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El Hijo de Dios

¿Qué pasa cuando uno muere? Es una pregunta qué ha estado en mente de todos desde el inicio de los tiempos, pero la verdadera pregunta es: si lo supieras ¿Guardarías el secreto? ¿Lealtad y honor? ¿Amor a la patria? Hay muchas razones para pelear en una guerra, pero son pocas las verdaderas para entregar la vida. Esta es la historia del joven Gustavo Montes, un soldado del ejército Mexicano, que por querer tener una vida digna, para él y su familia, murió asesinado en batalla. Pero por fortuna o desgracia, viajó a otro mundo, uno lleno de criaturas misteriosas, magia y aventura. ¿Qué le deparará el destino?

JFL · Fantaisie
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261 Chs

Somos humanos

  En la armonía de un lago, un joven, cubierto de sangre y cabello despeinado, se dispuso a limpiarse con el agua cristalina, temblando al sentir el líquido frío con la punta de sus dedos. Se quitó con calma la túnica abierta, después su peto de metal sureño, sus brazales, los protectores de hombros, la camisa de lino y, por último, el pantalón de cuero endurecido. Poco a poco se fue introduciendo a las tranquilas aguas, aclimatando su cuerpo a la temperatura del lago. Limpió con calma pecho, su rostro y espalda, deteniéndose brevemente al notar su brazo derecho, el cual todavía lo hacía sentir incómodo. Al terminar, optó por tener un momento de relajación, sumergiéndose en las calmadas aguas.

Observó unos cuantos peces rozar su piel, era como si ellos ignoraran el hecho de que estaba presente, sonrió levemente, había olvidado la tranquilidad y el beneficio de la armonía, por lo que comenzó a disfrutar, cerrando los ojos para hacer de la situación algo más plácida. La energía pura del agua se fue introduciendo en su cuerpo sin que él se diera cuenta, curando levemente sus heridas internas, así como las externas, su cabello largo volvió a recuperar el brillo y, su piel se tornó suave. A los veinte segundos abrió los ojos e inmediatamente subió a la superficie, el oxígeno era algo esencial para la vida y, ahora él lo necesitaba.

  --Que baño más relajante, hasta siento que mi cuerpo se siente más ligero. --Dijo, inspeccionando sus brazos y pecho.

Nadó hasta la orilla del lago, yendo a por su bolsa de cuero, buscando una tela para secar su cuerpo. Tenía un enorme hematoma debajo de sus costillas, justo en su abdomen, al igual que en muchas partes de su espalda, sus piernas mostraban raspaduras algo serias, pero no tanto para dejar una marca, de repente se detuvo, pensando en algo. Respiró profundo e invocó las llamas oscurecidas en su cuerpo con la ayuda de la energía pura. Las llamas aparecieron, aunque no eran ni un vestigio de lo que anteriormente habían mostrando, sin embargo, sirvió para lo que deseaba: secar su cuerpo.

  --Al menos aparecieron. --Dijo con una tenue sonrisa.

Con calma se puso su calzón de tela, se acostó en la suave tierra y observó el cielo. Comenzó a silbar al olvidar la letra de la canción de cuna que su madre de le cantaba, disfrutando el momento. A los pocos segundos cayó dormido.

Los intensos rayos del sol caían en picada, golpeando la espalda del joven, quién con tranquilidad limpiaba su túnica con un paño húmedo, quitándole la sangre de los desafortunados que se habían cruzado en su camino. Al terminar la colocó al sol, e inmediatamente se dispuso a hacer lo mismo con su armadura, la cual poseía leves indicios de fractura.

  --Ese mono golpeaba duro --Dijo y, en ese justo momento se tocó la frente, recordando la marca que el hombrecito le había colocado--. Este mundo desea que me quede. --Sonrió levemente.

Guardó su paño nuevamente en su bolsa de cuero y levantó su armadura, mirándola con calma.

  --Mis encantamientos fueron destruidos, creo que debo mejorar aún más en mi habilidad para dibujarlos, o este mundo me devorará en un instante... Lamentablemente ahora no puedo, que desafortunado. --Suspiró, encogiendo los hombros.

El cielo se oscureció, las aves se fueron a su refugio y, los insectos comenzaron a cantar. Mientras tanto, en el caótico bosque, un joven, vestido solo con una camisa de lino y un pantalón de cuero, comía con tranquilidad al lado de una fogata, mientras a su alrededor, decenas de bestias se encontraban inertes, con su sangre manchando el pasto.

  --Wityer, nunca pensé que me hicieras tanta falta --Dijo solo para callar el silencio, admitiendo que la compañía del pequeño lobo le había permitido acostumbrarse a este nuevo mundo--. Solo espero que ambos estén bien. --Mordió otra pieza de carne, derramando un poco de grasa sobre su mentón y, olvidando por un momento la soledad que atacaba su corazón.

Miró el cielo, observando la luna y preguntándose si sería la misma que su amada y familia veían. La incógnita sobre el bienestar de los mismos transitaba su mente, muchas veces se lo había cuestionado, pero fue hasta ahora en qué ese pensamiento, en verdad lo hizo temblar, sintiendo una ligera impotencia recorrer su piel. Bajó el rostro de inmediato, observando las calidad llamas de la fogata y, observando como la grasa del conejo empalado goteaba, segundo a segundo, en una caótica armonía. Exhaló con lentitud, mordiendo otro trozo de carne.

  --¿Algún día en verdad podré volver? --Sé preguntó, dudoso sobre el futuro incierto. Hizo una mueca, frustrado, arrojando el pedazo de carne al suelo y tocando con sus manos su cabeza--. Porque es tan difícil creer en mi --Volvió a exhalar, liberando de su boca un ligero vapor--. ¿Por qué a mi? ¿Por qué me escogió? --Guardó silencio, no encontrando respuesta para su pregunta.

Los días continuaron pasando, con la monotonía del desgarrador destino de pelear para sobrevivir y, aquello, que aunque para una mente sana no podría influir demasiado, para una persona inestable y con la cordura a pasos de romperse afectaba en demasía.

Gustavo se encontraba recargado sobre el cuerpo gigantesco de una serpiente, manchado en sangre y con la mirada perdida, su cabello estaba desordenado, cubriendo parte de su rostro, sus brazos temblaban por la fatiga, mientras su sable teñido de rojo descansaba sobre sus piernas.

  --Solo necesitas colocarte de pie y limpiarte el polvo, levantar el rostro y ponerse erguido --Apretó los labios, mientras su voz se quebraba--, porque somos soldados y, los soldados no lloran, sino que pelean hasta el final... ¿O no, abuelita Maria? --Miró al cielo, forzándose a si mismo a no derramar ni una sola lágrima. Guardó silencio y, con lentitud llevó su antebrazo izquierdo al limpiar las lágrimas inexistentes de sus ojos--... Le juro que no tengo dudas, Padre mío, mi mente es lo más fuerte de mi ser, pero mis sentimientos siguen siendo débiles, jamás aprendí a callarlos, me fuerzo cada día a mi mismo a olvidar, a concentrarme en mi objetivo, pero me es imposible, porque, aunque por el exterior parezca que puedo contra un ejército, por dentro me estoy derrumbado --Miró su brazo derecho--... Lo he de admitir, estoy asustado, no se lo que me pasa, mis instintos me gritan por sangre, mi corazón añora a mi amada y, mi mente solo quiere tranquilidad, sé que lo que digo me hace parecer débil y frágil, pero no puedo ocultarlo más, no a usted, Padre mío, no a usted --Se tocó con su mano los ojos, cegando su campo de visión--... Caerán a tu lado mil y, diez mil a tu diestra; más a ti no llegará --Dijo, como el niño solitario que escucha los truenos y solo quiere que se terminen--. Pero me he de levantar y, he de cumplir con mi promesa, porque mis padres así me lo enseñaron.

Se colocó de pie con calma, apretó la empuñadura de su sable, mientras que con su otra mano sujetaba su cabello, reuniendo todo en una sola coleta y, sin duda alguna, la cortó. Los mechones cayeron al suelo, con la premisa de que el joven que había vivido en su antigua patria, no era el mismo que se preparaba para entrar a las puertas del abismo.

  --Si he de caminar por las sombras para volver a tu lado --Sujeto su relicario, mientras sus ojos perdían vida--, sin duda lo haré.