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El Hijo de Dios

¿Qué pasa cuando uno muere? Es una pregunta qué ha estado en mente de todos desde el inicio de los tiempos, pero la verdadera pregunta es: si lo supieras ¿Guardarías el secreto? ¿Lealtad y honor? ¿Amor a la patria? Hay muchas razones para pelear en una guerra, pero son pocas las verdaderas para entregar la vida. Esta es la historia del joven Gustavo Montes, un soldado del ejército Mexicano, que por querer tener una vida digna, para él y su familia, murió asesinado en batalla. Pero por fortuna o desgracia, viajó a otro mundo, uno lleno de criaturas misteriosas, magia y aventura. ¿Qué le deparará el destino?

JFL · Fantaisie
Pas assez d’évaluations
261 Chs

Vida y Muerte

Sentía frío y todo estaba oscuro. El silencio inquietaba. Estaba solo, muy solo. Su cuerpo y mente experimentaba el paso del tiempo, tornando la calma en impaciencia, y está en locura. Gritó y desgarró con su voz la eterna oscuridad. Vociferó maldiciones que en la vida se le habrían ocurrido, pero no consiguió nada. Lloró con tal intensidad y sentimiento que al quedarse vacío recobró la paz perdida ya hace mucho. Ya no se lamentaba, pero tampoco aceptó su destino, debía de hacer algo, tenía que hacerlo. Al pasar el tiempo permitió que la oscuridad lo invadiera, que la muerte se hiciera con él, y con la totalidad de su poder despedazó la realidad donde se encontraba, pero está se regeneró a una velocidad irreal. Lo ocurrido había provocado una sonrisa en su rostro convertido en retazos de piel y hueso, la había percibido por un instante, tan fugaz que podía atribuirse a su locura, pero él confiaba en lo que había visto, la anhelada salida.

No se detuvo, lo intentaba hasta que su cuerpo se consumía en dolor y angustia, hasta que su mente suplicaba por detenerse, solo así se permitía descansar, pero estaba seguro de que podría salir, lo ansiaba, aunque ya había olvidado el porqué de su razón.

La oscuridad disminuía, y los alrededores se congestionaban en gritos horrorizados, lamentos y súplicas.

Fue inimaginablemente difícil, consiguiendo la hazaña luego de una cantidad horrorosa de años, pero allí estaba, a un paso de la luz, de la salida.

Avanzó con determinación, cambiando la oscuridad por un torrente luminoso, cegador, que impactó en todo su cuerpo, desintegrando la poca cordura que había conseguido. La sensación de ardor provocó ahogados gemidos que se pronunciaron en continuos gritos.

—Te he estado esperando —dijo alguien a lo lejos, con un tono bajo y sin sentimientos.

Gustavo abrió los ojos, esos rojos y negros orbes que observaban el mundo desvelaron lo que siempre había estado ahí, una mujer, cubierta en un velo de intensa luz blanca.

—Por fin muestras tu verdadero rostro. —Meneó la mano, formando un sello de dedos. En la nada se creó una larga y gruesa cadena blanca brillante, que salió disparada a la silueta de túnica negra, sujetándole del cuello al suelo, pero no forzándole a caer—. Sabía que eras tú, siempre lo supe. —Una nueva cadena lo sujetó del brazo derecho al suelo—. Pero nadie me creyó, decían que lo inventaba, y al desaparecer por tanto tiempo me empecé a cuestionar si en verdad te había visto. —Una nueva cadena le tomó de su brazo izquierdo, atando así sus extremidades superiores—. Y aquello me tranquilizó —La luz cegadora que protegía su cuerpo se hizo tan tenue que casi había desaparecido—, ya no estabas, ya no venías por mí —Comenzó a acercarse, y Gustavo notó el retazo de tela blanca que cubría sus ojos—, pero, luego entendí —Se detuvo a un solo paso de él. El joven ahogaba los gemidos por el dolor, pero no forzaba el movimiento, estaba atrapado, pero al menos no había silencio, ni gritos horrorosos, solo la suave voz de la mujer—, no venías a matarme, sino que querías liberarme. —Le abrazó, descargando el dolor que por años había sufrido, la tortura de esos magos, el maltrato de la que había llamado madre, y el abandono de los dioses, todo lo derramó en el abrazo. No obstante, para el cadavérico joven la experiencia fue lo opuesto, un ardor intenso, como si le quemaran la piel lentamente le invadió, sentía una miríada de cuchillas cortar profundamente hasta llegar al hueso, sentía como si le arrancarán los ojos y las extremidades, y deseó matar, estaba más que encolerizado, olía la vida de la mujer, y tal vez fue esa la razón de su inexplicable resistencia—. Ahora estoy lista —Se distanció un paso, ignorando la gélida y asesina mirada del hombre convertido en ente—, ya puedes hacerlo. —Cayó sobre sus rodillas, con la cabeza gacha. Hizo un último sello de dedos.

Él sonrió con frialdad al notar la conversión de las cadenas en millones de esporas de luz, el dolor había disminuido, pero la cercanía le afectaba demasiado. Aunque, no la repudiaba por aquella razón, era algo más profundo por lo que la quería ver muerta, con su sangre derramándose por el suelo blanco, verla sufrir le producía alegría, pero quería su vida, y la quería ya.

—Sol escogió mal —dijo con un tono apenas entendible, su garganta había quedado semidestruida por los continuos gritos en el eterno abismo.

Avanzó tres pasos para colocarse a su lado, mientras en su mano aparecía un sable de hoja negra, semitangible y cubierto de cenizas flotantes que desaparecían al alcanzar cierta separación del arma. Al balancear se escucharon los lamentos de las almas atormentadas que la hoja había consumido. La mujer inspiró profundo, aunque aceptado su destino, su sentido de supervivencia todavía le rogaba porque desistiera en su idea. Levantó el sable, dispuesto a poner fin al tormento de la mujer, a concederle su deseo. Descendió la hoja...

—¡NO! —gritó, deteniendo el sable a centímetros de tocar piel—. No lo haré. —El arma desapareció de sus manos, inspiró profundo y gritó con todas sus fuerzas, descargando el sufrimiento y la impotencia sentida.

Se dejó caer sobre sus rodillas, y como un experto dibujó sobre sí mismo incontables sellos de contención. La piel volvió a su rostro, sus ojos se tornaron humanos, y la frialdad abandonó su sonrisa.

—Tal vez no me entiendas, pero, no quiero hacerte daño. Mi cuerpo ha perdido, he sucumbido ante la maldición, solo me queda una pequeña fracción de cordura. Y no sé cuanto pueda resistir.

La mujer alzó la vista, podía escucharle hablar, ya no percibía aquel aterrador tono de cuando niña, ahora sí podía comprender que hablaba, aunque no sabía qué decía.

—¿Por qué no me has matado? —preguntó con dificultad, no había indecisión en su voz, pero ya no quería seguir esperando, ansiaba la libertad, volver a casa, con las siluetas de cuyos rostros su mente había olvidado... o que le forzaron a olvidar.

Ahogó las palabras, hasta ahora había podido comunicarse con bestias, criaturas, humanos y no humanos que hablaban en distintas lenguas, lo había hecho, pero no entendía la razón de porque no podía hacerlo con la mujer de la tela en los ojos.

La mujer levantó el rostro.

—No puedo ni voy a matarte —dijo en todos los idiomas que conocía, notando el cambio en la expresión de la fémina al usar la lengua que había ocupado cuando conversó con el dios del Tiempo—. ¿Me entiendes? —Ella asintió, confundida—. Gracias a Dios. —Cerró los ojos unos segundos por la molestia.

—Estás sufriendo. —Intentó tocarle, pero él esquivó.

—Mi cuerpo experimenta una extraña repulsión a tu compañía —dijo con un tono cálido, deseando que pudiera ver su expresión de sufrimiento—, siente un odio que no me pertenece. Quisiera entender, pero no puedo.

—Soy un origen —dijo con calma, como si aquello explicará lo que le estaba sucediendo. Su voz poco a poco recuperaba un ápice de calidez—, una fuente, una raíz... Aunque en sueños, soy una niña.

Se levantó, y ella le siguió con el rostro, porque, aunque no pudiera verlo, sentía su presencia. Tomó del suelo un trozo de madera, polvoriento y abandonado, regresando ante ella sin decir palabra alguna. Se colocó de rodillas, resistiendo el dolor, y buscó un cuchillo en su bolsa de almacenamiento, percatándose que no tenía ninguna, ni vaina, ni tampoco sable. Suspiró, controló la energía de muerte con mucha precaución, sus ojos titilaban de negro y volvían a la normalidad, su expresión mostraba ferocidad y luego calma, no había un punto medio, la lucha en su interior era intensa, pero por segunda vez logró aplacarla, creando luego de la proeza un cuchillo negro hecho de energía de muerte.

—De pequeño —Comenzó a hablar como si nunca lo hubiera dejado de hacer—, tuve una larga obsesión con los perros. Me encantaban —sonrió, sin apartar la vista del trozo de madera, que comenzaba a moldear en su mente las múltiples formas—. Los señores a los que mis padres servían tenían un par de ellos. Lucas y Domingo, ambos cazadores de patos y otros animales pequeños, pero muy perezosos para corretear gatos —Empezó a tallar la madera con suavidad—. Me encantaba verlos, pero nunca me fue permitido acariciarlos, o siquiera que me les acercara. Mi tío, el hombre más valiente y más cariñoso que existía un día me trajo un cachorro luego de tanta súplica a mi madre. Yo lo nombré Tobías —Volvió a sonreír, pero no de alegría—. Era un perro fuerte y robusto, le encantaba corretear a los gatos, comer y dormir, y acompañarme cuando tenía malos sueños, era un compañero encantador, pero... un día se peleó con Lucas, y perdió miserablemente. Lucas era muy rápido, y mordía como nadie. —Quiso mostrar la cicatriz que le había dejado en la mano, recordando con una tonta sonrisa que ya no tenía piel, y la mujer no podía ver—. Yo fui el perdedor de la pelea, y Tobías el castigado... Mi padre nos llevó a la casa de mi abuela, nos condujo al extenso patio y sin decir una sola palabra, lo amarró al árbol de mango, me entregó un machete, me miró a los ojos, y con una severidad que hasta el día de hoy recuerdo, me dijo: "Mátalo" —Dejó de tallar por un breve segundo, que aprovechó para respirar con profundidad—. Tenía seis años, y no quise hacerlo. Lloré, supliqué y recé, pero no me permitió abandonar el lugar. Mi tío nos había seguido, y yo no me había percatado, y creo que mi padre tampoco, porque cuando intervino recuerdo haber visto que se sobresaltó. Mi tío nunca se había incluido en una discusión en mi contra, siempre me apoyaba luego del regaño, del castigo, o los golpes. Me abrazaba, y con un tono cálido decía: "tranquilo, todo está bien" o "Te ves mejor sonriendo que llorando", pero ese día no. Él solo tomó el revolver de su funda, y disparó, tan rápido que me costó un tiempo saber a qué le había dado...

—Al perro —dijo la mujer, con un tono triste, influido por la historia.

—Sí, Tobías fue el objetivo. Él me miró con todo el cariño que ahora entiendo que me tenía, enfundó y se dio la vuelta para irse. Yo quise seguirle, ya no estaba llorando por la orden de mi padre, no, yo estaba furioso, quería dañar a mi tío por matar a mi perro, quería hacerle daño con el machete, pero no pude avanzar ni un solo paso antes de tropezar y caerme al suelo. Le grité que lo odiaba, que nunca más quería verlo, y pensé por un tiempo que él también me odiaba porque desapareció por semanas, pero cuando lo volví a ver, me siguió observando con esa mirada repleta de amor, incondicional y cálida, pero yo le rechacé, vociferé palabras que si hubieran escuchado mis padres en ese mismo instante estaría observando a mi creador, pero, mi tío solo se carcajeó. Su risa se volvió escandalosa, lo que provocó que me enfureciera más. Se acercó lentamente, y yo me fui alejando, pero no logré impedir que me sobara la cabeza y luego me abrazara, quise huir, pero no me dejó. "Perdón por lo de tu perro, Gus", fue lo que me dijo —Su voz se rompió y le costó trabajo contener las lágrimas—. Yo también lo abracé, lo había extrañado demasiado.

—¿Qué le pasó a tu tío? —preguntó al escuchar el silencio.

—Se quitó la vida cuatro años después —respondió sin emoción en su voz—. Aunque era el hombre más valiente, honorable y resistente que he conocido, los demonios pudieron vencerlo. Aunque nos había abandonado mucho antes cuando hizo de la bebida algo cotidiano... Mi tío Gustavo había visto lo que ningún hombre debe ver nunca, miró al diablo a los ojos y conoció sus planes... Maldito desgraciado —susurró con dolor—. He destruido el último sello de muerte que habían colocado en tu habitación. Eres libre.

La mujer había experimentado el sustancial cambio en el flujo de la energía, se sentía poderosa, imbatible, y su mente comenzó a llenarse de pensamientos negativos hacia sus enemigos. Se colocó de pie y observó la salida.

—Mi tío, mis padres, mis abuelos y Monserrat, son la fuerza que día tras día necesito para no dejarme caer —dijo con un tono silencioso al levantarse. Sopló el excedente en el trozo de madera, dejando observar al mundo dos figurillas en una: un perro acompañado de un lobo. Wityer y Tobías.

—Estoy en deuda contigo, Muerte —Extrajo de su pecho una brillante luz blanca—. Acepta mi regalo... Tu historia fue muy conmovedora, nunca pensé que la muerte podría tener un tío.

Gustavo observó la anormalidad, era un núcleo intangible, lleno de un poder inimaginable, pero no caería nuevamente en la tentación, por lo que negó con la cabeza, una decisión que no fue apreciada por la mujer, quién introdujo en un movimiento aquella luz en su pecho. Gritó de dolor, mientras observaba la realidad desmoronarse.

—Espero que seas tú quien venga por mi esencia —dijo con una brillante sonrisa, una que su rostro había olvidado hace mucho.

Le sintió desaparecer, su sonrisa se desvaneció de su rostro, y con pasos decididos se acercó a la puerta.