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El Hijo de Dios

¿Qué pasa cuando uno muere? Es una pregunta qué ha estado en mente de todos desde el inicio de los tiempos, pero la verdadera pregunta es: si lo supieras ¿Guardarías el secreto? ¿Lealtad y honor? ¿Amor a la patria? Hay muchas razones para pelear en una guerra, pero son pocas las verdaderas para entregar la vida. Esta es la historia del joven Gustavo Montes, un soldado del ejército Mexicano, que por querer tener una vida digna, para él y su familia, murió asesinado en batalla. Pero por fortuna o desgracia, viajó a otro mundo, uno lleno de criaturas misteriosas, magia y aventura. ¿Qué le deparará el destino?

JFL · Fantaisie
Pas assez d’évaluations
261 Chs

Transitar por el camino desconocido

Sus ojos deambulaban extraviados en el inmenso y virgen horizonte blanco, mientras, con ahínco, desgastaba cada átomo de su ser en un desesperado intento por rescatar de las profundidades de su memoria lo sucedido tras adentrarse en el abismo sin fin. Y así, a pesar de su empeño, solo lograba evocar el recuerdo de despertar frente a sus compañeras.

Tomó una inspiración profunda, se acomodó en la blanca e impoluta nieve, sin preocuparse por empapar su capa y su túnica. Y, cerrando los ojos con determinación, se aferró a las enseñanzas de Amaris con la esperanza de regresar al estado anterior y disipar las inquietudes que le ocasionaban tanto daño.

—Te dije que no debías concentrar la energía en tu cuerpo.

Abrió los ojos, vislumbrando el rostro de la dama de cabello negro, que desde lo alto se había acercado tanto que podía oler la fragancia de su terso cuello.

—Debo hacerlo —respondió, deslizando de sus labios la firme resolución.

—No lo permitiré —repuso ella con el ceño fruncido—. Si hubieras visto lo que pasaba con tu cuerpo mientras te encontrabas inconsciente no serías tan terco.

—Mi corazón me dice que es importante.

—Tu vida debería ser lo importante, no tu curiosidad con lo desconocido. No en estos tiempos de incertidumbre —Sus ojos brillaban con un fuerte conflicto, entre el respeto y la preocupación—. Además, debemos concentrarnos en rescatar a Wityer, ¿no?

Aquellas palabras fueron como un balde de agua fría que necesitaba para despertar. Y con un suspiró recuperó la seriedad en sus ojos.

—Tienes razón, Amaris.

Ella sonrió, la enloquecía de amor cuando los labios de su moreno amante pronunciaban su nombre, con ese tono característico que solo él podía interpretar.

—Por supuesto que la tengo —dijo, alejando su rostro al verle ponerse en pie.

—¿Cómo continuaremos con el entrenamiento?

—No lo haremos, al menos no por el momento. —Bajó los hombros, abatida.

—Usted es la maestra —dijo, y con la misma se retiró al campamento.

Amaris se quedó ahí, de pie, con la mirada perdida en aquel lugar donde antes su amado había hollado el suelo con su presencia. La indecisión la paralizaba, como si estuviera atrapada entre la necesidad de ayudarlo y el temor de provocarle aún más daño. Los pensamientos se agolpaban en su mente, formando un laberinto sin salida aparente. Sus manos, temblorosas, se aferraban a la gruesa tela de su túnica abierta, buscando algún tipo de ancla en aquel mar de dudas. Pero no la encontraba. La frustración la invadía, corroía su ser como el óxido a un viejo metal, dejándola vulnerable y desorientada.

No entendía cómo, en un tema que se suponía dominaba, como lo era la magia, se encontraba tan perdida. Había hecho de la razón su aliada, razonando cada paso, cada movimiento, cada palabra desde el principio. Pero ahora, todo parecía desvanecerse en un torbellino de incertidumbre.

Ahora únicamente le quedaba retroceder un par de pasos y comenzar desde el principio.

∆∆∆

Solitario, así se sentía en esta tierra de nadie. La impotencia, como un torrente corruptor, lo arrastraba hacia un abismo de desesperación del que no lograba escapar. La imagen de su mejor amigo, atrapado en las garras de un destino cruel, lo acechaba en cada sombra y resonaba en cada suspiro.

Había sido beneficiado por un poder más allá de la imaginación humana, pero que, sin advertencia alguna traía consigo una carga indeseable, un tormento de almas en pena que susurraban intenciones de muerte, empero, había sido fuerte, y en su determinación hizo que desaparecieran con el devastador sello de elemento Luz que grabó en su propio cuerpo. Y aunque eso lo había salvado de la locura, también había traído consigo la pérdida de la conexión que antes poseía con esa fuerza sombría. Ahora se encontraba vulnerable, expuesto a peligros de los que antes estaba a salvo. Pero en el fondo, sabía que necesitaba ese distanciamiento, esa desconexión para mantener plena su cordura y su humanidad.

Sus ojos recorrieron fugazmente los semblantes de sus compañeros, quienes, como sombras caminaban detrás de él. Cada rostro era una historia distinta que contar, cada emoción diferente, no eran sus amigos, solo compañeros de viaje. Transitaban por el mismo sendero, pero tenían caminos separados.

Guerreros curtidos a base del infortunio, sometidos por un destino cruel, una maga enigmática y enamorada, un expríncipe caído en busca de su muerte para poder redimirse; cada uno había decidido seguirle sin cuestionamientos, sin importarles sus vidas que él inconscientemente había puesto en riesgo. Pero ¿por qué? Se preguntaba una y otra vez, incapaz de comprender la razón de su lealtad. A sus propios ojos, no era más que un hombre común y corriente, un don nadie.

«Compartir la muerte no es algo glorioso», suspiró, pero no hubo alivio en su corazón.

Los pasos reseguían los contornos imprecisos de la nieve, las botas dejando su huella efímera en el manto blanco que cubría la tierra. En medio de esa bruma etérea, sus ojos, afilados como navajas, escudriñaban el horizonte en busca de enemigos invisibles. La túnica, como un pendón al viento, danzaba al compás del aire gélido que le acariciaba el rostro. Sus cabellos, rebeldes y desordenados, volvían a masajear su frente, recordándole la constante lucha contra los elementos.

De su bolsa de cuero, extrajo una cantimplora con mano firme. Acostumbrado al frío mordaz, sabía que debía beber sin permitir que una sola gota escapara de sus labios. Inclinó el recipiente, y el líquido fresco e inmaculado se deslizó en su boca, aplacando la sed que lo atormentaba. Sus labios, apretados y sellados, evitaban que una sola gota escapara hacia el exterior, pues sabía que congelaría al instante en esta tierra de nadie.

—¿Cómo sabemos que el camino tomado es el correcto? —inquirió Primius al no soportar más el silencio.

Lucan se perdió en el ruido, que como un bálsamo interrumpía sus malos pensamientos. Estaba interesado por el significado de lo escuchado, tal vez sería algo importante, supuso.

—Camina y cállate —dijo Meriel con severidad.

—Es una pregunta válida —repuso el exregio, con un puchero infantil.

Xinia, quién caminaba apoyada en su hombro sonrió al notar su expresión, había algo en la mirada del muchacho que la calmaba.

Lucan colocó su atención en el único individuo que había mostrado entenderle, en búsqueda de la traducción, no obstante, el joven parecía ignorar la conversación, y por lo tanto, también a él.

—Desgraciados orejas cortas —refunfuñó, descargando su malestar en sus fuertes pisadas.

Primius percibió la acción, pero el repentino detenimiento de su señor le hizo remplazar su interés.

—Descansemos —dijo Gustavo, al tiempo que repetía la orden en el idioma que el ber'har podía entender.

—No es pertinente —repuso Lucan con una mueca de disgusto—, hemos descansado suficiente, y nuestro destino no es lejano.

—Lo es. Avanzar cansados por un camino desconocido nos conducirá directo a nuestra muerte.

—Mi cuerpo rebosa de energía. Continuar es lo indicado.

—Es lo mejor para todos —dijo con tal firmeza que le arrebató la intensión de refutar.

Extrajo algunas de las ramas secas recolectadas con anterioridad de su bolsa de cuero, situándolas una encima de las otras, para formar una hoguera que encendió con la ayuda de una minúscula ráfaga de fuego creada por su energía pura.

—Hay caos en tu fuego —dijo Lucan al sentarse, mientras sus ojos se encontraban cautivados por el frenético danza de las llamas.

—El fuego es caos —repuso el joven sin verle—. No conoce la moderación.

—No —Negó con la cabeza, y sus dedos curiosos pasaron por encima del calor de las llamas, sin experimentar dolor alguno—, todo lo creado, existente y desaparecido tiene un equilibrio. El fuego, volátil y peligroso lo tiene, pero el tuyo no. Está descontrolado.

—Escuchó tus palabras, pero no las comprendo.

—El fuego que has manifestado eres tú mismo. Las emociones que ocupas para llamar al poder de los elementos carece de armonía.

Gustavo observó las llamas, en búsqueda de la respuesta a tan vaga información.

—No soy un tocado por los elementos —continuó—, mis palabras son una observación de un conocimiento que no me pertenece. Por lo que si quieres respuestas, deberás buscarlas en las Sacerdotisas de mi pueblo. —Sus ojos se llenaron con una fuerte melancolía, y su estado de ánimo cayó en un pozo profundo de preocupación y dolor.

Gustavo asintió con una mezcla de comprensión y tristeza, sumergido en un torbellino de emociones que le resultaban familiares, pues él mismo había sido presa de noches insondables y había sentido el desasosiego de no conocer el destino de su amada patria. ¿Continuaban en guerra? ¿Habían salido victoriosos? ¿O habían sucumbido frente a los invasores?... ¿Qué había ocurrido con su familia? El temor por haberlos perdido acechaba su corazón y le arañaba el alma. La incertidumbre se había apoderado de él incontables veces, pero, sabía que torturarse con interrogantes no cambiaría su situación. No tenía el poder ni la influencia para obtener respuestas, razón por la cual, aceptando su desdicha, solo le quedaba avanzar, y tal vez, algún día podría recuperar todo lo perdido.