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Capítulo VII

Cuatro días después de estos curiosos sucesos, a eso de las once de la noche, salía un fúnebre cortejo de Canterville House.

La carroza iba arrastrada por ocho caballos negros, cada uno de los cuales llevaba adornada la cabeza con un gran penacho de plumas de avestruz, que se inclinaban como saludando.

La caja de plomo iba cubierta con un rico paño púrpura, sobre el cual estaban bordadas en oro las armas de los Canterville.

A cada lado del carro y de los coches marchaban los criados, llevando antorchas encendidas. Toda aquella comitiva tenía un aspecto grandioso e imponente.

Lord Canterville presidía el duelo; había venido del País de Gales expresamente para asistir al entierro y ocupaba el primer coche con la pequeña Virginia.

Después iban el ministro de los Estados Unidos y su esposa, y detrás Washington y los dos muchachos.

En el último coche iba la señora Umney. Todo el mundo convino en que después de haber sido atemorizada por el fantasma por espacio de más de cincuenta años, tenía realmente derecho a verle desaparecer para siempre.

Cavaron una profunda fosa en un rincón del cementerio, precisamente bajo el tejo centenario, y dijo las últimas oraciones, del modo más solemne, el reverendo Augusto Dampier.

Una vez terminada la ceremonia, los criados, siguiendo una antigua costumbre establecida en la familia Canterville, apagaron sus antorchas.

Luego, al bajar la caja a la fosa, Virginia se adelantó, colocando encima de ella una gran cruz hecha con flores de almendro, blancas y rosadas.

En aquel momento salió la luna de detrás de una nube e inundó el cementerio con sus rayos de silenciosa plata, y de un bosquecillo cercano se elevó el canto de un ruiseñor.

Virginia recordó la descripción que le hizo el fantasma del jardín de la muerte; sus ojos se llenaron de lágrimas y apenas pronunció una palabra durante el regreso a la casa.

A la mañana siguiente, antes que lord Canterville partiese para la ciudad, la señora Otis conferenció con él respecto de las joyas entregadas por el fantasma a Virginia.

Eran magníficas. Había sobre todo un collar de rubíes, en una antigua montura veneciana, que era un espléndido trabajo del siglo XVI, y el conjunto representaba tal cantidad que míster Otis sentía grandes escrúpulos en permitir a su hija el aceptarlas.

—Milord —dijo el ministro—, sé que en este país el concepto de manos muertas, se aplica lo mismo a los objetos menudos que a las tierras, y es evidente, evidentísimo para mí, que estas joyas deben quedar en poder de usted como legado de familia. Le ruego, por lo tanto, que consienta en llevárselas a Londres, considerándolas simplemente como una parte de su herencia que le fuera restituida en circunstancias extraordinarias. En cuanto a mi hija, no es más que una chiquilla, y hasta hoy, me complace decirlo, siente poco interés por esas futilezas de lujo superfluo. He sabido igualmente por la señora Otis, cuya autoridad no es despreciable en cosas de arte, dicho sea de paso, pues ha tenido la suerte de pasar varios inviernos en Boston cuando era una jovencita, que esas piedras preciosas tienen un gran valor monetario y que si se pusieran en venta producirían una bonita suma. En estas circunstancias, lord Canterville, reconocerá usted, indudablemente, que no puedo permitir que queden en manos de ningún miembro de mi familia. Además de que todas esas baratijas y chucherías y todos esos juguetes, por muy apropiados y necesarios que sean a la dignidad de la aristocracia británica, estarían fuera de lugar entre personas educadas de acuerdo con los severos principios, según los inmortales principios, pudiera decirse, de la sencillez republicana. Quizá me atrevería a decir que Virginia tiene gran interés en que le deje usted la cajita que encierra esas joyas en recuerdo de las locuras y de los infortunios de su antepasado. Y como esa caja ya es muy vieja y, por consiguiente, deterioradísima, quizá encuentre usted razonable acoger favorablemente su deseo. En cuanto a mí, confieso que me sorprende grandemente ver a uno de mis hijos demostrar interés por una cosa de la Edad Media, y la única explicación que le encuentro es que Virginia nació en un barrio de Londres, a poco de regresar la señora Otis de una excursión a Atenas.

Lord Canterville escuchó con gran atención y muy serio el discurso del digno ministro, atusándose de vez en cuando su bigote gris, para ocultar una sonrisa involuntaria.

Una vez que hubo terminado míster Otis, le estrechó cordialmente la mano y contestó:

—Mi querido amigo, su encantadora hija ha prestado un servicio importantísimo a mi desgraciado antecesor, sir Simon. Mi familia y yo estamos llenos de gratitud hacia ella por su maravilloso valor y por la sangre fría que ha demostrado. Las joyas le pertenecen, sin duda alguna, y creo que si tuviese yo la suficiente insensibilidad para quitárselas, el viejo malvado saldría de su tumba al cabo de quince días para hacerme la vida infernal. En cuanto a que sean joyas de familia, no podrían serlo sino después de estar especificadas como tales en un testamento en forma legal, y la existencia de estas joyas permaneció siempre ignorada. Le aseguro que son tan mías como de su mayordomo. Cuando miss Virginia sea mayor, creo que le encantará tener cosas tan lindas para lucir. Además, míster Otis, olvida usted que adquirió el inmueble y el fantasma bajo inventario. De modo que todo lo que pertenece al fantasma le pertenece a usted. A pesar de las pruebas de actividad que ha dado sir Simon por el corredor, no por eso deja de estar menos muerto, desde el punto de vista legal, y su compra le hace a usted dueño de lo que le pertenecía a él.

Míster Otis se quedó muy preocupado ante la negativa de lord Canterville, y le rogó que reflexionara nuevamente su decisión; pero el excelente par se mantuvo firme y terminó por convencer al ministro de que aceptase el regalo del fantasma.

Cuando en la primavera de 1890 la duquesa de Cheshire fue presentada por primera vez en la recepción de la reina, con motivo de su casamiento, sus joyas fueron tema de general comentario y admiración. Porque Virginia fue agraciada con la diadema que se otorga como recompensa a todas las americanitas de buena conducta, y se casó con su novio en cuanto este llegó a la mayoría de edad.

Eran ambos tan simpáticos y agradables, y además se amaban de tal manera, que no hubo quien no estuviese encantado con aquel matrimonio, menos la anciana marquesa de Dumbleton que había hecho todo lo posible por «pescar» al joven duque y casarle con alguna de sus siete hijas. Para conseguirlo no dio menos de tres comidas costosísimas; y, cosa extraña de notarse, míster Otis en cierto modo la había ayudado. Míster Otis sentía una viva simpatía personal por el duque, pero teóricamente era enemigo de los títulos nobiliarios y, según sus propias palabras: «era de temer que, entre las influencias enervantes de una aristocracia ávida de placeres, llegase a olvidar su hija los verdaderos principios de la sencillez republicana».

Sus observaciones quedaron olvidadas cuando avanzó por la nave central de la iglesia de San Jorge, en Hanover Square, llevando a su hija, apoyada en su brazo, hacia el altar. No había en esos momentos un padre más orgulloso en todo el territorio de Inglaterra.

El duque y la duquesa, pasada ya la luna de miel, regresaron a Canterville Chase; y al día siguiente de su llegada, por la tarde, fueron a dar una vuelta por el cementerio solitario del atrio de la iglesia próxima al pinar.

Al principio, se había tenido una serie de dificultades acerca de la inscripción que debería figurar en la lápida de sir Simon, pero al fin se decidió grabar solo las iniciales del nombre de aquel caballero y los versos que estaban escritos sobre la ventana de la biblioteca. La duquesa trajo consigo un ramo de rosas precioso y lo dejó sobre la tumba; y después de permanecer unos momentos de pie, caminaron dirigiéndose hacia el claustro en ruinas de la vieja abadía; la duquesa se sentó sobre el caído pilar de una columna, mientras que su esposo, descansando a sus pies, fumaba un cigarrillo contemplando a su esposa y mirando sus bellos ojos. De pronto, tiró el cigarro, le tomó la mano y le dijo:

—Virginia, una buena esposa nunca debe tener secretos para su esposo.

—¡Querido Cecil! Yo no tengo secretos para ti.

—Sí que los tienes —contestó él sonriendo—. Nunca me has contado lo que te pasó mientras estuviste encerrada con el fantasma.

—Nunca se lo he contado a nadie, Cecil —dijo Virginia con una actitud reposada y seria.

—Ya lo sé, pero a mí podrías decírmelo.

—Por favor, no me preguntes, Cecil; no puedo decírtelo. ¡Pobre sir Simon! Le debo mucho. Sí, no te rías, Cecil, de veras, mucho le debo. Me hizo ver lo que era la vida, y lo que significa la muerte; y por qué el amor es más fuerte que ambas.

El duque se levantó inclinándose para besar amorosamente a su esposa.

—Puedes guardarte tu secreto mientras pueda ser yo el dueño de tu corazón —murmuró.

—Ese siempre ha sido tuyo, Cecil.

—Y algún día se lo contarás a nuestros hijos, ¿no es verdad?

Virginia se sonrojó.

FIN