Julio de 1990
A mediados de julio había un montón de moscardones en el lago. Zumbaban bajo los árboles como pequeños torbellinos, bailaban arriba y abajo en salvajes arrebatos de pasión y, si uno no iba con cuidado, picaban en pleno mediodía. Ulli había llevado a Karl-Erich en coche a la orilla del lago y luego recorrió a pie el último tramo, del brazo del nieto, que lo sujetó con paciencia hasta que se sentó en el banco inestable que había delante de la casita de la asociación de remo. Mine, que los seguía con Angela, la mujer de Ulli, se había llevado un cojín a propósito, además de una cestita por la que asomaban los cuellos de dos botellas de limonada. Falko corría libre tras ellos. Cuando Ulli estaba cerca no hacía falta atarlo. Más tarde, cuando el joven puso el bote de remos en el agua junto con Kalle y Angela y se dispusieron a partir, Mine sacó la labor de punto.
—¿Qué pasa, abuela? —le gritó Ulli con alegría—. ¿No quieres venir al bote? Una vuelta por el lago. ¡Kalle ya está ansioso!
Kalle se retiró hacia atrás la melena de color castaño oscuro y asintió, luego se dio una palmada en el pecho desnudo para atrapar un mosquito.
—Sois muy amables —contestó Mine, y sacó una aguja de la media de punto—. Pero prefiero quedarme aquí sentada mirando cómo remáis. Si luego tenéis sed, tengo limonada.
Los dos jóvenes sonrieron. Limonada, igual que siempre. Limonada, pan con paté de hígado y pepinillos rellenos y huevos duros.
—Como quieras, abuela. Pero mi oferta sigue en pie. También para ti, abuelo.
Karl-Erich la rechazó con un gesto del brazo y se puso bien el cojín.
—¡Demostradme lo que sabéis hacer! —gritó a los chicos—. Antes remaba en veinte de minutos de un extremo al otro del lago.
Kalle lo miró, incrédulo.
—¿Solo?
—No. Mine iba sentada en el bote.
—¿Yo? —Mine levantó una ceja, sorprendida—. No recuerdo que me llevaras por el lago a remo.
—Entonces era otra —gruñó Karl-Erich—. Ha pasado mucho tiempo, lo he olvidado.
Kalle y Ulli se echaron a reír, Angela seguía seria. La mujer de Ulli era delgada y morena, con el rostro más bien duro, un tanto anguloso. Tras sufrir un aborto espontáneo, a Mine le parecía aún más flaca, casi transparente. Le daba lástima. Ulli también parecía afligido, los dos estaban muy contentos con el niño. Con todo, Ulli no era de los que se hundía con facilidad, cuidaba de Angela y la animaba en la medida de lo posible.
Los jóvenes subieron al bote y acordaron entre ellos quién remaba. Al principio lo hizo Kalle, que por lo visto estaba resuelto a batir el récord de Karl-Erich. O por lo menos a probar si el anciano mentía. Veinte minutos. ¡Para eso había que tener los brazos de un gorila!
Mine bordó un círculo y esperó a que los remeros no pudieran oírlos. Luego preguntó:
—¿Quién fue? ¿Liese? ¿O llevaste a otra en el bote de remos?
La miró de soslayo, divertido, espantó un mosquito, tosió y luego dijo:
—¿Liese? No, esa no. Tal vez Irma, la hija del profesor Schwenn.
—Mira tú por dónde —dijo Mine entre risitas—. La hijita del profesor Schwenn. Apuntabas alto, ¿eh?
Por aquel entonces él era impresionante. Las chicas lo adoraban. Podía escoger a quién llevar en el bote por el lago. En realidad, en el bote propiedad del señor de la casa. Lo que ocurría después en algún lugar de la tranquila orilla, en la hierba o tras los arbustos, no lo veía nadie.
—¿Por qué nunca fuiste conmigo en el bote? —preguntó ella.
—Porque tú no eras de esas.
—¿De qué tipo no era?
—De las que uno se llevaba a dar una vuelta por el lago y luego…, te la bebías de un trago.
—Ay —exclamó ella.
Permanecieron un rato callados, mirando la superficie del agua clara sobre la que se alejaba con rapidez el bote de remos, dejando por detrás una línea oscilante de olas relucientes.
—¿Acaso lo lamentas? —preguntó él, mirándola de reojo.
—Pues sí —respondió ella con una leve sonrisa—. En realidad, sí.
Él respiró hondo y volvió a sacar el aire. Fue un suspiro de indignación.
—¡Bueno, pues ahora es demasiado tarde!
En eso tenía toda la razón. Con las manos agarrotadas por el reuma ya no podía coger los remos. Por no hablar de avanzar.
—Así es —comentó ella. Luego se inclinó a un lado y puso la cesta en el regazo, de la que sacó un paquete de cigarrillos y una cajita de cerillas—. Lo ha traído Ulli. Aquí, al aire libre, no molesta.
Karl-Erich casi había dejado de fumar. Pero solo casi. A veces tenía pequeñas recaídas.
Le abrió la cajita y esperó con paciencia a que lograra sacar un pitillo con los dedos torcidos. Luego encendió una cerilla y él se inclinó, con el cigarrillo entre los labios. No olía mal. Olía a hierbas y desprendía cierto aroma viril.
—Ahí, mira —dijo, y entornó los ojos contra el humo—. Ahí está la baronesa. También quiere pasar el domingo en la orilla del lago, la señora.
Mine ya la había visto. Franziska von Dranitz había extendido un toldo entre los árboles y se sentó, con la espalda apoyada en un tronco, a leer el periódico. Mücke le había contado que la señora Von Dranitz compraba siempre el Frankfurter Rundschau en Waren. La gente solo quería leer periódicos occidentales, los de la RDA no contaban más que mentiras, decían. La cuestión era si la prensa occidental siempre decía la pura verdad. Karl-Erich no lo creía, y Mine tampoco.
—¿Ese es Falko, el que está a su lado? —interrumpió él sus reflexiones.
Mine alzó la vista de su labor y tuvo que esperar un momento a que sus ojos se acostumbraran a la distancia. Antes era más rápido, pero en el fondo podía estar contenta de no necesitar gafas para las tareas de la casa ni para coser. Lo único que ya no podía hacer sin ellas era leer.
—Es Falko —confirmó—. Pero si hace un momento estaba aquí.
—Sí —gruñó Karl-Erich—. Y ahora está ahí con ella. A Ulli no le gustará.
—Es culpa suya —repuso ella—. Que se ocupe mejor de su perro. Desde que está aquí, apenas lo ha visto.
En efecto, Ulli se ocupaba solo de Angela, que de todos modos no soportaba a Falko. Era comprensible que necesitara el consuelo de su marido, pero eso no lo entendía el pobre Falko.
—A la baronesa siempre se le dieron bien los perros —murmuró Mine—. También los caballos, pero sobre todo los perros. ¿Te acuerdas de Maika? ¿Y de Bijoux?
Karl-Erich asintió y le dio una calada al cigarrillo. Ya no daba caladas tan profundas como antes a los cigarrillos, era mejor para sus pulmones.
—Bijoux…, el marrón con manchas blancas y negras, un perro bonito —murmuró él, pensativo—. Solo obedecía a su padre y a ella. Pasaba por el lado de uno con el hocico levantado, como un conde noble. Ya podías llamarlo hasta quedarte afónico, eras como el aire para él.
Mine le dio la razón. De todos modos, por aquel entonces consiguió, con ayuda de una punta de paté de hígado, que ese chucho de pura raza se interesara por ella, pero prefirió no contárselo a Karl-Erich.
Estuvieron un rato sentados juntos en silencio, disfrutando de la paz dominical del lago, contemplando los patos, observando a unas cuantas gaviotas blancas que hacían gala de sus osadas artes de vuelo por encima del agua. Las abejas zumbaban en la hierba y unas pequeñas olas acariciaban con suavidad la orilla. Mine seguía bordando, de vez en cuando levantaba su obra y contaba los puntos para no perderse cuando tuviera que empezar con el talón.
—Ahí se están bañando. —Karl-Erich señaló con la colilla apagada un punto en la orilla de arena que se usaba como playa.
Mine levantó la mirada de su media de punto.
—Son chicas…
—Están Elke y Mücke…
Tenía más de ochenta años, pero cuando las chicas estaban en el lago, miraba. Se ponía nervioso, se hacía sombra en los ojos con la mano para ver mejor.
—¡Eh, las chicas van sin nada! —anunció, entusiasmado.
—Antes también lo hacíamos.
—Pero no a plena luz del día. Ni mucho menos un domingo.
A esa distancia no había mucho que ver, y si las chicas estaban dentro, solo se veían bailar cabezas en el agua, rubias y morenas, y de vez en cuando un hombro. Karl-Erich desmenuzó la colilla y esparció los restos junto al banco.
—Arriba, en la costa, muchos se bañan desnudos. Para mí no sería nada.
Mine iba a añadir que de todos modos siempre lo hacían solo los que deberían procurar no hacerlo, pero en ese momento vieron que regresaba el bote con fuertes paladas. Era Ulli, que tenía bastante energía en los brazos, igual que Karl-Erich en tiempos pasados.
—Veinte minutos, lo conseguirá —dijo con orgullo de abuelo.
Sin embargo, Ulli no batió el récord ese día. Oyeron un grito, un sonido agudo de terror, y el bote dio un bandazo. Desde la orilla vieron cómo los ocupantes se ponían en pie y se inclinaban hacia delante.
—¡Han atropellado a una de las chicas! —exclamó Karl-Erich, horrorizado. Iba a levantarse para correr hacia la orilla pero recordó justo a tiempo que su pierna izquierda no respondería.
Fuera, en el lago, un chico saltó al agua. Debía de ser Ulli, pues Kalle tenía agarrados los remos para no perderlos, y Angela estaba sentada de nuevo en su sitio en la proa.
El intento de rescate de Ulli no fue muy bien recibido. El agua salpicó, y una voz de mujer protestó a voces. Aparentemente la chica no estaba herida, por lo menos no era nada grave. Tampoco llevaba nada puesto, pero Ulli no podía saberlo, porque solo había visto las cabezas. Seguida de Ulli, la chica nadó hasta la orilla, corrió por la arena y se tapó a toda prisa con una toalla antes de volverse hacia él. Tras un breve intercambio de exabruptos, Ulli regresó y nadó hasta el bote. Al intentar subir a bordo, el bote volvió a zozobrar, y al tercer intento logró elevarse sobre el borde.
—¿Y si era Mücke? —reflexionó Karl-Erich.
—No lo sé —contestó Mine—. Estaba demasiado lejos.
Los tres guardaban un silencio extraño cuando atracaron y bajaron del bote. Kalle y Ulli llevaron el bote y los remos a la casa guardabotes mientras Angela se sentaba con Mine y Karl-Erich. Mine abrió una botella de limonada y se la dio a la esposa de su nieto.
Ella le dio las gracias y bebió, sedienta, pero tenía que ir parando por el gas. Cuando apagó la sed, miró con los ojos entornados hacia el lago.
—¿Esa es la baronesa? —preguntó.
—Sí —respondió Mine, que había seguido su mirada—. La señora Von Dranitz.
Angela eructó con discreción y se quedó callada. Cuando estaba con los abuelos de Ulli hablaba poco, nunca se sabía muy bien lo que estaba pensando. Karl-Erich se enfadaba con frecuencia por eso, pero a Mine le parecía que, mientras Ulli y Angela se llevaran bien, no era para tanto.
Ulli y Kalle se tomaron su tiempo. Mine supuso que estaban hablando en la casa guardabotes, pues no podían tardar tanto en guardar un bote. Kalle cerró con llave. Tenía una porque su padre formaba parte de la asociación de remo.
—¿Qué pasa con los bocadillos de paté de hígado y los huevos duros? —preguntó Ulli con falsa alegría. Le quitó la botella de la mano a Angela para beberse el resto y Kalle dio buena cuenta del contenido de la otra botella.
—No he traído nada —comentó Mine—. Hay pastel de cereza. Horneado esta mañana a primera hora. Con nata montada.
—Tampoco está mal.
Kalle rechazó la invitación de tomar café, aún tenía algo que hacer pero no quiso decir qué. Mine supuso que quería ir a ver a Mücke para calmar los ánimos. Y por verla. Kalle iba detrás de Mücke, pero ella siempre le había dado calabazas.
Con todo, Karl-Erich estaba contento de volver a su butaca de casa, pero torció el gesto cuando Ulli lo levantó del banco. Saltaba a la vista que le costaron los primeros pasos, luego fue mejor, y cuando llegaron al coche afirmó que ya podría andar hasta el pueblo.
—Pues yo no —aseguró Mine—. Un coche es muy práctico.
Solo faltaba que de verdad quisiera ir a pie al pueblo. Cuando se ponía en marcha se sobrevaloraba un poco, siempre había sido así. Ahí tenía que ir ella con mucho cuidado. Por suerte, subió al coche sin rechistar, gimió un poco al notar el asiento duro e incluso logró cerrar la puerta sin ayuda.
En casa, Angela ayudó a poner la mesita de café y a cortar el pastel. Mine sirvió la nata y recordó demasiado tarde que Angela no quería azúcar.
—No importa —dijo la joven—. De todos modos no como nata.
—Pues deberías. Te sentaría bien.
Angela no contestó, probablemente le sentó mal la frase. Mine suspiró. Siempre decía algo mal, cuando en realidad solo quería ser amable.
El ambiente no fue muy bueno mientras tomaban café. Ulli y Karl-Erich elogiaron el pastel y engulleron un trozo tras otro, Angela comió solo un trocito y, de repente, encontró una cerecita que dejó en el borde del plato con mucha discreción. Mine estaba ocupada repartiendo el pastel y sirviendo café, apenas comía, pero tampoco tenía mucho apetito.
—¿Cómo va por el astillero? —preguntó Karl-Erich.
Ulli terminó despacio, tragó y se ayudó con el café.
—Está en la prensa, ¿no? —dijo luego—. Desde el 1 de junio somos una S.L.
—¿Una qué? —intervino Mine.
—Una sociedad de responsabilidad limitada. Pertenece a una S.A. de construcción de máquinas y embarcaciones alemanas de Rostock.
—¿Ahora se llaman así?
Ulli hizo un gesto de resignación con la mano.
—Las empresas nacionalizadas se han acabado, abuelo.
Mine pensó que el nuevo nombre del astillero sonaba bien. Antes, el astillero de Stralsunder pertenecía al «combinado de construcción naval» de Rostock. Así que ahora era una sociedad limitada. Había empezado una nueva era. Otra vez.
—Lo principal es que sigue adelante —comentó Karl-Erich.
Ulli miró a Angela y luego asintió.
—Claro. En Stralsund se construyen los mejores barcos de arrastre del mundo. En eso aún tienen que igualarnos en el Oeste. Arrastrero congelador tipo Atlántico 333. Van por todo el mundo.
Angela apartó el platito vacío con la cereza y se cruzó de brazos.
—Por todo el mundo —repitió, y soltó una risa amarga—. Se te olvida que ahora el mercado del Este está completamente colapsado. Ya no llegan encargos de Rusia y Polonia.
Ulli no contestó enseguida, primero se dejó servir otro trozo de pastel y se puso nata.
—Aún tenemos suficientes encargos, Angela. Y luego llegarán algunos de Noruega y Suecia. Espera, pronto volveremos a avanzar.
—Qué bien hablas —masculló con los labios apretados—. Tampoco has recibido la carta de despido.
Ya estaba. Mine y Karl-Erich se miraron asustados. Qué horrible. Las desgracias nunca llegan solas.
—¿Te han despedido? —preguntó Mine con empatía.
Angela asintió. A regañadientes, como si no quisiera la compasión de Mine.
—Aquí antes eso no pasaba —afirmó Karl-Erich—. Pero eso es el capitalismo. No solo tiene su lado bueno…
Ulli se esforzó por que no cayeran del todo los ánimos. Explicó que la empresa necesitaba ahorrar en personal para ser rentable, pero más tarde, cuando todo se estabilizara, volverían a contratar a la gente.
La expresión de Angela indicaba claramente que no opinaba lo mismo, pero calló y le dio a Mine su taza de café. Por supuesto, en ese momento la cafetera estaba vacía.
—Voy a hacer más en un momento —se ofreció Mine, y se levantó.
—Por mí no lo hagas —repuso Angela enseguida—. De todos modos tendremos que irnos pronto.
—¡Yo sí tomaría una tacita! —exclamó Karl-Erich, que en realidad solo podía tomar una taza al día por la tensión arterial, demasiado alta. Sin embargo, como el médico se había ido al Oeste y ya nadie le tomaba la tensión, pensaba que ahora podía tomar todo el café que quisiera.
—¿Ya os habéis enterado de que nuestra baronesa ha vuelto? —preguntó Mine, que trasteaba en el fuego con el hervidor.
—Me lo contó Kalle —contestó Ulli, al tiempo que agarraba la mano de Angela y la acariciaba.
Ella suspiró con impaciencia.
—Ya la habéis visto, a vuestra baronesa. Ahí sentada cómodamente en una toalla, con el sol dándole en la barriga —dijo con desprecio—. Esas sanguijuelas vuelven a salir ahora de todos los agujeros.
Ulli tampoco hablaba bien de la baronesa, sobre todo porque se había enterado de que Falko se acercaba a ella.
—Allí todos han conseguido poder y riqueza, esos Dönitz y Lambsdorf, o como se llamen. Y ahora se quejan de haberlo perdido todo…
Mine comprendió que Ulli exageraba un poco porque quería calmar a Angela, así que decidió ocultar su propia visión de las cosas.
Karl-Erich, en cambio, no llegó a tanto.
—No sabemos si es rica —repuso, estirado—. Ahora mismo vive en una cabaña de madera. Pospuscheit le ha alquilado la casa del inspector. —Primero tuvo que explicarles qué era la casa del inspector. O más bien qué había sido.
—Esto es una locura. —Ulli sacudió la cabeza—. Pospuscheit y la baronesa… No sé cuál de los dos es el mayor estafador.
—Para nosotros, sin duda Pospuscheit, ese maldito espía de la Stasi —repuso Karl-Erich.
Ulli asintió. Ya había oído hablar de eso, pero no estaba seguro de si era cierto. Lo único que sabía era que en el pueblo casi nadie soportaba a Pospuscheit ni a su Karin. Sin embargo, tampoco nadie rechistaba, porque les daba miedo.
—Seguro que la baronesa está a su altura —comentó Angela—. No va a dejar que le quiten lo que más quiere. Ya veréis, pronto volverán a ser suyos la mansión y el pueblo entero, y se quedará con la cooperativa agrícola de regalo. A esos el viento siempre les sopla de cara…
Mine se hartó. Franziska no merecía tanta malicia. Lo que ocurrió cuando llegaron los rusos no se lo deseaba a nadie. Pero ¿qué sabían los jóvenes de eso?
—La señora Von Dranitz no es de esas —aseveró en tono firme.
Angela soltó una sonora carcajada, casi histérica.
—¿Que no es de esas? ¡Esa sabe lo que puede conseguir! Se esconde ahí, en su cabaña, al acecho, esperando a su presa. A Falko ya se lo ha ganado. Está loco por ella, el perro…
Ulli le lanzó a su abuela una mirada de reproche.
—Angela tiene razón. ¡No me gusta que dejéis a Falko con ella!
Karl-Erich se levantó, indignado, al lado de Mine. ¡Primero les dejaba el perro con ellos en el pueblo y luego encima les daba instrucciones!
—¡Si no te gusta, te ocupas tú de tu Falko! Es joven y necesita movimiento. ¡Si no lo sacara a pasear Mücke, hace tiempo que nos habría destrozado la casa!
—¡Ahí lo tienes, Ulli! —exclamó Angela—. ¿No te he dicho siempre que el perro debería estar con Konradi? ¿Por qué no haces nada? Te quedas ahí sentado, quejándote y sin levantar el culo. Ve a buscar al perro, nos lo llevamos.
Mine se asustó. Por supuesto, volvió a decir lo incorrecto, pero esta vez de verdad.
—¿Llevaros el perro? ¿Y cómo se lo explico a Mücke? Le gusta tanto Falko…
Entonces se armó una gorda. A Mine le dio miedo lo pálida que se puso Angela, su voz chillona.
—¡A Mücke no tienes que darle ninguna explicación! Se baña desnuda en el agua para atraer a los hombres. Esa es muy astuta. «Le gusta tanto el perro», ¡no me hagas reír! ¡Esa es una ninfómana, y a Ulli se le cae la baba!
—Angela, por favor… Eso no es verdad —tartamudeó Ulli, abatido por el arrebato histérico de su media naranja—. Ni siquiera la he tocado.
Angela había pasado al llanto nervioso. Cuando su marido quiso abrazarla, le dio un empujón.
—¿Que no la has tocado? ¡Has salido detrás de ella a nado! ¡Porque querías verla desnuda con ese culo gordo!
Karl-Erich golpeó la mesa con la mano agarrotada por el reuma. La vajilla tintineó.
—¡Ya basta! Maldita sea. En nuestra casa no se discute. Eso podéis hacerlo en la vuestra. ¡Mine no ha hecho un pastel para que luego os peleéis como vulgares caldereros!
Angela empujó hacia atrás la silla llorando y se levantó de un salto, Ulli abrazó a su mujer y la llevó a la puerta.
Se detuvo un momento en el pasillo y miró afligido por encima del hombro a sus abuelos, que se habían quedado sentados en el salón, delante de la mesita de café.
—Hasta pronto —dijo—. Lo siento. Os llamo.
Mine y Karl-Erich no contestaron. Bebieron en silencio el café recién hecho, que Mine aclaró con agua caliente para Karl-Erich.