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El Hijo de Dios

¿Qué pasa cuando uno muere? Es una pregunta qué ha estado en mente de todos desde el inicio de los tiempos, pero la verdadera pregunta es: si lo supieras ¿Guardarías el secreto? ¿Lealtad y honor? ¿Amor a la patria? Hay muchas razones para pelear en una guerra, pero son pocas las verdaderas para entregar la vida. Esta es la historia del joven Gustavo Montes, un soldado del ejército Mexicano, que por querer tener una vida digna, para él y su familia, murió asesinado en batalla. Pero por fortuna o desgracia, viajó a otro mundo, uno lleno de criaturas misteriosas, magia y aventura. ¿Qué le deparará el destino?

JFL · Fantaisie
Pas assez d’évaluations
261 Chs

Malas experiencias

La ventisca azotaba con ferocidad, borrando los contornos y confundiendo la proximidad de las cosas. Con la visión opacada, debió confiar en el resto de sus sentidos para encontrar un rumbo seguro en medio del torbellino blanco, debiendo recurrir a su energía pura para calentar su cuerpo.

Ocho días habían pasado, cinco de ellos bajo la furia de la ventisca. Con cada día que transcurría, la comida en su bolsa menguaba, obligándolo a racionar para garantizarse al menos un bocado diario. La nieve seguía cayendo sin tregua, como si el mundo entero se hubiera detenido bajo su manto blanco. Y él, en medio de aquel abismo helado, sentía cómo el hambre comenzaba a minar su resistencia.

«Si solo fuera como Wityer», pensó con una ligera sonrisa, recordando su peculiar alimento, los orbes que extraía de las bestias que había asesinado.

Se detuvo por un momento al percibir el cambio repentino en la textura bajo sus pies, un escalofrío recorrió su espina dorsal en medio del rugido ensordecedor del viento. Sin poder escuchar nada más que la furia de la naturaleza a su alrededor, supo de inmediato que algo estaba terriblemente mal. El terreno se volvió inestable bajo sus pies, una sensación desconocida lo invadió, paralizándolo por un instante. Sus pasos perdieron el agarre y el control, y cayó en picada hacia lo desconocido, hundiéndose en lo que parecía ser un abismo líquido.

Sintió su cuerpo pesado, había tragado agua y como podía intentaba salir, pero su habilidad de nado era demasiado baja. Algo le había atrapado, le abrazaba el pecho como una amante, y no quería soltarlo. La luz de la salida poco a poco se iba extinguiendo, y su facultad para contener la respiración se reducía con los segundos.

Provocó una fuerte onda expansiva de calor, logrando desprenderse de aquello que lo había estado conteniendo, y como pudo comenzó a nadar hacia arriba, seguía sin poder ver nada, pero sabía que arriba era el camino, debía serlo. Sus pulmones, ansiosos y doloridos, suplicaban por aire. La falta de oxígeno le nublaba la mente, ralentizaba sus pensamientos y entorpecía sus movimientos, pero ya podía observar la luz, estaba tan cerca...

Salió a la intemperie, entregándose al abrazo frío del viento que agitaba su interior. Inhaló profundamente, como si se tratara de su primera bocanada de aire en años. Se tendió sobre las placas de hielo, sintiendo el gélido contacto en su piel, pero resistiéndose a la tentación de recurrir a su magia para calentarse, pero era consciente de que no podía arriesgarse, su falta de control podría sumergirlo de nuevo en las gélidas aguas. Así que se resignó a seguir respirando con irregularidad, dejando que el frío penetrara en lo más profundo de su ser.

Se alzó con cautela y reanudó su travesía, las llamas danzaban en sus manos y le otorgaban un mínimo de visión. Cada paso resonaba como un eco del inexorable destino, la experiencia había sido más que desagradable, y no ansiaba en lo más mínimo revivirla.

Llegó a la orilla, podía sentir el cambio en el terreno, y como un niño en los brazos de su madre se recostó. Comenzó a calentarse con su energía pura, lo necesitaba, su pecho había estado doliendo, y apenas si podía sentir sus piernas y pies. Cerró los ojos, queriendo olvidar su mala experiencia.

Llegó a la orilla, y al instante sintió la diferencia en el terreno, como si la tierra misma le diera la bienvenida. Como un niño en los brazos de su madre se recostó, y allí encontró la paz que tanto ansiaba. Comenzó a calentarse con su energía pura, lo necesitaba con desesperación. Su pecho aún latía con el dolor de la experiencia reciente, y apenas podía sentir sus piernas y pies entumecidos. Cerró los ojos, buscando alejarse del amargo recuerdo de lo sucedido.

Los minutos transcurrieron con la normalidad de la zona. Su ropa y calzado se había secado, su cuerpo hizo lo propio, debía levantarse y retornar el camino, pero la fuerza no era la adecuada para cumplir el cometido, se sentía agotado, los cambios de temperatura tan extremos que había sufrido su cuerpo no era algo que un ser humano pudiera resistir.

Se apoyó con las manos, alzándose como si fuera una marioneta manipulada por hilos invisibles, su cuerpo titubeante luchaba por mantener el equilibrio en medio de la ventisca helada. La desorientación lo embargaba, como si sus pensamientos se tambalearan al compás del viento implacable. Un dolor punzante atravesaba su cabeza, obligándolo a cerrar los ojos con fuerza y luego abrirlos en un intento desesperado por enfocar su entorno borroso.

Sus rodillas cedieron ante la fatiga y el desconcierto, su cuerpo se rendía a la cruda realidad que lo sobrepasaba. Se estaba exigiendo demasiado, forzándose a enfrentar lo inexplicable, lo insólito. Todo aquello que aconteció no debía haberlo dejado en tal estado, y la falta de respuestas lo sumió en una oscuridad insondable. El agotamiento lo venció con brutalidad, y como un títere sin hilos, cayó de bruces sobre su espalda, perdiendo el conocimiento en un instante que pareció eterno.

Abrió los ojos, vislumbrando con dificultad las fuertes ráfagas, seguía sin fuerza, sin embargo, sentía que se movía, que algo le arrastraba de las piernas.

—Wityer... —dijo en un susurro al ver el hocico alargado de lo que parecía un lobo a su flanco derecho.

Fue solo unos segundos de lucidez antes de caer nuevamente en un sueño profundo.

∆∆∆

Despertó con calma al sentir el cálido crepitar de las ramas al fuego, envolviendo su cuerpo en una tenue luz. La oscuridad reinaba a su alrededor, salvo por la hoguera que danzaba entre las grandes piedras a pocos pasos de él. La fragilidad de su estado ya no lo consumía, aunque la recuperación aún no lo había abrazado por completo. Levantó el torso y se notó desnudo, cubierto en varias partes de su pecho por una masa verdosa que no desprendía buen olor.

«¿Dónde estoy?», se preguntó.

Se masajeó el rostro y se apretó la frente, la debilidad le había causado un fuerte dolor de cabeza, del que parecía todavía tener secuelas.

—No deberías levantarte. —Escuchó una voz provenir a sus espaldas, el idioma era desconocido, aunque podía entenderlo, pero también le resultaba familiar, era como la combinación del idioma humano y el ber'har.

Se volvió, notando una silueta que por la oscuridad le fue imposible discernir su apariencia.

—Pensé que tardarías más tiempo en recuperarte —dijo al soltar las ramas en un rincón del lugar. En su tono se apreciaba la sorpresa.

Gustavo lo vio con claridad tan pronto se sentó junto a la fogata. Era un muchacho, con una edad que rondaba los catorce o quince años. Tenía una fea cicatriz que corría desde su párpado inferior izquierdo hasta su mentón, delineándose con más fuerza cuando esbozaba una sonrisa, gesto que parecía repetirse con frecuencia, como si buscara engañarse a sí mismo. Sin embargo, sus ojos delataban una profunda tristeza. No era fornido, ni tampoco delgado, era unos centímetros más alto que él. Su piel era blanca, sin embargo, se parecía más al blanco de su amada Monserrat, que al blanco puro de los ber'har.

—Es algo increíble. No pensé que hubiera otro sobreviviente, ¿cómo escapaste?

—¿Escape? —preguntó Gus con ligero desconcierto—, ¿de quién?

El muchacho hizo una mueca, parecía contrariado a responder.

—Bueno, no importa —La sonrisa volvió a su rostro—, será mejor que descanses, los chupaesencias pudieron infectarte de algo más.

—¿Los qué?

Su sonrisa se hizo más grande, como si estuviera disfrutando de la conversación. Abrió la bolsa hecha de hojas largas que pendía de su cintura, extrayendo algo de ella. Se trataba de un gusano largo y robusto, de color negro, con rayas blancas serpenteando alrededor de su cuerpo como aros misteriosos.

—Debiste haber caído en el lago congelado, es su hábitat —explicó como un sabelotodo—. Se alimentan de tu esencia vital.

—No los sentí.

—Adormecen la parte del cuerpo donde se pegan —explicó, regresando la pequeña y peligrosa criatura a su bolsa—, pero tuviste suerte...

—Prosigue —solicitó al ver la expresión en su rostro.

—Al consumir la energía externa se introducen en tu cuerpo para chupar toda tu esencia. Una vez dentro, es casi imposible sacarlos, después de todo, casi toda la gente muere de cansancio antes de que eso suceda.

—Entonces, supongo que te debo la vida.

—No —Bajó el rostro con timidez—, los hermanos de raza debemos apoyarnos.

Gustavo mostró su confusión por la declaración.

—¿Eres un humano?

—No. —Soltó una carcajada, no sabía porque le había hecho tal pregunta. Su expresión cambió con brusquedad, se levantó casi de un salto, llegando a dónde Gustavo, le observó la oreja, descubriendo ahí el malentendido, aunque agradeció que no fuera lo que había pensado en un comienzo—. Soy un Ber'tor (hijo del bosque). —Se quitó la capucha, le habían cortado ambas orejas, dejando únicamente un pedazo y el agujero del oído—. Deshonrado, pero sigo siendo orgulloso, y te muestro las heridas para que no te equivoques conmigo.

—No tengo esa intención —dijo con sinceridad, podía observar el tormento de sentimientos que estaba sufriendo el muchacho, y empatizaba con él, tan joven y destrozado—. Me llamo Gustavo Montes y soy un humano.

—Que extraño. —Fue todo lo que expresó.