Primius bajó el cuerpo de Xinia a la extrañamente cálida madera de la superficie, para inmediatamente ayudar a su compañera Meriel con la camilla que cargaba al enorme individuo de nombre Ollin.
Amaris volvió su atención a la entrada, aquella por dónde se podía observar tan devastadora y cruel tormenta invernal. Los vientos gélidos y furiosas ráfagas, que por alguna razón afectaban a la cabaña en menor medida, se mostraban inclementes con cualquier ser vivo, pero sobretodo, con aquella borrosa silueta de pie, con un arma en mano.
—¡¡¡MALDITA SEEEEEAAAA!!!
Escuchó gritar en un idioma desconocido, empero, no por ello no fue afectada por la enorme carga emocional.
Meriel soltó la camilla con cuidado, apartando la mirada al encontrarse con los ojos preocupados del expríncipe. Apretó los labios, los puños, pero las lágrimas salieron sin querer detenerse. Le dolió muchísimo el secuestro de Wityer, y la frustración por nuevamente ser incapaz de ayudar inundó su corazón, pero el grito-lamento de su señor fue brutal para su persona. De los presentes, ella era con seguridad la que más conocía la relación que tenían Gustavo y Wityer, por tanto, sabiendo lo que representaba para el muchacho la perdida de su buen amigo, no pudo sino caer desconsolada, frustrada y avergonzada consigo misma.
—¿Estás bien? —preguntó Amaris al verle cruzar el umbral de la entrada.
Gustavo le miró, limitándose a ignorar la estúpida pregunta.
—¿Cómo está? —preguntó sin emoción en su voz, con los ojos posados en el cuerpo de la dama durmiente.
—No lo sé —dijo Primius con vergüenza.
—No hay peligro de muerte —respondió Amaris, sin verse afectada por la anterior actitud maleducada de su amado—, sin embargo, sus heridas son demasiado profundas, y el poco conocimiento que poseo me dice que su recuperación será casi imposible si no encontramos a un sanador bien versado.
Gustavo sacó la última pócima de vitalidad de nivel Excelente que tenía en su posesión, estaba a la mitad, y deseaba de todo corazón que fuera suficiente para ayudarle a levantarse nuevamente. Se acercó al oído izquierdo de Xinia, y con una voz baja, grave y severa le susurró.
—Te prometo que esto no quedará impugne.
Se colocó en pie, concediendo el frasco con el líquido maravilloso a las manos temblorosas del expríncipe.
—¿A dónde vas? —inquirió la maga.
—A verificar que no esté perdiendo la cordura —dijo, sin volver la mirada.
El recuerdo del secuestro de su pequeño amigo retumbaba en su mente, podía verlo en las fauces del enorme animal, y sabía que solo manteniendo su mente y manos ocupadas la volátil furia no causaría un cataclismo en este mundo de nieve.
El águila creada con el sello de luz continuaba posada en el instrumento arcano de metal, cumpliendo su función de iluminar por completo la cámara.
La silueta recostada sobre el mueble de madera continuaba con la cabeza gacha, con dificultad al respirar.
Gustavo exhaló, sintiendo como una de sus preocupaciones abandonaba su corazón. No estaba loco, el individuo existía, pues no creía posible que con su estado alterado su mente pudiera continuar con una ilusión tan realista... sin embargo, la realidad fue más cruda. Se acercó, examinando con extremo cuidado las marcas negras similares a venas que recorrían sus brazos, pecho y cuello, mismas que en un pasado no muy lejano el mismo había poseído.
Tocó su frente, y volvió a conjurar el único hechizo sanador que conocía, repitiéndolo una y otra vez. El cansancio inundó su cuerpo al paso de los minutos
—Estoy preocupada —dijo una voz a sus espaldas.
Él la reconoció sin necesidad de girarse. Su corazón tembló, teniendo como necesidad respirar profundo para calmar su agitado pecho.
—Hace un par de días que la vida parecía haber vuelto a ti, pero, por lo que puedo apreciar en tus ojos, estás en el mismo precipicio, que conduce a un profundo y oscuro abismo, y temo que ahora sí decidas saltar.
—Lo haría —dijo. Se tocó ambos ojos con el antebrazo—. Pero entonces no podría volver a verte.
Se giró, sonriendo con tal amor que aquello podría haber alumbrado la cámara.
De pie a dos pasos de él se encontraba una mujer de tez clara, delgada, cabello recogido en un chongo abultado, que le hacía verse mayor de la edad que en realidad tenía. Era hermosa, con una belleza que rozaba la pureza. Su vestido negro, ceñido a su bien delineado cuerpo no hacía más que acrecentar su imagen madura, aunque sus ojos seguían mostrándose juveniles y llenos de picardía. Esa mujer era única en su clase, y aunque muy dentro de él sabía que era solo la ilusión que su mente fabricaba, apreciaba ser engañado, al menos en esta ocasión.
—Te extraño. —Se aproximó, acariciando su mejilla con su mano derecha—. No sabes cuánto.
—Siento lo mismo. Desde tu partida mi corazón no late con la misma fuerza, mis ojos ya no ven el color, ya no me siento viva.
Tragó saliva, era ella, la persona que más amaba en el mundo, la razón de su proseguir. Tenía tantas cosas que decirle, que se quedó mudo en los segundos siguientes.
—Te amo, Monserrat.
—Te amo, Gustavo.
Cerró los ojos, llevando sus labios a los de su amada, pero nunca experimentó el contacto. Suspiró, abriéndolos con suavidad, solo para descubrir lo que muy dentro en su interior ya sabía, todo había sido una ilusión de su mente agotada.
Llevó su trasero al mueble que tenía apariencia de asiento, y se dejó caer. Su mano no abandonó su rostro, que lo masajeaba con fuerza. Temblaba, sus emociones eran intensas, pero entendía que eso no era algo bueno, exhaló, ahogando los gritos que cada cierto tiempo querían salir de su boca. Observó el techo, luego al individuo moribundo, quién por fin había abierto los ojos, aunque seguía sin moverse.
—Es... inútil... —dijo con dificultad.
Gustavo se carcajeó, liberando de su bolsa de cuero una pequeña cantimplora con agua a temperatura ambiente. Acercó la boquilla a sus labios, y bebió hasta saciar su sed.
—¿Deseas morir?
—No...
—Entonces cállate y déjame ayudarte.
Se volvió a poner en pie, acercándose al moribundo. Él también dudaba que pudiera sanarlo, pero no quería darse por vencido, su obstinación no lo permitiría.