El pecho de Íleo se sentía como si un caballo lo hubiera pisoteado. Se quedó congelado en su lugar, desesperado como su madre pero manteniéndose dentro de los confines de las cortesías palaciegas.
—Te he extrañado, Madre —dijo con voz baja. Su mirada viajó hacia su padre—. Y a ti también, Padre.
Anastasia podía sentir cuánto deseaba Adriana abrazar a su hijo, pero se contuvo. Adriana miró a los que los rodeaban y movió sus dedos. Todos desaparecieron.
Adriana se levantó de su lugar y caminó hacia su hijo con cuidado, observando sus rasgos. No se intercambiaron palabras entre ellos. Sus manos temblaban al alcanzar a su hijo. —Íleo —susurró entre lágrimas que caían de sus ojos—. Íleo.
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