A las ocho de la tarde, el coche que transportaba a Mei, Jason y Amelia se detuvo frente a la majestuosa mansión Montalbán. La luz del atardecer teñía de dorado las antiguas piedras de la fachada, dándole un aire casi etéreo al lugar, como si estuvieran a punto de entrar en un santuario donde el tiempo y las emociones se entrelazaban de manera inseparable. El suave crujido de los neumáticos sobre la grava resonó en el aire quieto mientras el coche se detenía. Amelia, sumida en un silencio tenso, sintió un nudo en el estómago al contemplar la imponente estructura. Era como si el lugar mismo guardara secretos que estaban a punto de ser revelados, secretos que podrían cambiar el curso de su vida una vez más.
No había tenido muchas sesiones con Lourdes, la psicóloga que atendía a las novatas en la organización. Apenas había pasado tiempo en la zona destinada para ellas, un hecho que la había marcado como un caso excepcional desde el principio. Normalmente, las jóvenes permanecían en ese lugar al menos quince días antes de su primera salida, un tiempo que servía para ajustar sus mentes y cuerpos a la nueva realidad que enfrentaban. Pero Amelia había sido diferente; su tiempo en la zona de las novatas había sido abruptamente interrumpido. Ni siquiera había llegado a una semana cuando Jason la reclamó para su primera cita.
Mientras el coche se detenía suavemente, Amelia no pudo evitar reflexionar sobre cómo, aunque habían pasado poco más de quince días desde su despertar como Amelia, la última reunión con Lourdes para su evaluación inicial se sentía como si hubiera sido en otra vida. La montaña rusa de eventos que había vivido desde entonces había distorsionado su percepción del tiempo, haciendo que esos días en la zona de las novatas parecieran parte de una era distante, casi irreconocible.
Cuando bajaron del coche, Amelia se preguntó dónde serían recibidos esta vez. Se preguntaba si Lourdes los llevaría a su habitual despacho, donde realizaba las terapias con las chicas, o si quizás serían conducidos al despacho de Inmaculada. Sin embargo, para su sorpresa, los guió hacia un pequeño salón que le resultaba completamente nuevo. Al entrar, dos mujeres se pusieron en pie, rompiendo la quietud del lugar.
A la derecha estaba Lourdes, con su esbelta figura, su cabello castaño recogido en un moño pulcro, y vestida con una elegancia discreta: un pantalón negro y una camisa blanca que acentuaban su aura de profesionalidad y calidez. Sus ojos avellana, siempre observadores y llenos de una calma casi maternal, se fijaron en Amelia con una mezcla de curiosidad y preocupación. Sabía que el proceso de aceptación del nuevo cuerpo no era fácil, y se preguntaba cómo Amelia habría lidiado con esa transición en medio de todo lo que había sucedido.
Junto a Lourdes se encontraba una mujer de aspecto marcadamente distinto, con una presencia que irradiaba una energía salvaje y controlada al mismo tiempo. Su melena pelirroja rizada caía con libertad sobre sus hombros, y sus ojos azules, afilados como dagas, se clavaron en los recién llegados, escrutándolos con una intensidad que casi se podía sentir. La mujer vestía un traje de chaqueta y falda de color crema, combinado con una camisa negra, un atuendo que, aunque elegante, no lograba domar la vibrante energía que parecía emanar de ella.
—Encantados de recibirlos —dijo la mujer pelirroja con una sonrisa que no llegaba a sus ojos—. Mi nombre es Paulina Parra. Soy la responsable del holding de empresas de la Señora Montalbán en Hesperia.
La voz de Paulina, firme y profesional, resonó en el salón, marcando el tono de lo que claramente sería una reunión cargada de expectativas y decisiones cruciales. Amelia, sintiendo la tensión en el aire, se preparó mentalmente para lo que estaba por venir, consciente de que cada palabra, cada gesto en esa habitación, podría tener repercusiones significativas en su futuro.
—Encantados de conocerte, Paulina —respondió Jason con cortesía, su voz resonaba con un tono diplomático mientras asentía hacia la pelirroja—. Ella es mi hermana Mei —dijo, señalando a su izquierda—, y mi prometida, Amelia —añadió, girándose ligeramente hacia la derecha, donde Amelia se encontraba. Sus palabras, aunque formales, estaban impregnadas de un orgullo silencioso por las dos mujeres a su lado.
Paulina asintió con una sonrisa que era más profesional que cálida, antes de gesticular hacia los sofás que rodeaban una mesa baja de té, invitándolos a sentarse. La sala en la que se encontraban era elegante y acogedora, decorada con un gusto exquisito que reflejaba el poder y la influencia de la familia Montalbán. Las paredes estaban adornadas con cuadros de paisajes serenos, mientras que en un rincón, una lámpara de pie arrojaba una luz suave que bañaba la habitación en un resplandor dorado.
—Por favor, tomad asiento —intervino Lourdes, su voz era suave pero cargada de autoridad—. Mi nombre es Lourdes. ¿Cómo estás, Amelia? Sé que has pasado por situaciones graves. Si lo deseas, podemos tener una sesión ahora mismo.
Mientras hablaba, Lourdes no apartó la mirada de Amelia, su preocupación era evidente en la forma en que sus ojos avellana escudriñaban los gestos y la postura de la joven. Sabía perfectamente lo que había ocurrido, estaba al tanto de todo lo que sucedía con sus antiguas pacientes. La virtud de Inmaculada no solo era su severidad, sino también su capacidad para asegurarse de que los casos que no requerían castigos severos fueran tratados con el cuidado y la atención necesarios.
Amelia, sintiendo la intensidad de la mirada de Lourdes, se acomodó en el sofá con un leve suspiro. Jason se sentó a su lado, colocándole una mano tranquilizadora sobre el muslo, mientras Mei se acomodaba a la izquierda de su hermano, cruzando las piernas con una gracia natural, aunque sus ojos seguían fijos en Paulina, evaluándola en silencio. Paulina, por su parte, se sentó frente a ellos con una postura relajada pero alerta, como si estuviera midiendo cada movimiento, cada palabra.
—Gracias, Lourdes, quizás en otra ocasión —respondió Amelia, tratando de mantener la voz firme—. Lo sucedido ayer fue quizás la gota que colmó el vaso, pero he estado sometida a mucha presión antes de eso. Si no fuera por Mei y Li Wei, me habría roto hace días.
Lourdes asintió, sus labios esbozaron una pequeña sonrisa de alivio mientras se reclinaba ligeramente en su asiento, cruzando las manos en su regazo.
—Me alegra que tengas dos buenas amigas que te apoyen —dijo, antes de desviar su mirada hacia Jason, quien seguía acariciando suavemente la pierna de Amelia, como si intentara transmitirle toda la calma y seguridad que sentía por ella—. ¿Y Jason? ¿Cómo te has sentido con él a tu lado?
Amelia levantó la mirada hacia Jason, sus ojos se suavizaron mientras una pequeña sonrisa apareció en sus labios.
—Oh, él es increíble... Cariñoso, atento... —respondió con sinceridad, pero su voz tembló ligeramente al mencionar esas cualidades. A pesar de la aparente calma, la conversación la estaba llevando a lugares emocionales que no había explorado en mucho tiempo.
Lourdes, notando la tensión en Amelia, se inclinó un poco hacia adelante, su tono se volvió más íntimo, casi susurrante.
—Perdona la indiscreción, Amelia, pero recuerdo una de tus preocupaciones... ¿Lo habéis hecho? —preguntó con delicadeza, sabiendo que tocaba un tema muy sensible.
El rostro de Amelia se tiñó de un leve rubor, y sus ojos se desviaron hacia el suelo, incapaz de sostener la mirada de Lourdes.
—Esto... —murmuró, su voz apenas era audible—. Sí... —Finalmente confesó, con un tono que era casi un susurro, como si todavía estuviera asimilando lo que eso significaba para ella—. Jason es... en ese sentido... No podía creer...
Lourdes, captando la mezcla de emociones en Amelia, sonrió suavemente y asintió.
—Tranquila, me lo contarás en privado si lo necesitas, pero veo que has superado tu asco hacia los hombres en el ámbito sexual. Me alegra escucharlo. Ya te lo mencioné antes, sabías que te volverías heterosexual; solo hacía falta darle tiempo al gusano para que completara su trabajo. ¿Hubo alcohol involucrado?
Amelia asintió, sus ojos aún fijos en sus manos que jugaban nerviosamente con el borde de su falda.
—No la primera vez... —comenzó, su voz se fue haciendo más firme a medida que hablaba—. Pero sí cuando empecé a aceptar mi atracción por Jason. Él no quiso aprovecharse. Esperó a que yo estuviera preparada, sin efectos del alcohol o por motivos incorrectos.
Amelia recordaba con claridad los momentos en que había tratado de seducir a Jason, impulsada por la confusión del alcohol o por la sensación de deuda por su amabilidad. Pero él se había negado, siempre con una paciencia y una ternura que la habían desarmado. Incluso el incidente de hacía dos viernes, que en su momento había parecido tan grave, palidecía ahora ante el resto de su comportamiento. Jason había demostrado ser más de lo que ella nunca habría esperado de un hombre.
Lourdes observó a Amelia con un destello de comprensión en sus ojos. Sabía que los sentimientos de Amelia eran complejos, una mezcla de gratitud, confusión y quizás, un poco de amor naciente que todavía no sabía cómo manejar. Paulina, por su parte, permanecía en silencio, observando la dinámica entre todos, su expresión era impenetrable, aunque sus ojos revelaban un interés calculador.
El salón, con su luz tenue y el suave sonido del viento moviendo las cortinas, parecía un refugio donde Amelia podía desvelar sus miedos y esperanzas. Pero también era un lugar donde cada palabra, cada gesto, era cuidadosamente evaluado por las dos mujeres que la observaban, como si estuvieran buscando las grietas en su armadura para ayudarla a reconstruirse o para protegerla de lo que vendría después.
—La señora Montalbán nos ha puesto al corriente de su petición. Ella también cree necesario castigar a ese desgraciado —comenzó Lourdes, su tono adquirió una gravedad que llenó la sala—. Por desgracia, no tenemos ningún gusano preparado. Su creación lleva tiempo y requiere conocimientos que nos son ajenos.
Lourdes desvió la mirada hacia Jason, buscando su reacción mientras la atmósfera en la habitación se tensaba.
—Quizás yo tenga esos conocimientos, si Inmaculada dejó instrucciones sobre cómo hacerlo —intervino Jason, su voz era calmada pero firme, con un matiz de autoridad que hacía eco en el aire.
Lourdes asintió, reconociendo la posibilidad, y rápidamente cogió un cuaderno que descansaba en lo alto de la mesa, entregándoselo a Jason con manos cuidadosas, como si el objeto mismo contuviera un poder que ambas mujeres no podían comprender. El cuaderno, aunque no antiguo, emanaba una presencia notable. Estaba encuadernado en cuero oscuro, suave al tacto pero resistente, como si hubiera sido diseñado para proteger su valioso contenido. Las esquinas estaban reforzadas con pequeños remaches metálicos, discretos pero funcionales, que daban un aire de durabilidad.
El cierre, un broche de metal pulido, mantenía el cuaderno firmemente cerrado, sugiriendo que lo que se encontraba en su interior no debía ser revelado a la ligera. En la tapa frontal, un símbolo delicadamente grabado resaltaba sobre la superficie, algo entre una runa y un emblema personal, tal vez una marca de Inmaculada, que le confería un aire de misterio.
Al abrirlo, Jason encontró páginas de un papel de alta calidad, ligeramente más grueso de lo habitual, lo que indicaba que el cuaderno había sido preparado con cuidado y atención al detalle. Los textos en su interior, escritos en tinta negra y con una caligrafía precisa, estaban en un idioma arcano que solo unos pocos podían descifrar. A lo largo de las páginas, se intercalaban diagramas complejos y símbolos que acompañaban las anotaciones, evidenciando un estudio profundo y meticuloso. Aunque solo tenía unos pocos años, el cuaderno parecía haber absorbido el conocimiento de generaciones, condensado en las investigaciones de Inmaculada sobre el misterioso gusano.
Al sostenerlo, Jason sintió que no solo tenía en sus manos un simple cuaderno, sino un compendio de saberes prohibidos, una guía que, bien utilizada, podía desbloquear secretos que otros jamás llegarían a entender.
—Nosotras no entendemos nada de lo que está escrito aquí —dijo Lourdes, con un ligero tono de frustración—. No conocemos la lengua, solo podemos ver ciertos dibujos y símbolos que parecen runas o letras.
Las páginas estaban llenas de caracteres arcanos, antiguos y misteriosos, emparentados con lenguas orientales como el chino o el japonés, pero que solo unos pocos iniciados podían leer. Amelia y Mei se inclinaron un poco para observar el contenido, pero la complejidad de los símbolos y la disposición del texto las dejó desconcertadas. Para Jason, en cambio, era como abrir un libro en uno de sus idiomas maternos, familiar y, al mismo tiempo, profundamente esotérico.
Mientras Jason pasaba las páginas con cuidado, un papel sobresalió del interior del cuaderno. Lo tomó con una mano firme, pero al leer su contenido, su expresión cambió drásticamente. Su rostro, normalmente imperturbable, se contrajo en una mueca de preocupación. La palidez comenzó a extenderse por sus mejillas, y pequeñas gotas de sudor aparecieron en su frente, reflejando la gravedad de lo que acababa de descubrir.
—La señora Montalbán solicitó la destrucción de ese escrito después de que lo leyeras —dijo Lourdes, con voz medida—. El original y las copias digitales ya fueron eliminadas. Puedes quedarte con el cuaderno para su estudio.
Lourdes y Paulina intercambiaron una mirada rápida, ambas ansiosas por conocer el contenido del cuaderno y del misterioso folio que había provocado tal reacción en Jason. Sin embargo, sabían bien cuál era su lugar y comprendían que lo que estaba escrito no era para sus ojos.
Amelia, que había estado observando a Jason con creciente inquietud, sintió que su corazón comenzaba a latir con más fuerza al ver la expresión de su prometido. Jason rara vez dejaba entrever sus preocupaciones, pero en ese momento su rostro reflejaba claramente una mezcla de tensión y algo más profundo, algo que ella no podía identificar del todo pero que la asustaba.
—¿Jason? —preguntó Mei, su voz era baja, casi un susurro, en un intento de sacarlo de ese trance.
Jason parpadeó dos veces, como si volviera a la realidad, antes de hacer una bola con la hoja de papel y quemarla en el incensario que estaba estratégicamente colocado en la mesa, sin duda para ese propósito específico. El incensario, de bronce envejecido, tenía una forma redondeada y elegante, con intrincados grabados que representaban antiguas escenas rituales. Pequeños orificios permitían que el humo escapara en finas volutas, creando un efecto etéreo en la habitación. Las llamas devoraron el papel rápidamente, convirtiendo las palabras en cenizas que se elevaron en una ligera nube de humo, serpenteando hacia el techo antes de desvanecerse en el aire.
—Estoy bien —dijo Jason, aunque su tono no lograba ocultar del todo la inquietud que lo había embargado—. Pero debo reflexionar sobre el contenido de esta carta.
El silencio que siguió fue cargado de tensión. Las cuatro mujeres comprendieron de inmediato que lo que Jason había leído era de suma importancia y gravedad. Aunque no lo expresó directamente, sus palabras dejaron claro que lo que estaba en juego era algo mucho más grande de lo que cualquiera de ellas podría haber imaginado. Algo que podría trastocar todos sus planes y, quizá, cambiar sus vidas para siempre.
Lourdes y Paulina asintieron con seriedad, sabiendo que lo mejor era dejar que Jason procesara la información en sus propios términos. Mientras tanto, Jason se perdió en las implicaciones de la carta de Inmaculada, con la mente trabajando a un ritmo frenético para evaluar cada posibilidad, cada amenaza velada que las palabras contenían.
Amelia, sentada a su lado, sentía una mezcla de miedo y desconcierto. La conexión que tenía con Jason le permitió captar el peso de sus pensamientos, aunque no conociera los detalles. Observó su perfil mientras él permanecía sumido en sus pensamientos, y la idea de perderlo, de que algo en esa carta pudiera separarlos, la aterrorizaba. No deseaba renunciar a él, pero si todo lo que estaba escrito era cierto, temía que su futuro juntos estuviera en peligro.
Jason, por su parte, sabía que no podía permitirse mostrar más debilidad. No quería alarmar a Amelia ni a las demás, pero la realidad era que si el maestro demandaba lo que la carta sugería, su capacidad para proteger a Amelia se desvanecería. Incluso sacrificando su vida, temía que Amelia estuviera condenada. La gravedad de la situación lo golpeaba con fuerza, como si el destino mismo estuviera decidiendo arrancar lo más valioso de su vida.