Cuando le agarraba el truco a algo, era imposible despegarla hasta que terminara—. Ya comí mi parte…

—¡Dedos de queso! —exclamó como un niño pequeño y corrió hasta el lugar que su madre le señaló. Adoraba aquellos manjares, y comenzaba a pensar que no podría vivir sin ellos—. Iré a mi alcoba —anunció al devorar los dos primeros—. ¿Está bien que coma allá? Estoy terminando de organizar algunas pinturas. Aun no me decido.

La mujer asintió, sin apartar la mirada del tejido. Su concentración era sorprendente.

Y sin más que decir, el mestizo volvió a su alcoba y devoró los bocadillos en menos de un minuto.

—Esta chica sí que sabe cocinar —Sus ojos se clavaron en la bandeja vacía—. Quiero más.

Dejó escapar un suspiro y miró la hora en el reloj: eran las siete de la noche.

‹‹En veinte minutos el vuelo despegará››, pensó, mientras su cuerpo burbujeaba y reducía un poco su tamaño. El busto le creció, al igual que su cabello, que se tornó tan dorado como el oro. Parpadeó, y aquellos hermosos ojos azules que robaban la atención de las personas se tornaron violetas.

Al igual que un gato, Lux estiró su cuerpo y procedió a organizar la cama, de manera que Christine pensara que su hijo dormía entre aquellas colchas. En la mañana regresaría y retomaría su papel como Led Starcrash, por ahora, debía bajar al reino de las tinieblas, devolver el libro y averiguar el plan de Eccles.

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Sobre un cielo despejado, el sol brillaba en el punto más alto, bañando con toda su calidez el corazón de Marais y el resto de la hermosa capital francesa. Después de casi treinta horas de vuelo, y la llegada al hotel que Olivia Landcastle les había reservado minutos antes de que el bazar de la iglesia cerrara, Led Starcrash seguía sin poder creerse que se encontraba paseando por las calles de la tan famosa ciudad. Como debían esperar a la noche para enfrentarse a la tormenta eléctrica, Led convenció a Rakso para salir a dar una vuelta, ya que una oportunidad así no debía desperdiciarse.

—¡Vamos, Rakso! Esta es la primera vez que salgo de Seattle. Olivia y Axel me han hablado tanto de esta ciudad, y ahora que estoy aquí, no puedo dejar pasar la oportunidad para conocerla —le había dicho una vez que terminaron de alojarse en la habitación del hotel.

El demonio aceptó de mala gana, porque, cual fuera su respuesta, Led saldría por su cuenta, y con la amenaza latente de sus hermanos, no podía dejarlo sin protección.

—¡Mira! —señaló el muchacho un restaurante de paredes amarillas que se alzaba en una pequeña esquina; el rojo de los toldos y los detalles amarronados lo hacían destacar en aquella vereda adoquinada—. Olivia me habló de ese lugar. Me dijo que la comida es excelente.

Sin más que decir, le entregó el celular de pantalla agrietada y le pidió a su compañero que le hiciera una foto para enviársela. Rakso rodó los ojos y tomó la fotografía sin muchas ganas.

—Eres pésimo fotógrafo —advirtió el joven al ver las imágenes.

—Deberías comprarte un mejor celular —contestó el demonio sin mirarlo—. De preferencia, uno que no tenga la pantalla rota.

Led hizo todo lo posible para no molestarse. Guardó el dispositivo y siguieron con el recorrido.

La Rue Des Rosiers era de esas calles que te hacían sentir que caminabas en el París de las películas, y en aquel momento, sus sendas adoquinadas se desplegaban ante los deslumbrados ojos de Led como si le estuvieran dando la bienvenida. A donde quiera que mirara, cafés, restaurantes y tiendas boutiques se alzaban con elegancia en la búsqueda de clientes, valiéndose de sus ventanales rectangulares para exhibir la mercancía y los coloridos carteles de letras estilizadas para llamar la atención.

El aroma del pan recién horneado se coló por su nariz, provocando que el hambre lo sacudiera. Se volvió hacia su compañero para advertirle que debían regresar al hotel para el almuerzo, y, horrorizado, lo avistó riendo ante una pareja que mantenía una fuerte discusión. La chica terminó por estamparle una sonora bofetada al hombre y se marchó con una actitud superior, mientras que el sujeto se mantuvo de pie, firme, y gritando lo que de seguro serían blasfemias francesas.

—Los hice terminar —confesó el demonio entre risas en cuanto Led lo alcanzó—. Si tuviera todas mis habilidades, este barrio ya se habría sumergido en la ira con mi sola presencia… Sería un verdadero caos.

—¿Crees que es divertido? —lo amonestó el mestizo. El demonio se encogió de hombros—. Lo que hiciste fue horrible… Destruiste una relación.

—Soy un demonio, eso es lo que hago —concluyó, dándole unas palmaditas a las mejillas de Led—. Vamos por algo de comer, muero de hambre.

No tuvieron que caminar mucho. A donde voltearan, cafés y restaurantes los llamaban con sus tentadores aromas, no obstante, el dueto se adentró en la cafetería más cercana y, para su suerte, se hicieron con la última mesa vacía del diminuto local.

Una camarera bastante guapa los saludó y Rakso le habló en un francés tan fluido que dejó a Led con la boca abierta. El demonio sonrió al notar su expresión.

—Llevo mucho tiempo vivo —explicó, cogiendo los menús y devolviéndoselos a la chica, quien desapareció tras un guiño de ojo—, por lo que mi sabiduría es incomparable.

—Supongo que los demonios deben dominar todos los idiomas para saber cómo corromper a los humanos.

—Tentar a un mortal es toda una ciencia. Debemos entender a nuestras victimas antes de actuar.

—Pero tú eres de los que actúa primero y piensa después.

El demonio lo observó con los ojos entrecerrados, Led distinguió como las puntas de sus cuernos comenzaban a brotarle entre los cabellos dorados.

Cuatro platos repletos de croissants y pastelillos se situaron entre ellos, junto con un par de tazas humeantes; el color y el aroma de aquel café provocó que una agradable corriente eléctrica recorriera la espalda de Led.

—Bon appétit —dijo la camarera antes retirarse.

El olor de la comida consiguió que Rakso sosegara.

—¿Cómo pagaremos todo esto? —preguntó Led, sorprendido al ver la cantidad de alimentos. Era preferible haber regresado al hotel y disponer de la segunda comida que les ofrecía su estadía, pero Rakso no podía aguantar el hambre por mucho tiempo y, siendo sincero, Led tampoco.

Antes de abordar el avión en Seattle, Olivia había insistido una última vez en entregarle su tarjeta de crédito a Led para que pudiera costear lo que sería comida y transporte, pero éste volvió a negarse, pues, ya era demasiado con que su amiga le pagara los pasajes y el alojamiento. Led llevaba sus ahorros consigo, pero no le durarían mucho si se mantenían comiendo así.

—Nosotros no —respondió el demonio, depositando una tarjeta dorada sobre la mesa—. Pero nuestro amigo Evan Ulmer sí.

—¿Quién es Evan Ulmer? —inquirió el joven con preocupación.

Rakso se encogió de hombros.

—El sujeto por el que me hice pasar para abordar el avión, ¿recuerdas? —El demonio devoraba su comida con gusto, mientras que Led rememoraba el momento en que Lux había alzado una ilusión para que los mortales vieran a Rakso como un hombre de cuarenta años—. También le robé su pasaporte —agregó—. Ahora dame las gracias y come.

—Eso es robar… Está mal —Las manos de Led se aferraban a su cabeza. Frustrado, no dejaba de pensar en todas las cosas malas que había hecho desde que conoció al demonio de la ira.

—Si no lo quieres, me lo comeré yo.

De pronto, una mujer de larga cabellera dorada se detuvo junto a la mesa y pronunció algo que Led no pudo entender. El demonio asintió en silencio y le tendió el servilletero. La desconocida dio las gracias y marchó de vuelta a su mesa, al otro lado del local, junto a la barra de madera donde preparaban los cafés; su esposo la esperaba junto a dos traviesos niños.

—Es linda —reconoció Led. Sus ojos se deslizaban por el estilizado cuerpo de la mujer. Un enorme deseo por retratarla en uno de sus lienzos lo abrazó: Su piel de porcelana, el cabello derramándosele por los hombros, el largo vestido negro que parecía un manto de brea cubriéndola con delicadeza, las líneas que dibujaban su tierna silueta…

—No es para tanto —sentenció Rakso, terminando de beber su café—. Y es raro que use lentes de sol dentro de un local.

—Supongo que es moda —comentó Led, embelesado ante la belleza artística de aquella mujer. Como si fuera un agente encubierto, tomó el celular y fotografió a la desconocida. Cuando regresara a casa, la inmortalizaría con sus pinturas al óleo.

—¿Vas a comerte eso? —apremió Rakso.

Led soltó un lamento. En silencio, tomó el plato y le dio el primer mordisco a su croissant. Sus papilas estallaron por los sabores y el estómago le dio las gracias por consentirlo.

‹‹Me iré al infierno››, pensó.

El demonio se inclinó para robarle un poco de café al mestizo, y éste pudo apreciar una especie de medallón debajo de la gabardina. Recordó que Lux y Anro portaban uno con las mismas características; era como si lo llevaran unido a la piel.

—¿Puedes hablarme de eso? —indagó, señalando el pecho del demonio—. Sobre ese medallón. Me di cuenta de que Lux y Anro también tienen uno.

Rakso abrió un poco su gabardina, dejando al descubierto una pieza circular tallada de forma minuciosa en ónix. La piedra parecía hundida en la piel, o la piel la sujetaba como si fueran unas manos huesudas. Era algo repugnante.

—Todos los príncipes infernales tenemos uno —explicó. Su dedo índice señalaba unos pequeños cristales que yacían en cada esquina; parecían simples diamantes sin color. Más adentro, brillaban las letras que componían su nombre y un juego de líneas curvas y rectas que daban vida a un extraño símbolo. La letra ‹‹I›› resaltaba en el centro—. Aquí es donde deberían estar contenidas mis habilidades.

—Esta noche te enfrentarás a una… ¿Cómo…? —Led no sabía formular la pregunta que llevaba días inquietándolo. El segundo croissant ya iba por la mitad—. ¿Cómo te enfrentas…? ¿Qué aspecto tiene una habilidad?

—Solamente es energía —Rakso extendió la mano y tomó uno de los bocadillos de Led—, pero pueden adoptar formas y cada una tiene su carácter. Según me explicaste, hay una tormenta eléctrica que amenaza esta ciudad todas las noches, ¿no? —Led asintió despacio—. Bien, una de mis habilidades es la electroquinesis…

—La habilidad de crear y manipular electricidad —lo interrumpió, apurando el último sorbo de café—. Eso explica la tormenta, pero… ¿Por qué los horarios?

Rakso se encogió de hombros. Él también desconocía la respuesta.

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Mientras Led y Rakso conversaban en un café parisino, Olivia Landcastle se disponía a cerrar el restaurante de sus padres. Había sido una larga jornada, ya que los comensales llegaban como si se trataran de las olas a la orilla de la playa.

El reloj sobre la puerta que daba al área de mesas marcaba las dos de la madrugada, lo que provocó que la chica soltara un gran bostezo. Era lo más tarde que había cerrado, y se debía a que un numeroso grupo de empresarios se encontraba finiquitando un importante negocio que les haría ganar una enorme fortuna.

En cuanto terminó de hacer el inventario de la despensa, volvió a la cocina y tomó su celular para escribirle a Led. Estaba preocupada por el estado de su amigo, ya que no tenía noticias suyas desde que dejó Seattle el domingo por la noche, y ya era martes.

Las luces titilaron, y la muchacha frunció el ceño. No podía creer que aquellas bombillas, que eran relativamente nuevas, estuvieran fallando.

Sin más, envió el mensaje y las luces del fondo reventaron en miles de chispas, sumiendo entre las sombras el pequeño rincón. El corazón de Olivia palpitaba como el aleteo de un colibrí a causa del susto. Un segundo estallido, y la chica dio un salto.

Las sombras se hacían más espesas, y con ellas, un gruñido se hizo notar. Con el móvil contra su pecho, Olivia retrocedió un paso, y el resto de las bombillas que iluminaban la cocina se apagaron de forma súbita.

—Joder —soltó en un bajo susurro.

Con manos temblorosas, desbloqueó la pantalla de su celular y desgarró su garganta de un grito al ver que la silueta de un rostro distorsionado emergía entre la penumbra, a pocos metros de ella. Olivia cayó al piso, y el dispositivo escapó de sus manos.

La oscuridad reinaba y el gruñido de la criatura asechaba cerca de ella. Con torpeza, logró ponerse de pie y extendió sus manos para tantear la zona y hallar la salida. Una a una, las llamas de las hornillas se fueron encendiendo, lo que dejaba al descubierto una espantosa criatura que parecía hecha por miles de tubérculos.

Olivia gritó, mientras apuraba el paso. Las llamas se iban acercando, y con ellas, la criatura.

—¡Ayuda!

El ser de las tinieblas se aproximaba arrastrando los pies, sus brazos iban extendidos y la boca se fue abriendo, dejando escapar un olor nauseabundo junto con un terrible alarido.

—¡Olivia! —bramó la criatura en cuanto la joven atravesó las puertas.

Sin mirar atrás, corrió por el oscuro pasillo hasta abandonar el edificio y entrar a la seguridad del vehículo que se encontraba aparcado frente al restaurante; el motor ronroneaba y August iba al volante.

—¿Se encuentra bien, señorita? —El chofer parecía preocupado.

Olivia asintió, jadeante. Enjugó sus ojos y se abrazó a sí misma para reconfortarse. La cabeza le daba vueltas y las náuseas amenazaban. ¿Qué rayos había sido todo eso?, se preguntó petrificada.

—Llévame a casa de Axel, August —La voz le temblaba, no se había molestado en ocultarlo—. Por favor.

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Una vez que Rakso pagó la cuenta con su tarjeta robada, regresaron a la calle en busca de algún taxi que los trasladara de vuelta al hotel. El demonio debía descansar y prepararse para su enfrentamiento de la noche.

El sol se había ocultado tras una marea de nubes cenicientas, y la brisa comenzaba a soplar con algo de fuerza. A pocos metros, Led distó un taxi y alzó el brazo para que el conductor se detuviera ante él.

De pronto, una pesadez invadió el cuerpo del mestizo, al mismo tiempo que el aire parecía agotársele. Los truenos rugían a lo lejos, captando la atención de las personas y del mismísimo Rakso.

—Amegicano… ¿Hacia dónde puedo llevaglo? —preguntó el taxista en cuanto se detuvo frente a su próximo cliente.

Rakso empujó a Led hacia un lado, justo cuando un relámpago impactaba sobre el suelo donde habían estado parados hace unos instantes. La gente gritaba y corría despavorida ante el hecho, que volvió a repetirse sobre el tejado de un edificio y a pocos metros del vehículo, el cual salió disparado a toda velocidad de la escena.

Con brusquedad, el príncipe infernal tomó a Led de un brazo y lo arrastró en una rápida carrera hacia el interior de un local, mientras los rayos seguían estrellándose contra árboles, coches y adoquines. Las chispas brincaban por todos lados.

—¿Qué diantres…? —dejó la pregunta en el aire.

—¿Estás bien? —inquirió el demonio con preocupación, escrutando al joven con la mirada en busca de lesiones; no quería que su localizador se dañara. Led asintió en silencio, con el corazón en la garganta.

Las personas dentro del local tiritaban agazapadas unos contra otros debajo de las mesas a la espera de que el fenómeno terminara.

Un rayó impactó a pocos metros de la entrada, lo que hizo retroceder a Led de un brinco. El brazo de Rakso permanecía extendido ante él como una barrera protectora.

—¿Qué fue eso? —preguntó Led. Primero miró hacia el otro lado de la puerta, luego a la multitud aterrada y volvió a fijarse en su compañero. Esta vez bajó la voz—. Parecía como si esos rayos nos persiguieran.

Rakso mantenía su atención en el exterior, donde la gente comenzaba a salir con precaución. Las nubes de tormenta se evaporaron y el sol volvía a bañar a la ciudad con su calidez.

—Fue una advertencia —dijo Rakso—. Sabe que estamos aquí.