webnovel

81. La provocación

Ese acento tan sobrenatural y tétrico hicieron que Hercus experimentara un escalofrío por todo su cuerpo. No se había detenido a pensar que, a pesar de que era tan preciosa y de piel blanca pálida, esa mujer causaba un temor profundo. Sin importar que su rostro fuera así de hermosa, la reina Hileane causaba miedo en cualquiera. No lo había experimentado, ya que siempre la había admirado e idolatrado. Pero al convertirse en su enemigo, notaba que era imbatible en la batalla. Además, esa larga cabellera blanca, grisácea, se ondeaba debido a la brisa gélida que emitía. Mantenía sus parpados cerrados. Extendió su mano izquierda, en donde sostenía la flecha congelada, y la apretó hasta romperla, provocando que saliera en forma de polvo helado.

Hercus no pudo evitar que su brazo dominante empezara a temblar, por lo que acababa de pasar. La muerte de Hileane era un hecho, pero se había levantado como si nada. Todo lo que habían hecho no había servido para nada; aún no había logrado vengar a Heris, a Herick, ni a la señora Rue ni al señor Ron. La pelea aún no había culminado. Alguna vez la había admirado, pero ahora, empezaba a tenerle miedo, porque era una bruja tan poderosa, malvada y sin piedad. La odiaba, porque ella era la más grande y a pesar de su rencor, reconocía su magnificencia y majestuosidad. Hileane Hail, la gran señora de Glories lo hacía sentir pequeño y endeble.

—Yo soy la reina. Personas insignificantes como ustedes jamás podrán matarme, porque ustedes no son nada frente a mí. Solo pequeñas aves carroñeras que se revuelcan en los desechos de los nobles—dijo la temible soberana, mientras movía sus dedos, para hacer referencia a que eran tan diminutos que los tenía en la palma de su mano. Abrió sus ojos plateados, los cuales brillaron con más intensidad aún que durante todo el combate—. Ahora es mi turno. Yo les mostraré el verdadero poder.

Su majestad Hileane les apuntó con su cetro de cristal hacia donde estaban ellos.

—¡Magia! —dijo Hercus. Fue la única palabra que alcanzó a pronunciar mientras sus pupilas se dilataban.

La reina Hileane los miró de manera despectiva y de la punta del cetro se formó una nevada que se expandió por toda la sala y que iba en su dirección. Producía el sonido como un zumbido como un enjambre de avispas.

Hercus apenas alcanzó a alzar el escudo, se arrodilló y se cubrió, dirigiendo sus ojos hacia el piso. Sintió como el frío empezaba a invadirlo desde el brazo que sostenía la rodela a cada extensión de su cuerpo. Su respiración se volvió lenta y pesada mientras la saliva de sus labios se le secaba, y su aliento empezaba a formar el aire blanco, con más notoriedad. Varios segundos estuvo allí, con sus parpados cerrados. El frío lo había puesto rígido. Sus manos empezaron congelarse, pero, esa magia escarchada se detuvo y no lo congeló. Fatigado y apurado, se levantó, y lo que vio alrededor, provocó un dolor en su corazón. Después de haber estado tan cerca de la victoria, su derrota era inminente, la marcha sangrienta había perdido contra la bruja de hielo. Ya no había nada que pudieran hacer, habían sido neutralizados. Todos estaban congelados, todos habían sido convertidos en estatuas gélidas de cristal, junto con todo el enorme salón del trono. Desde el más cercano: Lis, hasta el más lejano: Arcier, en el balcón. A excepción de los leones y las aves de presa blancas, ellos se encontraban inmóviles, como esculturas humanas perfectas hechas con martillo y cincel por el mejor artistita. Se acercó hasta la hermosa muchacha de cabello blanco y ojos preciosos que ahora solo era una pieza estática, pero ni aun así se lograba opacar su gran belleza. Extendió su mano hasta su rostro.

—Tócala si quieres que mueras. Si lo haces de forma brusca o la agrietas, su cuerpo saldrá herido de manera inclemente. —Hercus se detuvo a pocos centímetros de la cara de Lis, sin palparla—. También he congelado sus corazones, por lo que no pueden hacer ninguna fuerza para liberarse. Ni siquiera ella… Quedarán así por toda la eternidad, si no son quebrados. Por lo que me pregunto, ¿qué tan efectivos serían mis pinchos en estos momentos?

Hercus vio cómo la luz gris empezaba a manifestarse de nuevo en piso de cristal, lo que lo hizo tragar la poca saliva que quedaba en su garganta.

—¡Espera! —gritó Hercus desesperado—. ¡No lo hagas...! ¡Por favor, no los mates!

Hercus lanzó su escudo a un lado, al igual que la espada. Ella había ganado y solo le restaba rendirse para evitar que asesinara a sus amigos.

—Me estás diciendo, ¿qué perdone a los que intentaron acabar conmigo y, a los que hace no mucho, se regocijaban de mi muerte? —dijo ella con irritación. Sus palabras ciertas y verdaderas golpearon la razón de Hercus.

—Perdónales y toma mi vida. Yo soy su líder y él que ha hecho la estrategia. Soy el mayor causante de tu agravio y del asalto a tu reino —dijo Hercus. Este país, el que no hace mucho era el suyo y en el que ahora no podía vivir—. Déjalos que salgan sin herida y haz lo que quieras conmigo: golpéame, tortúrame, descuartízame, pero a ellos no les hagas nada. Yo seré tuyo y no intentaré dañarte nuca más. Seré tu esclavo o lo quieras que yo sea.

—Eso es muy tentador. Hercus de Glories, humíllate ante mí y reconsideraré perdonarlos. Tú tienes la vida de ellos en tus manos. ¿Qué es lo que harás?

Hercus estaba abrumado por el dominio y la magia de esa hechicera. Suspiró con derrota y se hincó en el piso. Hizo una reverencia con su cabeza. La bruja dejó de volar y volvió al piso, mientras se mantenía de pie y con altivez en su semblante.

—¿A quién es la única que sirves? —preguntó ella con confianza.

—A usted, mi soberana —respondió Hercus con voz neutra. Tanto odio y sed de venganza por esa bruja habían terminado de esta manera. Sus compañeros estaban congelados y él, puesto de rodillas frente a ella, que era una fuerza y un poder sobrenatural imposible de vencer, que arrasaba con todo a su paso.

—¿Quién es tu única monarca?

—Usted, mi reina.

—¿Quién es tu única ama?

—Usted lo es, mi gran señora.

—¿Quién es la dueña de tu vida, de tu alma, de tu voluntad y de tu corazón? —preguntó la reina Hileane de forma suprema.

—Por supuesto que usted, mi majestad, mi alteza —dijo Hercus, mientras sus ojos azules estaban distantes—. Ha ganado y nos has derrotado por su gran poder… por su magia… por su dote de los espíritus.

—A pesar de tus palabras de rendición, no puedo dejar de sentirme ofendida. ¿Insinúas que no puedo protegerme sin hechizos?

—No lo insinúo. Es un hecho. —Hercus alzó sus brazos con la palma hacia el frente—. De otra forma, desde nuestro primer ataque, hubiera caído ante nosotros, si no se ocultaras detrás de los muros de su magia.

—Insolente —dijo la su majestad Hileane. Empezó a descender de su tarima mientras sus ojos iluminados volvían a la normalidad y se aproximaba caminando—. Yos so la realeza, fui entrenada en el arte de la batalla: espada y escudo. Sé que tratas de provocarme, guerrero. Sin embargo, prepara tus armas. Ahora tendremos un combate singular y te mostraré que no dependo de mi magia y no solo me protejo detrás de una pared de hielo.

La reina Hileane durante su marcha, su capa se fue disipando en el aire. Hercus no creía que sus palabras provocaran este evento. Ya estaba en un punto de total sumisión, pues la vida de sus preciados amigos estaba de por medio. Pero si lo retaba a un enfrentamiento y podía prolongar sus vidas por más tiempo. Entonces, pelearía hasta el final. Su provocación había resultado con éxito, luego de atacar su orgullo y su arrogancia. Ahora, solo faltaba poder derrotar a la bruja de hielo.

La reina Hileane hizo que su símbolo apareciera en el reverso de su mano. Su marca real de color morado apareció. El copo de nieve de su misma casa, que había fundado y apenas tenía dos miembros, ella y la princesa. Seguido de esto, el cetro de cristal en su mano derecha se transformó en una deslumbrante espada de cristal; por dentro parecían haber luces atrapadas de turquesa y violeta. Mientras que, en su brazo izquierdo, se manifestó una rodela azul. Y, por último, en su cabeza, la corona se hizo más ligera, adornada con una deslumbrante gema azul que se sostenía a la perfección sobre su cabello blanco, que llegaba casi hasta el piso, y que flotaba sin tocarlo. Su falda se agitó en una onda y se formó una abertura en la pierna izquierda para más movilidad, mientras sus extremidades eran protegidos por pantalones de seda morada ajustadas a ella. Así, su majestad había transformado su atuendo, pero ahora, solo dispuesto para combate cuerpo a cuerpo, siendo una manera muy personalizada de usar su elemento.

La bruja dotada con habilidades mágicas y sobrenaturales era más alta que él. La cabellera plateada, el vestido y su semblante inexpresivo, la hacían lucir demasiado imponente y majestuosa. Ni los mejores guardias de la realeza, ni Lady Zelara podían equiparar su tamaño. Aquellas hechiceras de los elementos, hijos de los etéreos espíritus, eran más grande que cualquier hombre sobre la faz de la tierra, como si ellas fueran seres que no pertenecían a este mundo, sino, a otro, muy diferente.

Hercus no amedrentó su valor ante la alta hechicera. Se apresuró a recoger el escudo y espada que había lanzado no hace mucho y se preparó para el combate. Luego emprendió la carrera, dio un salto y realizó una punzada que se encontró con la gélida protección de la reina Hileane. La monarca le devolvió el ataque, realizando el mismo movimiento, el cual lo hizo dar algunos pasos hacia atrás. Arrugó el entrecejo. No era una mujer con gran musculatura y figura era esbelta, virtuosa. Mas parecía tener igual o más fuerza que él. Había luchado contra la bruja de viento, Lisene Wind, y la salvaje señora del agua, Earendi Water. Pero, ella dos no transmitían tanto peligro y dominación como lo hacía su alteza real de Glories.

La reina Hileane agitó se brillante espada de cristal desde la distancia. Hercus movió su cara para evadirlo, pero solo la ráfaga de aire escarchada le hizo una pequeña cortadura en la mjilla derecha.

Lo más curioso fue que, a la poderosa monarca, en su hermoso y celestial rostro, segundos después, justo en la misma zona donde Hercus había sido herido, a ella se le formó, con exactitud, el mismo corte.