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Capitulo 1: La Joven Princesa

En el corazón del reino de Auroria, entre montañas cubiertas de nieve y valles verdes salpicados de flores silvestres, yacía el majestuoso Palacio de Cristal. Sus torres se alzaban hacia el cielo azul como guardianes de un linaje centenario, donde cada piedra susurraba historias de glorias pasadas y desafíos superados.

Dentro de los muros del palacio, en la Gran Sala del Trono, la tensión era palpable. Nobles y consejeros se agolpaban en círculos murmurando entre ellos, mientras los sirvientes se apresuraban de un lado a otro con bandejas de frutas y jarras de vino dorado. En el centro de la sala, sobre un trono de mármol adornado con gemas incrustadas, yacía el cuerpo inerte del rey Aleksandr, cuya barba plateada y ojos azules habían sido testigos de innumerables batallas y tratados.

A los pies del trono, arrodillada en silencio, se encontraba la joven princesa Helena, su larga cabellera dorada caía en cascada sobre su espalda. Sus ojos verdes estaban llenos de lágrimas contenidas, su mano apretaba la de su padre con fuerza, como si pudiera devolverle la vida con su propio aliento.

El consejero real, Lord Alistair, se acercó con solemnidad y puso una mano sobre el hombro de Helena. "Princesa Helena", murmuró con voz grave, "es hora de que asuma tu destino como nuestra nueva emperatriz. El reino te necesita ahora más que nunca."

Helena asintió con tristeza, su corazón lleno de un peso que parecía demasiado grande para sus jóvenes hombros. Se puso de pie con determinación, enfrentando a los nobles que la observaban con expectación y algo de duda. "Seré la emperatriz que este reino necesita", declaró con voz firme, aunque en su interior, la incertidumbre y el miedo danzaban como sombras en la oscuridad.

Mientras los murmullos seguían llenando la Gran Sala del Trono, Helena recordó las historias de su madre, la anterior emperatriz, que había gobernado con sabiduría y gracia hasta su último aliento. A medida que los nobles se dispersaban para preparar el funeral del rey Aleksandr y los ritos de coronación de Helena, ella se quedó sola en la sala, con el peso de la corona acercándose cada vez más a su cabeza.

En los días venideros, tendría que aprender a gobernar, a navegar por las intrigas de la corte y a tomar decisiones que podrían determinar el destino de su reino. Pero por ahora, en la quietud de la Gran Sala del Trono, Helena solo podía aferrarse a la memoria de su padre y a la promesa silenciosa que se había hecho a sí misma: ser una emperatriz digna del legado de su familia y del amor de su pueblo.