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El Hijo de Dios

¿Qué pasa cuando uno muere? Es una pregunta qué ha estado en mente de todos desde el inicio de los tiempos, pero la verdadera pregunta es: si lo supieras ¿Guardarías el secreto? ¿Lealtad y honor? ¿Amor a la patria? Hay muchas razones para pelear en una guerra, pero son pocas las verdaderas para entregar la vida. Esta es la historia del joven Gustavo Montes, un soldado del ejército Mexicano, que por querer tener una vida digna, para él y su familia, murió asesinado en batalla. Pero por fortuna o desgracia, viajó a otro mundo, uno lleno de criaturas misteriosas, magia y aventura. ¿Qué le deparará el destino?

JFL · Fantaisie
Pas assez d’évaluations
261 Chs

Inocente

No pudo más, estaba impaciente y sus instintos en los que tanto confiaba le decían que algo había allí, tal vez el milagro que había estado esperando. Los gritos pronto se callaron, y la oscuridad abandonó el salón. Las losas mostraban la blancura del mármol, el polvo había desaparecido, al igual que los esqueletos. Se detuvo, justo al lado de una escultura alta de una mujer en túnica color rubí, no podía ver a sus compañeros, estaba solo en el extenso salón, que ahora se encontraba decorado con tapices, pinturas, objetos mágicos y muebles de distintos tipos, se asemejaba de alguna forma al vestíbulo del gremio de aventureros, aunque más elegante, y menos escandaloso.

Se volvió hacia el repentino ruido, notando una puerta abrirse, de ella salió un anciano de túnica gris, polvorienta, de ojos cansados y expresión abatida, acompañado de una mujer jovial, envuelta en un vestido ceñido, que delataba su voluptuosa figura. Era alta, mucho más que Gustavo, pero no tanto como el anciano.

—La muerte no es el final del trayecto —dijo ella con un tono dulce y reconfortante—, es un nuevo destino.

—Bonitas palabras. Aunque desearía que ese destino me hubiera tocado a mí, y no a mi hija.

—Los dioses no se equivocan —repuso de inmediato, provocando que el sufrimiento del anciano incrementara.

—Tiene razón, me disculpo. —Bajó el rostro.

—Nosotros nos encargaremos de su cuerpo, le concederemos la dignidad para presentarse ante los dioses. —Posó la mano sobre su hombro y esperó que asintiera—. Ya puede retirarse.

Hizo una seña con la mano, dirigida al hombre de armadura negra que enseguida se presentó con una postura respetuosa.

—Muchas gracias, mi señora. —Permitió la escolta, aunque por la expresión del soldado, no aparentaba que tuviera otra opción.

—Claro. —asintió, manteniendo la gracia en sus suaves movimientos.

Al ver desaparecida la figura del anciano, la dama llevó sus pies ante una puerta, más grande de la que había salido. Gustavo la siguió, todavía sin cuestionarse sobre donde estaba, ni porque todo el mundo parecía ignorarlo.

—La protección de los grandes —susurró en el antiguo idioma ante el acceso de madera luego de tocarla con su palma. Esta se abrió, permitiendo su ingreso, y el del joven que esperaba.

La nueva habitación era enorme, repleta de mesas largas, sillas, libreros y papeles. A sus pies descansaba una alfombra que se extendía desde la puerta a la pared contraria, mientras en el techo se apreciaban diversos candelabros que iluminaban el lugar con orbes blancos. Había otras dos puertas al finalizar la sala, y los pasos de la mujer indicaban que se dirigían a una de ellas. Su corazón palpitó con fuerza y rapidez al acercarse, el sudor resbaló de su frente, y la premonición del peligro se hizo tangible tan pronto como la mujer abrió una de las dos puertas. No había nada detrás del umbral, solo una eterna oscuridad que tragó la silueta de la fémina. Tragó saliva sin saberlo y avanzó, un paso a la vez, aunque con duda.

—¡Mamá, por favor, ya no más! Me duele.

Quedó cegado momentáneamente por el súbito resplandor blanco, que impactó directo en su rostro, pero al aclimatar sus ojos descubrió que la única luz provenía de un par de orbes rojos, que tenuemente iluminaban la habitación. Un lugar pequeño, que contenía una cama en el medio, un par de mesas con cadenas, muebles con objetos filosos, y algunos otros aparatos que Gustavo no pudo reconocer, ni entender su uso.

—Deja de gritar, niña. Solo será un momento, te lo prometo.

—¡No! ¡Por favor, mamá, no! —gritó tan fuerte que tanto como Gustavo y la mujer tuvieron que tapar sus oídos—. Te lo suplico.

—Niña, has caso.

Gustavo avanzó un paso, deseando conocer el rostro de aquella pequeña que tanto dolor padecía, aunque, por extraño que pareciera, nunca tuvo el sentimiento de querer ayudarla.

La niña enmudeció al encontrar en su punto de visión el peculiar rostro del joven. Su rostro se tornó pálido, olvidó como expresar palabra y su respiración fue irregular.

—Ha venido por mí, mamá —dijo con terror—, es la muerte. No dejes que me lleve.

La mujer volteó a la entrada, pero el desconcierto se transformó en molestia. Frunció el entrecejo, regresando su mirada a la niña.

—No hay nada, niña.

—Lo veo, mamá, puedo verlo. Esta de pie, allí, mirándome con esos feos ojos. Mamá, tengo miedo.

—No vengo a hacerte daño —dijo Gustavo, pero la niña no entendió sus palabras.

—Para, para ¡Para! —gritó el verle acercarse.

Una furiosa luz blanca impactó contra su cuerpo, lanzándole a tocar la pared lejana con su espalda. Gimió, la cabeza le dolía, no podía ver, la pesadez en sus párpados sobrepasaba lo humanamente posible, terminando por ceder a aquella sensación.

Cuando abrió los ojos la niña no se encontraba en la cama, sino en una de las mesas con cadenas, las cuales le sujetaban del cuello y extremidades. Escuchaba sus gritos y lamentos. Gustavo tosió, limpiándose la baba expulsada con el antebrazo. Se levantó, observando las espaldas de tres individuos vestidos con túnica blanca, que iban y venían de la mesa donde la niña a un mueble con objetos filosos.

—Refuerza el sello —ordenó uno de ellos—. Cállate, o tu madre se enojará contigo —le advirtió al abofetearla.

La niña dejó de gritar, aunque las lágrimas no dejaban de abandonar sus ojos. Se forzaba a ser valiente, a contener el grito en sus labios, todo por su madre, pero la pronta silueta del joven a espaldas de los hombres de túnicas blancas le rompió la concentración.

—La muerte ha vuelto por mí —Su estómago subió y bajo. Trató de desatarse, causando un fuerte dolor en sus muñecas y cuello—. Ayúdenme... por favor, ayúdenme.

Los magos voltearon de forma parsimoniosa, aterrados, pero al descubrir que eran los únicos presentes, el miedo se tornó en furia, una furia dirigida únicamente a la niña.

—Bien, niña, tú lo quisiste. Sello de extracción.

—No está preparada —dijo el hombre de cabellos desaliñados.

—No te pedí tu opinión. Háganlo.

El grito ensordecedor de la niña hizo temblar a Gustavo, se sintió tentado a acercarse, y cuando vio el cuerpo cubierto de sangre de la pequeña, una extraña sonrisa floreció en su rostro.

«¿Qué me sucede?», se percató luego de su sonrisa, sintiendo el descontrol de la energía de muerte en su interior, queriendo resurgir.

—Mamá... —Las lágrimas barrieron su rostro, observando el techo sin ver realmente—. Mamá... Has que paren...

No pudo acercarse más, había una pared invisible que repudiaba su estadía, que le debilitaba con cada segundo que pasaba cerca de ella.

—Has que se detengan...

Alzó la mano, queriendo destruir la barrera, pero al tocarla fue expulsado nuevamente a besar con su espalda la pared cercana, perdiendo una vez más el conocimiento con los gritos y lamentos de la niña como un lejano recuerdo.

Despertó con brusquedad, estabilizando su respiración para encontrar la lucidez que a su mente tanta falta le hacía. Le costó unos segundos aclimatar su vista a la nueva realidad, a la luz rojiza de los objetos colocados en la pared. En cuanto se puso de pie se encontró con la pequeña figura de la niña, jugando al pie de la cama con unos pedazos de madera, pero imposibilitada a distanciarse por la cadena atada a su tobillo. No se acercó, temía asustarla una vez más.

—No debes llorar —le dijo a la pequeña pieza—, esto lo hago por tu bien. —Acercó otra pieza, que imitaba caminar—. No debes hacerlo —dijo con otra voz—, es solo una niña. —Arrojó el pedazo de madera con enfado—. Tú cállate. Esto lo hago por su bien y ella debe saberlo... ¿Quién está ahí? —Volvió su mirada a la puerta al presentir la llegada de alguien.

Gustavo tragó saliva al verle, aterrado por la vista, pues la niña no tenía sus ojos.

—No vengo a hacerte daño —dijo con calidez, avanzando a pasos calmos. Aunque a oídos de la pequeña sus palabras sonaban a lamentos.

La niña le arrojó el pedazo de madera, errando por unos metros.

—¡No te acerques!

—No voy a hacerte daño.

—¡Vete!, ¡vete! —Tembló, alejándose con la ayuda de la cadena como guía—. Mamá, ayuda, por favor, ha vuelto, la muerte ha vuelto por mí. Me dijiste que sin mis ojos no lo volvería a ver.

—Espera, por favor...

—¡Vete!

Vislumbró la fluctuación energética, y el proyectil mágico ser creado un segundo después. Los bellos de su espalda se erizaron, resultándole difícil conseguir el aire para sus pulmones. Esquivó por pura suerte, muy probablemente a causa de la falta de visión de la atacante.

—Por favor, no busco hacerte daño.

Estuvo preparado cuando se encontró nuevamente con la barrera, listo para destruirla, e hizo hasta lo imposible por lograrlo, pero el costo fue demasiado para su cuerpo, costándole la totalidad de su energía pura. Quedó tan fatigado que sus piernas cedieron al no poder cargar con su cuerpo.

La niña comenzó a temblar de terror, no podía verlo, pero si sentirlo, y tenía la certeza que esa presencia aterradora se encontraba frente a ella, mirándola.

—No bus...

La niña se refugió en sus piernas, el extraño ruido de algo pesado caer le había asustado, pero la valentía al sentir que la presencia había desaparecido le ayudó a recuperar poco a poco su fortaleza mental.

La puerta fue abierta de golpe. La pequeña agudizó el oído, escuchando tenuemente como el ruido del zapateo tan peculiar incrementaba.

—¿Mamá?