José del futuro caminaba con Melisa bajo el suave resplandor del sol de la tarde. Las hojas de los árboles, meciéndose con la brisa, caían lentamente alrededor de ellos, cubriendo el sendero del parque con tonos dorados y marrones. Era un momento de paz absoluta, algo que él jamás había imaginado que podría experimentar después de todo lo que había dejado atrás. La línea de tiempo en la que se encontraba ahora era distinta, sin las batallas, sin las tragedias, sin la carga de tener que salvar el mundo. Aquí, él era simplemente José, y a su lado estaba Melisa, su compañera, su amor.
Melisa, sonriendo suavemente, se aferraba al brazo de José, su mirada llena de ternura y calma. "Es hermoso aquí, ¿no crees?" dijo, con una voz suave, casi como si no quisiera romper el encanto del momento.
José la miró, sus ojos reflejando una paz que nunca antes había conocido. "Sí, lo es. Pero tú haces que todo sea aún más hermoso, Melisa."
Ella rió suavemente, un sonido que llenaba el aire con una calidez indescriptible. "Siempre tan exagerado", dijo, pero su sonrisa no desmentía el amor que sentía.
El parque estaba lleno de vida, pero para ellos dos, parecía que el mundo se había detenido. Las risas de los niños jugando, el canto de los pájaros en los árboles, todo era un recordatorio de la serenidad que ahora disfrutaban. José había dejado atrás una vida de lucha, de sacrificio, y aunque a veces sentía el peso de los recuerdos, sabía que había tomado la decisión correcta. Aquí, en esta nueva realidad, podía empezar de nuevo. Con Melisa a su lado, no necesitaba nada más.
"Gracias por estar conmigo, Melisa", dijo José, deteniéndose un momento para mirarla a los ojos. "Después de todo lo que he vivido, nunca pensé que podría encontrar la paz, pero tú me la has dado."
Melisa lo miró con amor, tocando suavemente su rostro. "No tienes que agradecerme. Este es nuestro tiempo, José. Lo mereces. Ambos lo merecemos."
El tiempo parecía detenerse mientras se miraban a los ojos. En ese momento, no había pasado, ni futuro; solo ellos dos, en el presente, caminando juntos hacia una vida tranquila, lejos del caos que alguna vez había definido su existencia.
En el presente, José, con apenas 9 o 10 años, caminaba solo por el parque del reino, un lugar donde la naturaleza y la belleza se fusionaban perfectamente. Desde que su padre, Victor, había fallecido, la vida había cambiado mucho. Él estaba acostumbrado a ver a sus madres ocupadas en diferentes responsabilidades, y aunque le faltaba la figura paterna, sabía que debía ser fuerte. Era joven, pero la ausencia de su padre lo había obligado a madurar rápidamente.
Mientras caminaba, sus pensamientos eran interrumpidos por la presencia de una familia que destacaba incluso en un lugar tan lleno de nobleza. Eran los reyes de un reino cercano, conocidos por su gran prestigio y poder. Delante de ellos caminaba una niña, de aproximadamente 11 años, tal vez un año mayor que José. Llevaba una corona pequeña y su vestido brillante casi competía con la luz del sol. Se notaba a primera vista que era una princesa orgullosa, con un porte petulante y una mirada altiva que no ocultaba el aire de superioridad con el que cargaba.
Cuando los ojos de la niña se posaron en José, su expresión cambió, como si lo evaluara en ese mismo instante. Levantó la barbilla y con una sonrisa arrogante lo miró de arriba a abajo.
—¿Tú? —preguntó la niña, con tono despectivo, deteniéndose frente a él—. ¿Eres hijo de alguien importante o solo estás aquí por casualidad?
José, que había aprendido a manejar las situaciones difíciles, no dejó que las palabras de la niña lo intimidaran. La miró con serenidad, aunque por dentro el comentario le molestaba.
—Soy José —dijo, sin revelar más. No tenía interés en presumir de su linaje, y menos ante alguien que lo subestimaba desde el principio.
La princesa arqueó una ceja, intrigada por la falta de reacción de José. Estaba acostumbrada a que todos se doblegaran ante su presencia, y que él se mantuviera firme la irritaba un poco.
—Mis padres son reyes de uno de los reinos más grandes de este mundo —añadió ella, al ver que él no decía nada más—. No sé quién eres, pero no pareces muy impresionante.
José respiró hondo, sabiendo que debía mantener la calma. Había crecido bajo la sombra de un héroe, y aunque era solo un niño, comprendía que su valor no dependía de demostrarle nada a nadie, mucho menos a alguien tan altiva.
—No todo lo que es importante se puede ver —respondió José, con tranquilidad—. No me subestimes solo porque no lo aparento.
La niña frunció el ceño, claramente sorprendida por su respuesta, pero antes de que pudiera decir algo más, uno de los sirvientes de la familia real se acercó y la llamó. Ella lo miró, luego a José, y con un gesto altivo dio media vuelta.
—Supongo que ya veremos qué tan importante eres algún día —dijo ella antes de marcharse con su familia.
José la vio irse, y aunque la situación lo había incomodado, una pequeña sonrisa se formó en su rostro. Sabía quién era, y aunque la ausencia de su padre le pesaba, también entendía que su valor no dependía de cómo lo veían los demás.
Mientras José corría hacia los asaltantes, sintió cómo su corazón latía con fuerza. Era joven, pero sabía que en ese momento tenía que actuar. Los ojos de Melisa, tan orgullosos y fríos minutos antes, ahora mostraban una mezcla de miedo y vulnerabilidad mientras sus padres, Tekila y Vodka, miraban aterrados. El brillo de las joyas robadas en las manos de los delincuentes parecía nada comparado con la sombra de violencia que amenazaba con caer sobre la familia.
Cuando José llegó al primer ladrón, el mundo pareció ralentizarse. Su respiración era pesada, pero su enfoque, agudo. El golpe que dio fue certero, pero los músculos de su brazo dolieron al sentir el impacto contra la dura muñeca del ladrón, haciendo que este soltara su cuchillo. Al ver la cara de sorpresa y rabia del asaltante, José supo que no había vuelta atrás.
—¡¿Un niño?! —gritó uno de los asaltantes, completamente incrédulo ante la valentía del joven. Pero en su desconcierto, José ya había alcanzado al segundo, derribándolo con un ágil barrido de piernas.
El tercer asaltante, mucho más rápido, cargó hacia José con un grito de furia. El sudor le resbalaba por la frente mientras intentaba alcanzar al chico con su navaja. Por un breve instante, José sintió el filo rasgar su camisa, pero con un giro inesperado de su cuerpo, logró evitar el golpe fatal. Las miradas de Tekila y Vodka, horrorizadas y al borde de las lágrimas, lo observaban desde la distancia. José sabía que no podía fallar.
Con un último esfuerzo, lanzó su puño hacia el tercer ladrón. El golpe resonó en el aire, y el hombre cayó al suelo con un gemido. El sonido de los cuerpos inertes de los asaltantes se mezclaba con el latido acelerado en los oídos de José, mientras él se quedaba jadeando, con las manos temblorosas. Había ganado... pero la tensión aún no se había disipado de su cuerpo.
Tekila, su madre, rompió el silencio primero. Sus ojos brillaban, no solo de gratitud, sino también de lágrimas no derramadas.
—¿Cómo...? —balbuceó, tratando de entender cómo un niño de solo diez años había logrado enfrentarse a tres adultos armados y proteger a su familia. Se acercó con pasos vacilantes—. No tengo palabras... nos has salvado la vida.
El padre de Melisa, Vodka, quien siempre había sido un hombre duro e imponente, ahora se veía vulnerable. Con su voz grave y cargada de emoción, se acercó a José y puso una mano pesada en su hombro.
—Nos has demostrado más valor que muchos soldados en mis ejércitos —dijo, su voz ronca—. Nunca podré pagarte lo que has hecho por mi familia.
José, aún temblando de adrenalina, trató de mantener la calma. Se enderezó, respirando profundamente. Su mirada se cruzó con la de Melisa, quien hasta entonces no había dicho ni una palabra. La chica, que hasta hace unos momentos lo había mirado con desdén, ahora parecía pequeña, frágil, abrumada por lo que acababa de presenciar. Su orgullo se había hecho añicos, reemplazado por una mezcla de vergüenza y agradecimiento.
—Lo siento —murmuró Melisa, su voz temblando—. Fui una estúpida. Te juzgué... mal.
Su confesión resonó como un eco en el aire, y José simplemente asintió, sin palabras de reproche. No necesitaba decir nada. La valentía que había demostrado hablaba por sí sola.
Tekila, con lágrimas en los ojos, se acercó más y abrazó a José. El calor de su abrazo le hizo recordar lo mucho que extrañaba a su propio padre. El peso de la pérdida y la ausencia de Victor se sintió más fuerte en ese instante, pero José no dejó que las emociones lo desbordaran. Sabía que, aunque su padre ya no estaba, debía ser el hombre que él hubiera querido que fuera.
—Gracias —susurró Tekila al oído de José—. Eres un héroe, tal como lo fue tu padre.
Con esas palabras, José sintió un nudo formarse en su garganta. Recordar a su padre le dolía, pero al mismo tiempo, lo llenaba de una fuerza que nunca había sentido antes. Su sacrificio, su valentía, todo lo que había aprendido de él... ahora entendía lo que significaba ser un protector.
Mientras el sol se ocultaba en el horizonte, José se quedó mirando a la familia que había protegido. Melisa, quien antes lo había subestimado, ahora lo miraba con un respeto profundo. Sin embargo, José no buscaba elogios ni recompensas; solo quería honrar la memoria de su padre y proteger a los inocentes, tal como él lo habría hecho.
Con una última mirada a los asaltantes derrotados en el suelo, José supo que había cumplido con su deber, y aunque aún era joven, estaba destinado a grandes cosas, tal como su padre lo había estado.
A pesar de la situación, Melisa, intentando ocultar su orgullo herido, se acercó a José con una expresión más serena, aunque la soberbia aún flotaba en su semblante.
—¿Puedo hablar contigo en el parque? —le preguntó, tratando de sonar casual, como si no acabara de presenciar su propia vulnerabilidad.
José la miró, sorprendido, pero asintió lentamente. No había resentimiento en su corazón; si algo había aprendido, era que las apariencias podían ser engañosas, y que cada persona tenía sus propias luchas internas. Juntos, caminaron hacia el parque cercano.
El lugar era tranquilo, con el suave canto de los pájaros y el sonido de las hojas movidas por el viento. A pesar de la reciente tensión, el ambiente parecía envolverlos en una calma casi irreal. Ambos se sentaron en un banco bajo la sombra de un gran árbol. Al principio, el silencio entre ellos era incómodo, como si no supieran por dónde empezar.
—Bueno... —comenzó Melisa, cruzando los brazos y mirando al suelo—. Supongo que te debo una disculpa por cómo te traté antes. No esperaba que fueras... bueno, así.
José observó su lenguaje corporal. La altivez de Melisa seguía presente, pero detrás de su fachada, podía sentir que había algo más. Quizás, una lucha por admitir que estaba equivocada, una lucha contra su propio orgullo.
—No importa —respondió José con un tono suave, sin rastro de amargura—. Todos cometemos errores.
Melisa lo miró por un momento, sorprendida por su respuesta. Estaba acostumbrada a que la gente se ofendiera fácilmente o buscara demostrar su superioridad. Pero José no parecía interesado en hacerla sentir mal, lo cual le resultaba desconcertante.
—¿Cómo lo haces? —preguntó ella de repente—. No entiendo cómo puedes ser tan... tranquilo después de lo que pasó.
José sonrió levemente y miró el horizonte.
—Supongo que he tenido que aprender a lidiar con muchas cosas —dijo—. Mi padre siempre me enseñó que hay que mantener la calma, incluso cuando las cosas se ponen difíciles. Y, bueno... ya no está, pero quiero hacerle honor.
Melisa bajó la mirada, mordiéndose el labio. Aunque aún intentaba mantener su compostura, algo dentro de ella se quebraba poco a poco.
—Debo admitir que nunca he conocido a alguien como tú —dijo, su tono más suave que antes—. Mis padres siempre me han dicho que debo ser fuerte, que no puedo mostrar debilidad. Pero... después de lo que pasó hoy, me di cuenta de que ser fuerte no es lo que pensaba.
José la escuchaba en silencio, dejándola procesar sus pensamientos.
—Siempre pensé que la fuerza era tener control sobre los demás, no mostrar miedo... pero hoy... —Melisa vaciló, buscando las palabras correctas—. Me sentí débil. Y tú... tú no tuviste miedo, aunque yo lo hubiera hecho.
José frunció el ceño, pensando en cómo responder. Finalmente, habló con sinceridad.
—No es que no tuviera miedo —confesó—. Sentí miedo, pero me di cuenta de que había personas a las que debía proteger. Mi padre me enseñó que ser fuerte no es no sentir miedo, sino actuar a pesar de él.
Melisa lo miró fijamente, reflexionando sobre sus palabras. Por primera vez, dejó caer un poco más de esa barrera de arrogancia que tanto la protegía.
—Quizás debería aprender a ser más como tú —murmuró, casi para sí misma.
—No necesitas ser como yo —respondió José, sorprendiéndola con su respuesta—. Solo tienes que ser tú misma, pero sin miedo a ser más honesta contigo misma y con los demás.
El silencio volvió a caer entre ellos, pero esta vez era un silencio más cómodo, como si ambos estuvieran procesando una nueva realidad. La arrogancia de Melisa, aunque aún presente, parecía haberse suavizado un poco, y José, a pesar de su juventud, sentía que había ayudado a alguien a ver el mundo de una manera diferente.
Finalmente, Melisa se levantó del banco, mirando a José con algo que parecía una mezcla de respeto y curiosidad.
—Gracias —dijo con un leve asentimiento de cabeza—. Por todo.
José solo sonrió, observándola mientras se alejaba. Había algo en esa conversación que lo hacía sentir más fuerte, no solo físicamente, sino también emocionalmente. Sabía que ese no sería el último encuentro con Melisa, pero por ahora, ambos habían dado un pequeño paso hacia un entendimiento mutuo.
Fin.