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V

Abrí los ojos y me encontré hecha un ovillo sobre las flores. El sol aún brillaba en el cielo, pero supe que había pasado un tiempo desplomada en el prado. Missendra, a mi lado, me sonreía con sincera comprensión y con una curiosidad mal disimulada.

Después de que ahorcaran a las Sibilas, algunos ciudadanos se habían acercado a sus cadáveres portando antorchas. El fuego había hecho cenizas los livianos vestidos que las cubrían antes de comenzar a derretir su piel. Todo se había convertido en llamas, caos y represalias. Había llegado a percibir el calor en mi propio cuerpo hasta que la quemazón me dificultaba respirar.

Jamás había sentido tanto miedo, tanta angustia, tanto dolor.

Me quemaba.

Essandora desaparecía en un recuerdo mostrado por la emperatriz

hechicera y yo me quemaba.

No sabía cómo ni por qué había ocurrido, pero estaba tan

abrumada que, de repente, todo se transformó en noche delante de mis ojos y perdí la conciencia.

Me incorporé y me limpié las briznas pegadas a la mejilla. —¿Qué ha sucedido? —Mi voz fue solo un murmullo ronco.

—Has vivido demasiadas emociones, que acabaron por despertar tu magia. Cuando no eres capaz de controlarla, se libera como puede. Puede llegar a doler. Tú te has desmayado.

Se encogió de hombros, quitándole importancia a la reacción de mi cuerpo, pero yo sabía que cada detalle contaba. Y era verdad: dolía. Había notado el fuego ablandando mi carne. La asfixia del humo entrando en mis pulmones. La aflicción de perder un hogar amado. Había sufrido el miedo de Essandora en mi propia piel.

Recordé todos aquellos ataques de pánico que me angustiaban en la Casa Verde cuando llegaba el invierno. Tal vez la magia también había tenido algo que ver con ellos. Esa sensación de encierro que no era por estar entre cuatro paredes, sino como si me sintiera presa de mí misma. Igual que si una fuerza desconocida tirase de mí desde dentro.

Nos mantuvimos en silencio. Alcé la vista al sol y me serené con el calor de sus rayos sobre el rostro. Missendra me imitó y, por un instante, todo desapareció y casi parecimos dos mujeres disfrutando de la placidez del verano.

Sin embargo, no lo éramos. Daba igual lo que me esforzara por olvidar, la vida seguía su curso y yo estaba enlazada a ella.

Suspiré y reuní fuerzas para obtener respuestas que sabía que iban a hacerme aún más daño; también para realizar la pregunta más determinante de todas:

—Si ellas no mataron a los niños, ¿quién lo hizo? La historia está llena de testimonios sobre los cadáveres.

Missendra asintió con pesar.

—Hubo una epidemia de fiebre gris en las zonas más empobrecidas del reino. La corona lo ocultó para evitar represalias

por la falta de recursos para esa parte de la población, y los rumores malintencionados sobre las Sibilas hicieron el resto.

—Y, si lo de los niños asesinados fue un engaño, ¿por qué se las condenó? ¿Qué pretendía Dowen con eso?

Missendra dejó escapar su desaliento en un largo suspiro.

—El ser humano siempre ansía más poder, Ziara. Su espíritu tiene muchas cualidades, pero también es egoísta, envidioso y rencoroso. Las Sibilas suponían un obstáculo para tu raza. Aún éramos pocos, pero, de seguir engendrando, la diosa Luna formaría un ejército de cientos más fuertes que mil hombres. Habríamos sido imparables, más aún con el apoyo de otras razas mágicas silenciadas durante mucho tiempo. Tu rey no podía consentir que el ser humano perdiera lo conseguido durante siglos. Los hombres habían gobernado sobre la tierra, amansado bestias y hasta llegado a islas surcando mares. Tu rey no iba a quedarse sentado mientras existieran unos seres superiores a él capaces de acabar con su reino de un soplido.

Me tensé al sentirme parte de algo tan despreciable y odié de nuevo con furor a Dowen y todo lo que representaba.

¿Hasta dónde podía llegar la avaricia de los hombres?

Pese a todo, aún me quedaba por conocer la otra parte de la historia. Las consecuencias de aquellas muertes que jamás podría borrar de mi cabeza. La imagen de las diosas blancas muriendo y ardiendo después bajo el fuego de las antorchas de los ciudadanos me perseguiría para siempre. El comienzo de una guerra que acabó con otros asesinatos aún peores.

Recordé los episodios que me habían relatado los ancianos de Asum con ojos llorosos. Aquellas primeras matanzas de mujeres que

habían llevado a las supervivientes a ocultarse en escondites oscuros en las montañas con la esperanza de no ser cazadas. La muerte de la madre de Redka y de muchas otras; ancianas, jóvenes, niñas. El relato de Missendra me apenaba, pero eso no los resarcía de sus propios pecados.

Cerré los ojos y noté una ira desconocida subiéndome por la garganta.

—Matasteis a las mujeres. No fuisteis mejor que él.

La emperatriz bajó la mirada y supe que aquella parte de la historia le desagradaba tanto como a mí.

—No, no lo fuimos. Nuestra parte humana fue la que primó entonces. Las diosas jamás hubieran luchado contra el destino, ellas conocían cómo eran los hombres que gobernaban estas tierras y sabían que aquel día, antes o después, llegaría. Pero, en cambio, la sangre humana de Lithae hace que el espíritu de sus hijos sea distinto.

Era cierto que aquellas figuras blancas no tenían nada que ver con los seres que yo había conocido. Arien, Missendra, Cenea..., y muchos otros con los que había comenzado a convivir y que distaban del espíritu etéreo de sus madres.

Me imaginé a una Missendra más joven y temblé. ¿Y si ella...? ¿Y si Arien...?

—¿Tú...?

—No.

—¿Y Arien?

Me sonrió con una melancolía que destilaba cierta decepción. Me

estremecí.

—Arien era joven y un tanto inconsciente.

—¿Eso es un sí?

—Es una excusa para que él te responda las preguntas que le conciernen.

Pensé en la posibilidad de que Arien fuera uno de esos que habían asesinado sin remordimientos y quise llorar, pero me contuve. Ya había descubierto demasiado como para averiguar también que el Hijo Prohibido bueno y justo que me había salvado la vida en varias ocasiones contara a su vez con muertes sobre sus hombros. Sabía que había luchado; sin embargo, una cosa era defender a su pueblo y batallar con unas consecuencias que no podía controlar, como hacía Redka, y otra muy distinta matar a humanos inocentes que no pudieran defenderse.

Me había costado un gran esfuerzo, pero había llegado a aceptar que las manos de Redka estaban llenas de la sangre de aquellos que también luchaban. Era como un juego en el que debía elegir si la sangre derramada sería la suya o la de su enemigo.

No obstante, los asedios con los que la Gran Guerra comenzó fueron una caza masiva de inocentes que ni siquiera sabían levantar una espada.

—¿Quién decidió que así fuera?

—Entonces no teníamos emperatriz. Habíamos crecido bajo el ala de las Madres, en un entorno tan mágico y ajeno a todo que nos perjudicó cuando fue ese propio mundo del que se nos apartaba el que rompió la paz. Nunca habíamos salido de esa burbuja de felicidad ni tampoco nos habían preparado para una pérdida igual. Las Madres nos enseñaron mucho, pero no a gestionar emociones tan fuertes como las que se despertaron tras su muerte. Ziara, ni siquiera habíamos vivido aún una entre los nuestros... —Missendra

sacudió la cabeza y sonrió con tristeza—. Tampoco nos permitieron defenderlas, y eso hizo que, al despertar de su encantamiento y averiguar lo sucedido, el agujero de dolor fuera aún más grande. Nos pilló desprevenidos, llenos de odio y con poderes y capacidades con los que devolver ese dolor. Así que...

—Lo hicisteis.

—Sí. Los hijos de más edad eligieron el camino directo. Mataron a madres delante de sus hijos. Arrasaron aldeas que no contaban con la protección real, familias de campesinos sin recursos que ni siquiera estaban al tanto de lo ocurrido. Personas inocentes con las que calmaban la sed de venganza por unos instantes, aunque al poco solo vieran su aflicción aún más alimentada. Pronto nos dimos cuenta de que no servía de nada. Además, lamentablemente, os necesitamos.

—¿Por qué? —pregunté sorprendida.

La mirada de Missendra se perdió en el horizonte.

—Nuestros padres tienen sangre humana. Desde que las Sibilas

murieron no hemos sido capaces de reproducirnos entre nosotros. Por culpa de la guerra cada vez somos menos, Ziara, y los Hechiceros de Lithae son viejos y no ha vuelto a aparecer ninguno nuevo.

Esa revelación lo cambiaba todo y yo no sabía cómo sentirme al respecto. Una parte de mí había experimentado una alegría desbordante, era esa parte que los había odiado durante toda la vida y los culpaba; me resultaba muy difícil desprenderme de quien había sido hasta hacía poco tiempo. Sin embargo, otra parte, nueva e inesperada, había percibido un cierto desasosiego, porque en mi

interior había aceptado que algo de ellos corría por mis venas, me había hecho ser quien yo era y ya les debía demasiado.

—¿Os extinguís?

«Nos extinguimos», corregí en mi mente, aunque ni siquiera sabía si aquella afirmación era o no correcta. De nuevo la sensación de encontrarme en un punto intermedio sin llegar a pertenecer del todo a ningún sitio.

—Es posible. Sin hombres no habrá nuevos Hechiceros y, sin ellos, nosotros jamás hubiéramos surgido.

—Tampoco las tenéis a ellas —dije sin intención de hacerle daño, solo necesitaba entender el origen de sus creencias.

—Nos faltan las Sibilas, es cierto, pero aún tenemos la esperanza de que el linaje de la Luna y su magia puedan seguir vivos, aunque sea de nuevas formas. Tú y yo somos una muestra de que quizá sea posible.

Missendra me sonrió con cierta inquietud y me estremecí al comprender lo que intentaba decirme. En ambas vivía la magia de la Luna, pero éramos dos seres diferentes dentro de su mundo. Ella, más hechicera que Hija de la Luna, y yo, medio humana. Vi mis dos razas como una espiral sin principio ni fin. Dos linajes enfrentados, pero también unidos por un origen que compartíamos y que nos hacía esclavos.

De pronto, mi papel en Faroa comenzó a cobrar sentido. ¿Era acaso aquello lo que deseaban de mí? ¿La posibilidad de dar vida a alguna criatura en cuya sangre corriera la magia de la Luna? ¿Para eso me habían estado buscando con tanto ahínco?

Me tensé y ella se percató de mi nerviosismo.

—No esperamos nada de ti que tú no quieras darnos, Ziara.

Tragué saliva y aparté la vista.

—Entonces ¿por qué estoy aquí?

—Porque tú también eres Hija de la Luna y era tu derecho saberlo.

Igual que nuestro deber es ofrecerte un hogar, una familia y la protección que necesites. Eres la única posibilidad de futuro que conocemos.

Missendra jugueteó con una flor entre los dedos, pero no llegó a arrancarla, solo la rozó con dulzura y creí ver que sus pétalos se movían, como si le acariciaran la yema a su vez mientras ella los teñía de polvos de oro que brillaban más que sus motas de plata.

¿Serían mis manos capaces algún día de crear esa luz? ¿Sería mi cuerpo capaz de cargar con la responsabilidad de todo un linaje? Sacudí la cabeza para apartar aquel peso tan grande y me centré en todas aquellas preguntas que aún estaban veladas para mí.

—¿Y el concilio?

Sabía que Dowen se había visto obligado a firmarlo si quería que los Hijos de la Luna cesaran en su masacre. De no hacerlo, habría condenado a su raza a la posible extinción, Hermine no me había mentido en eso. Aunque no terminaba de comprender el porqué de que Missendra y los suyos le encontraran un sentido.

—El concilio nos llegó de manos de los Antiguos Hechiceros. Una guerra deja de tener motivos si ambos bandos pierden y tuvimos que encontrar una mano neutra que reestableciera el equilibrio.

—La profecía.

—Exacto. Egona anunció que el futuro se le había mostrado en sueños. Que nuestro mundo aún cabía en él, pero para que así fuera debíamos firmar lo que ellos consideraran. Nos presentaron las bases del concilio y aceptamos.

—Sé por qué firmó Dowen, pero ¿y vosotros? ¿Qué ganáis con él? Missendra frunció los labios.

—No lo sabemos.

—¿Confiasteis sin más en la palabra de Egona? ¿Sin conocer el

contenido de la profecía?

Sacudió la cabeza con desesperanza.

—Es lo único que tenemos, Ziara. Además, una parte del concilio

os castiga, así que los que estaban a favor de la venganza también lo vieron con buenos ojos. El hechizo os esclaviza. Nos arrebatasteis el amor más puro, así que las uniones responden a un castigo. Nos robasteis la posibilidad de perpetuarnos, así que vosotros tampoco lo haréis por amor mientras la guerra continúe.

Tenía su lógica, aunque esta fuera un tanto cruel.

—Deberíais odiarme por ser humana, aunque también sea hija de Essandora —murmuré más para mí misma que para ella.

Pese a todo, la esperanza iluminó su mirada y su voz se tiñó de una ilusión que creí que nunca tendría cabida en una situación tan triste como en la que nos encontrábamos.

—Independientemente de lo que tú puedas hacer por el futuro de nuestro linaje, te vi, Ziara. En un sueño. En él, tú aparecías como la esperanza de todo Cathalian. Mitad plata, mitad humana. Te acercabas al trono de Onize y lo hacías cenizas con tus dedos.

—Eso no tiene sentido.

Sin embargo, un escalofrío me recorrió desde la nuca hasta los pies cuando me reveló su verdad, la misma por la que habían depositado su confianza en mí de un modo tan natural. Missendra había visto una imagen que no me era ajena. Una escena que, si bien no había entendido en su momento y que distaba un poco de la

de la emperatriz, de repente cobraba una importancia sin igual. Recordé mi propio sueño, aquel que me había mostrado por primera vez a Redka, sus ojos fieros y los dibujos de su piel. Había salido de la Casa Verde descalza con mi camisón blanco, como una Sibila de la Luna, y había caminado hasta el comienzo del Bosque Sagrado. Allí, en un claro, rodeada de luz y de motas de polvo mágico, me había encontrado con una butaca blanca tan resbaladiza que parecía de hielo. Al rozarla con los dedos, el calor que desprendían la había convertido en agua.

De pronto, aquella ensoñación cobraba un significado, igual que lo habían tenido mis sueños anteriores.

No se trataba de una butaca.

Era un trono.

El trono del mismísimo Dowen de Cathalian.

Un trono que se desvanecía bajo mis manos.

Decidí ser cauta antes de compartir esa revelación con nadie.

Apreté los dientes en un intento por controlar mis emociones desbordadas, y para evitar que la magia que habitaba en mí se liberase de algún modo que pudiera delatar mi inquietud frente a Missendra.

—Ya lo sé, Ziara. Sé que no tiene sentido, pero por eso estás aquí. Por eso te hemos estado buscando años, desde que Arien te perdió la pista en el claro de agua de la granja, porque debemos encontrar la razón de ese sueño. Y para ello, cuando estés preparada, tú y yo viajaremos a Lithae. Llevan años esperándote.

Contuve el aliento, impresionada ante la idea de que alguien como yo entrase en aquel respetado lugar que casi nadie pisaba. Solo quien fuera invitado por los Antiguos Hechiceros podía hacerlo.

—¿Cómo es Lithae?

Missendra sonrió ante mi curiosidad.

—Caluroso. Seco. Silencioso.

Asentí y noté de nuevo el miedo por no ser lo que todos

esperaban de mí, aunque la emperatriz me obligó a apartar esos pensamientos de mi mente con un simple gesto. Se deshizo del guante y la quemadura apareció abultada y rojiza sobre su oscura piel. Una herida que yo le había provocado sin saber cómo. Fui consciente de que no solo era una marca, sino que la había dañado y eso sí que me aterrorizaba.

—¿Qué sucedió? ¿Cómo lo hice?

—No lo sé.

Alcé las cejas, sorprendida porque su incertidumbre fue visible y

totalmente inesperada. Ella era la que tenía las respuestas, no la que lanzaba más preguntas.

—¿Cómo que no lo sabes? ¿No es una de vuestras capacidades?

Missendra negó con la cabeza y perdí ese equilibrio que creía que estaba recuperando al conocer la verdad sobre mi pasado; pero no, mi mundo volvía a desestabilizarse y se mostraba de nuevo incontrolable, imprevisible y desconocido.

—Eso es lo que no comprendo, Ziara. Sé que eres medio humana y por eso quizá tus poderes no sean exactamente como los de los demás Hijos de la Luna. Igual que sé que yo existo, diferente pese a ser parecida en apariencia a mis hermanos, y que eso nos abre un mundo de posibilidades, pero esto...

Giró su mano y observó con lentitud la carne quemada por el calor que había salido de la mía. Reparé en el temor que inundaba sus ojos, el mismo que había percibido cuando la chispa saltó entre

nosotras y el medallón de piedra cayó sobre el suelo partido en dos. Un escalofrío me recorrió la espalda, un presentimiento desconcertante de que aún me quedaba demasiado de mí misma por descubrir y que, cuando lo hiciera, lo revelado no tendría por qué gustarme.

—¿Qué es lo que ocurre, Missendra? ¿De qué tienes miedo?

Apartó la mirada de su mano, un tanto turbada por mi franqueza, que dejaba al descubierto la vulnerabilidad de la emperatriz. Yo no aparté la mía en ningún momento. El temor ante ese nuevo secreto fue sustituido por una inquietud que necesitaba paliar. Noté un picor en la nuca y el corazón desenfrenado. También calor. Un calor que ella vio reflejado en el brillo de mis ojos al contemplar su palma dañada.

—De que la tuya no es solo magia de la Luna, Ziara.

—¿A qué te refieres? ¿Qué soy, Missendra? ¿Qué es lo que tengo? —Lo desconozco. Solo sé que, mientras no lo averigüemos, debes

mantenerlo en secreto.

Estiré las manos con las palmas hacia el cielo y las observé como

nunca había hecho. Yo no era diferente. No era más que una chiquilla de pelo indomable y una curiosidad un tanto peligrosa, pero nada más. Tal vez había algo en mí heredado de Essandora, como esos presentimientos que me alertaban del peligro, pero era más humana que ninguna otra cosa y eso me hacía débil. Esa era mi única verdad.

No obstante, sentía una tirantez nueva en la boca del estómago. Unos hilos que me azuzaban en forma de calor y que acababan en la yema de mis dedos. Una llama apagada que se revolvía y chocaba

con el frío de la piedra lunar que colgaba de mi cuello. Un espíritu desperezándose con cada bocanada de aliento.

Arien me esperaba sentado en la ventana de mi árbol. Encajaba con su forma circular como si su cuerpo se hubiera creado para ese molde. Su pelo oscuro destacaba bajo el brillo de la luna y sus ojos grises centellearon al verme. Siempre le sucedía. Desde el primer día que nos habíamos cruzado en el Bosque Sagrado había atisbado espirales bailando en ellos, pero, por fin, sabía que su presencia se debía a que para él yo era importante. Sangre de su sangre. Compartíamos un vínculo vital que era esencial para los Hijos de la Luna. En Faroa, el hogar lo era todo, y yo formaba parte del suyo.

—Has tardado.

—¿Cuánto llevas aquí?

—Aún brillaba el sol.

Sonrió y me senté frente al tocador para deshacer mi trenza. El

alivio al soltarme el cabello fue reconfortante. A través del espejo, Arien me observaba con su confianza de siempre.

Desde el día que desperté en esa casa, él había velado por mí. En realidad, no recordaba ningún instante compartido con Arien en el que no hubiera sentido su protección. Pese al miedo infundido hacia los suyos, jamás lo había temido. Siempre había confiado en su palabra. La familiaridad que había despertado en mí cuando me subió de un salto a aquel árbol en el Bosque Sagrado debía haberme dado una pista de que compartíamos algo innato. Un instinto que, por mucho que desconociera, existía. Aunque una parte de mí recelaba. Quizá era más humana de lo que creía y saber que me

había traído hasta Faroa por su propio interés había herido mi orgullo. Fuera por el motivo que fuese, lo había estado evitando y él había aceptado mi rechazo con infinita cortesía.

—¿Has descubierto ya lo que querías?

Dejé de cepillarme el pelo y nuestros ojos se cruzaron. Las imágenes se deslizaron en mi cabeza. Las Sibilas de la Luna. Mi nacimiento. La ejecución pública. El dolor de Essandora reflejado en mí. Mi madre adoptiva acogiéndome en una vieja cabaña. Las muertes innecesarias que Missendra no me había mostrado, pero que fueron la respuesta de los huérfanos ante el castigo de Dowen. Tanta maldad, tanto odio, tanta tristeza que quise centrarme en lo único bueno que había sentido en las visiones de la emperatriz.

—La he visto.

Su expresión se tornó dulce, triste y desesperanzada como jamás pensé que sería posible en un ser de tal fuerza.

—¿Has visto a Madre? —La necesidad de su voz me estremeció.

Podría haberle explicado que mis sentimientos resultaban contradictorios. Que en mi interior se estaba librando una batalla entre quien había sido, quien era y quien debía llegar a ser. Que descubrir mi origen me había supuesto más angustia que gozo.

Sin embargo, las únicas palabras que pude pronunciar fueron del todo inesperadas, aunque no por ello menos sinceras.

—Era... Era bellísima.

Él sonrió y su destello de plata llenó de brillo la habitación.

—Lo era, y no solo por fuera.

Recordé la imagen al completo, aquellos hijos de Essandora

bailando a su alrededor como si ella fuese el eje de su mundo. Porque lo era. Por fin lo entendía.

—También te he visto a ti.

—Yo mejoro con los años —bromeó.

Sonreímos y me volví. Lo encontré a medio camino, arrodillado

frente a mí. Sus manos acariciaron las mías y sentí una calidez especial en el pecho. Un sentimiento indescriptible que jamás me había despertado nadie y que no comprendía cómo podía nacer de un modo tan natural y visceral. No conocía a Arien, no había compartido con él más que un puñado de encuentros extraños que habían acabado en traición a mi raza y, pese a ello, mi corazón lo reconocía. No sabía si siempre había sido así o si sucedió en aquel mismo instante, pero Arien encontró un hueco dentro de él y se asentó para siempre.

—¿Quiénes eran los otros? —pregunté al recordar a los dos Hijos de la Luna que lo acompañaban en la visión de Missendra.

Sus ojos se velaron y su respuesta me golpeó antes de que le pusiera voz.

—En la guerra no solo matamos, Ziara, también morimos.

Alcé la mano y la posé en su mejilla. Palpé su desconsuelo. Su dolor, tan intenso que traspasó su piel y se fundió con la mía.

Los humanos no sabíamos nada sobre los Hijos Prohibidos. Ellos sentían tanto que ese sentimiento se convertía en tuyo, se transformaba en aire que respirabas y que se te colaba hasta que su emoción te pertenecía.

Me di cuenta al paladear su desesperanza de que Arien lo había perdido todo; que yo era lo único que le quedaba. Una ternura infinita me aturdió.

—¿Cuántos años tienes?

Se separó de mí y se sentó en el suelo con las piernas cruzadas como un chiquillo travieso.

—Cumplí doscientos treinta y siete el último invierno.

—Por los dioses... —susurré asombrada.

Él sonrió y lo observé maravillada. Porque su cuerpo era tan joven,

su expresión tan aniñada aún... que costaba comprender que aquello fuera posible. Hasta eso me ayudaba a entender que cada raza se regía por sus propias reglas, incluidas las temporales, y los Hijos de la Luna parecían estar todos en el esplendor de la vida. Ya no había niños, tampoco adultos en la madurez, sino que todos habitaban una juventud eterna.

—Yo era el mayor de los tres. Essandora no tuvo más hijos puros. Las demás Madres procreaban constantemente con los Antiguos Hechiceros y los contaban por decenas, pero ella... —Sacudió la cabeza con decepción y su expresión se turbó—. Solía relacionarse más de lo debido con los humanos. Supongo que la magia es sabia y evitaba que nacieran híbridos.

Fruncí el ceño, porque aquella información volvía a no encajar con lo que sabía. Essandora ya me había contado que ningún híbrido había vivido en Faroa, pero eso no significaba que no estuvieran en otro lugar.

—Hermine me habló de los híbridos. Dijo que existían y no solo de humanos. Que los instintos de las Sibilas eran fuertes en luna llena y que solían dejarse llevar por ellos.

La tensión que envolvió a Arien fue palpable; su ira contenida; su frustración.

—¡Mentiras! Una más de tantas para moldear la historia al antojo de un rey miserable. La realidad es que, antes de ti, solo habían

nacido tres híbridos de la Luna. Ninguno humano, ninguno fue aceptado en Faroa y, pese a que las Madres les buscaron un buen hogar, ninguno sobrevivió a los primeros años de vida. —Tragó saliva y contuve el aliento cuando posó los ojos en mí con su esperanza habitual—. Solo el cuarto. Solo tú.

En su mirada pude leer que se preguntaba por los motivos y que eso apoyaba nuevamente su creencia de que había algo diferente en mí. Preferí no pensar en ello y me centré en continuar aprendiendo no solo de un linaje del que sabía poco, sino también de Arien.

—¿Cuánto vivís?

—No lo sabemos con exactitud. Somos un linaje joven. El mayor de todos los Hijos de la Luna está cerca de los cuatrocientos años. Hemos muerto en la batalla, pero ninguno por viejo.

—Por los dioses...

—Pero somos pocos, Ziara. Eso limita nuestra supervivencia como especie. Más aún desde que ellas murieron. No ha nacido ningún Hijo de la Luna desde entonces.

Asentí con comprensión. Su preocupación era tan honda como su odio por las leyendas que los humanos se habían inventado sobre su raza.

—Me lo ha confiado Missendra.

—No podemos perpetuarnos con los Antiguos Hechiceros, nuestros padres, y entre nosotros nadie lo ha logrado nunca. — Suspiró con cansancio y su mirada se perdió en la ventana circular—. Algunos ven el fin de la magia de la Luna demasiado cerca y están nerviosos.

Me percaté de que todo se resumía en eso. Para los Hijos de la Luna la guerra había sido un modo de venganza, pero su principal

razón para firmar el concilio y dejar de luchar no era otra que encontrar una salida para los suyos. Cuantos más murieran, sus posibilidades menguaban. Cuanto más tiempo pasara sin hallar una solución, su futuro se tambaleaba. Que yo fuera el origen de su esperanza me inquietaba, pero asumía que tampoco debía de ser fácil para ellos que fuera una humana.

—Siento lo que pasó con las siete Madres, Arien. Odio que la mitad de lo que soy forme parte de aquello.

—No eres culpable de la maldad de tu rey.

—Tampoco lo eran los que vosotros matasteis después.

Apartó la mirada y noté las lágrimas antes de que se derramaran.

También supe que mis miedos habían sido certeros y que el Arien que tenía delante, el mismo comprensivo, justo y noble, en algún punto del camino se había visto nublado por el dolor y la necesidad de venganza. Sus manos estaban sucias. Sus remordimientos también brillaban en su mirada en forma de tormenta gris.

—No puedo cambiar el pasado, Ziara, pero sí que puedo luchar por ser mejor en el futuro.

Cerré los ojos y me imaginé las muertes que Arien cargaba a sus espaldas. Escuché los gritos, los llantos, la sangre salpicando hogares inocentes y la devastación provocada por el tornado fuerte y mágico en el que se convertía, descontrolado y capaz de arrasar con todo. Después los abrí y acaricié sus cabellos. Se había acercado a mí y lloraba en silencio.

—Te perdono, porque te siento aquí. —Me señalé el pecho con dos dedos—. No entiendo el motivo, porque apenas te conozco, Arien, pero lo noto.

Él sonrió y colocó su mano encima de la mía, donde latía mi corazón.

—Es el hilo. Ha despertado.

Asentí. No era la primera vez que oía que lo llamaban así. Una unión invisible que hasta ese instante no había percibido, pero que, de repente, me entrelazaba a Arien de un modo irrompible. Una trenza que unía a los Hijos de la Luna con su familia, formando una inmensa red que fluía hasta el origen que les dio la vida: las Sibilas de la Luna. La raíz cortada con la espada de Dowen que había convertido su hogar en hebras perdidas que buscaban un nudo que las mantuviera seguras de nuevo. Un nudo que creían que llevaba mi nombre.

Alcé los brazos para cobijarlo sobre mi regazo. Un hombre poderoso y mágico que se escondió en mí como un niño necesitado de la madre que un día le arrebataron.

—Eres mi hermano, Arien de Faroa. Haz que valga la pena.

Aquella noche, asumí quien de verdad era, por mucho que me doliera.

Aquella noche, abracé a Arien y me rendí.