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El Hijo de Dios

¿Qué pasa cuando uno muere? Es una pregunta qué ha estado en mente de todos desde el inicio de los tiempos, pero la verdadera pregunta es: si lo supieras ¿Guardarías el secreto? ¿Lealtad y honor? ¿Amor a la patria? Hay muchas razones para pelear en una guerra, pero son pocas las verdaderas para entregar la vida. Esta es la historia del joven Gustavo Montes, un soldado del ejército Mexicano, que por querer tener una vida digna, para él y su familia, murió asesinado en batalla. Pero por fortuna o desgracia, viajó a otro mundo, uno lleno de criaturas misteriosas, magia y aventura. ¿Qué le deparará el destino?

JFL · Fantaisie
Pas assez d’évaluations
261 Chs

Hay recuerdos que se deben atesorar

Los ojos de Gustavo, desprovistos ya de toda chispa humana, se tiñeron con las llamas de la furia enloquecedora. A contraluz de las sombrías ramas, su figura tomó una postura solemne, erguida como un asta que desafía el cielo. Inspiró entonces el aire viciado del bosque, llenando sus pulmones con la esencia de lo maligno. Como una serpiente reptando hacia su presa, experimentó una corriente eléctrica recorrer su espalda.

Timber entreabría los labios, pero el sonido que debían provocar las palabras no viajaban a su oído, aunque por su sola mirada, podía comprender lo que quería decirle.

Frente a la cortina etérea que delineaba la frontera entre la bruma espesa recién presentada y la realidad tenuemente iluminada, un concilio de siluetas emergía, convergiendo en el umbral de lo apenas visible. Eran susurros de forma en la media luz, testigos silentes agazapados en la antesala de un acto que en breve levantaría su telón.

En cuestión de una o dos respiraciones llegó ante el responsable de lo ocurrido, mientras su sable surcaba el aire sin misericordia, con un único objetivo: la cabeza del desgraciado.

El corrompido individuo logró evadir el corte con cierta dificultad, mientras Gustavo fue repelido por un golpe sombrío de viento ejercido por las artes oscuras de las ciegas. Cayó sobre sus pies, la tierra dura fue lo suficientemente estable para permitirle impulsarse de vuelta a su enemigo, que se ocultaba entre la bruma que comenzaba a intensificarse. Tal vez no podía verle con sus dos ojos, pero podía sentirlo, la energía de muerte que desprendía de su cuerpo era tal que hasta en el propio abismo podría localizarlo. Pero era extraño, por momentos esa misma energía se desvanecía, apareciendo nuevamente un segundo después.

Con la agilidad que tanto lo caracterizaba evadió el repentino ataque que provino de uno de sus flancos. Su respuesta fue inmediata y feroz, pero su hoja solo viajó por el aire sin encontrar objetivo. Concentró su energía mágica en su cuerpo, y como una erupción volcánica la dejó salir, creando una onda expansiva de aire caliente que podría calcinar a cualquier ser en un radio de cinco metros. La neblina disminuyó su intensidad por unos breves segundos antes de retomar su dominio.

No podía sentir a su enemigo, y sabía que no lo había logrado herir. La sombra de su enemigo permanecía tan intangible como las pesadillas que se desvanecen con la luz del alba, y esa frustrante intangibilidad le mordía el alma. Anhelaba arrastrar a la maldita criatura de vuelta al infierno del que había salido. Hacerle pagar mil veces por cada gota de dolor derramada, cada lágrima vertida por Timber al ver el estado de su compañero, cada suspiro de desesperanza que había sido arrancado de sus pechos durante aquella tortura inhumana.

La presencia elusiva se burlaba de su determinación, una constante provocación a la destreza que en su mente consideraba sobresaliente gracias a los continuos elogios de sus seguidores y compañeros. Su corazón palpitaba al ritmo del tiempo que se escapaba como arena entre los dedos; cada segundo contaba mientras la vida de Timber, su guía y fugaz compañero, pendía de una cuerda tan frágil como hilo de araña, balanceándose con el destino certero del sueño eterno.

Innumerables flechas cortaron el aire, anhelando su cuerpo con la voracidad de un mendigo ante un banquete. Aunque apenas registró el ataque, su reacción fue instintiva, con movimientos rápidos que podrían haber sido considerados una danza para los ojos ingenuos, eludiendo la marea de muerte con la elegancia de una hoja zarandeada por el viento. No tenía su preciada armadura, por lo que, los pocos proyectiles que lograron impactar, perforaron su pecho, espalda y brazos. Heridas que para su físico no fueron de importancia.

Las flechas atrapadas en su cuerpo cayeron al suelo convertidas en cenizas, no había dolor, solo malestar e irá.

—Rayo.

Convocó una danza de relámpagos que cayeron de forma inmediata y sin previo aviso en la dura superficie, provocando una lluvia de tierra y detonaciones poderosas que le recordaban a los cañones del castillo de su academia, pero pronto solo se escuchó el silencio sepulcral, y el susurro gélido del viento que sin delicadeza masajeaba sus mejillas. Su ataque no había sido al azar, tenía un objetivo claro, las cinco féminas ciegas.

Se abalanzó sobre las siniestras lianas que surgieron del suelo como tentáculos oscuros, sedientos de su vitalidad. Con movimientos precisos y diligentes, hacia lo posible por exterminarlas. Sin embargo, las lianas eran implacables y numerosas, se asemejaban a la hidra de leyenda, multiplicándose sin piedad, enredaderas de la oscuridad que buscaban aprisionar su libertad. A cada balanceo de su arma, parecían brotar con redoblado vigor, tejiendo una red intrincada alrededor de sus miembros con una velocidad que desafiaba incluso el temple del propio Gustavo.

Entretanto, el aire se llenaba con el silencioso silbido de flechas acechantes, añadiendo urgencia a su lucha veloz. Cada vez que una de ellas surcaba el cielo hacia él, era un recordatorio de los podridos que acechaban en la penumbra, buscando hacerse con su vida. Evadir su letal ataque se hacía una tarea titánica ante la creciente cercanía de las lianas, que como condena pretendían convertirlo en un rehén sin posibilidad de escapatoria.

Su cuerpo se llenó de proyectiles, y sus piernas rápidamente fueron apresadas por la naturaleza oscura. Cayó al suelo, pero en un impedimento de ser jalado por la invisible atracción clavó su sable en la tierra, sosteniéndose con la fuerza de un brazo, mientras su mano libre quemaba con potentes llamas las lianas que le apresaban y aquellas que como serpientes se acercaban por todas direcciones.

Se levantó con prontitud, y su sable brilló una vez más.

—Sanar.

Las heridas se cerraron lentamente, pero la sangre ya había coloreado su camisa de matices claros. Debía hacer algo, y pronto, o continuaría siendo el animal acorralado. Tranquilizó su agitada respiración, al igual que intentaba apaciguar la cólera que le dificultaba pensar con claridad. No entendía como su oponente podía desvanecerse en el aire y aparentar nunca haber existido.

Transcurrían los segundos y no podía descifrar el enigma, sus agudos instintos se encontraban alerta hasta por el más mínimo cambio, esperaba por el ataque o la respuesta, lo que llegara primero, pero el tiempo no era su aliado, y temía que ir por su compañero provocara su muerte, con la misma magia ocupada en el cuerpo de Exilor. Estaba atado de manos, y despreciaba la sensación, la odiaba.

Cómo si Dios le susurrara al oído encontró la respuesta, una que había pasado por alto desde el comienzo de la batalla.

Reunió una gran parte de su energía pura, y con toda su intención maliciosa lanzó su hechizo.

—Purificar.

Una sábana de esporas blancas y brillantes descendió con suavidad sobre el terreno, que a ojos mortales fue invisible, pero hasta ellos podrían sentir el cambio de la atmósfera. La sensación ominosa disminuyó como agua caliente en tierras congeladas, la bruma que había poseído el lugar se fue desvaneciendo rápidamente, logrando percatarse de las sombras presentes cercando el claro, innumerables no-vivos se encontraban ahí, sujetando sus cuerpos como si hubieran sido envenenados, incapaces de encontrar el aire para sus pulmones, si es que todavía lo necesitaban.

Se movió de inmediato, no iba a desperdiciar la oportunidad de asestar un golpe fatal en la criatura que tanto daño les había hecho. Ahí estaba, a unos pasos frente a él, se notaba extraño, malherido, y en ese rostro corrompido e imperturbable, se podía apreciar en desconcierto, posiblemente resultado de su inesperada aparición.

La hoja del sable tomó forma para una estocada, brutal y decisiva, sin embargo, justo antes de llegar a él cambió de apariencia, ya no era el aliado del oscuro, ni un ber'har, sino su amigo: Héctor, con esa expresión infantil que nunca podría olvidar. Se detuvo un segundo antes de siquiera tocar su piel, sus manos temblaron y el agarre del arma se volvió irregular.

—Por todos los cielos —se lamentó, sabía que ese no era su camarada caído, pero no podía dañarlo, su corazón no lo aguantaría.

Bajó el arma, las fuerzas se habían extinguido de su cuerpo, así como la voluntad de seguir combatiendo.

—Lo siento, amigo mío —Comenzó a temblar y sus ojos se humedecieron—, te prometí que seríamos grandes soldados, que volveríamos a nuestras familias con honor y gloria —continuó, mientras un nudo crecía en su garganta, obstaculizando sus palabras—. Fuí yo el culpable... —Los dientes apretados formaban una barricada inútil contra la marea de emociones desbocadas que emergían, feroces como bestias desatadas desde lo más hondo de su ser—. La guerra y esos malditos nos lo arrebataron todo. Eras mi amigo, mi hermano de armas, y te dejé morir solo, no lo merecías. Debiste estar aquí, debiste...

Guardó silencio al sentir su abdomen atravesado por un objeto filoso, mientras bajaba con lentitud la mirada. Al instante observó un puñal de hoja negra y líquido viscoso del mismo color tiñéndola perforando su estómago. El dolor no fue nada en comparación con la sensación que atravesaba su corazón. El aliado del oscuro intentaba introducir toda la hoja del puñal, pero su fuerza no era suficiente, y su piel era más resistente de lo normal.

Tragó saliva y dejó caer su palma sobre el hombro del falso Héctor, y con dos lágrimas que resbalaron de sus ojos, pronunció.

—Purificar.