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Camino a la cueva de la Salamanca. Dos personajes misteriosos

Camino a la cueva de la Salamanca. Dos personajes misteriosos

Se buscan hombres para viaje peligroso. Sueldo escaso.

Frío extremo. Largos meses de completa oscuridad.

Peligro constante. No se asegura el regreso. Honor y reconocimiento en caso de éxito

Ernest Shackleton

Con la tarde en ingreso pasamos a gran velocidad la carretera que apunta por sobre las sierras de un parque de tierra colorada en la pro- vincia de San Luis. Don José se sentía complacido al ver tanta diver- sidad de naturaleza. Habíamos pasado por un largo desierto y ahora estábamos en un terreno con mayor vegetación. Él, como Michelle, estaban acostumbrados a relieves no tan heterogéneos y con poca multiplicidad en una naturaleza de bosques, arboledas y pastos oriun- dos escondidos.

—¿Y?, ¿qué les pareció? -pregunté con duda sobre el libro en lo concerniente a la llamada Salamanca.

—¡Interesante! -cita Michelle-. Se encuentra a mil seiscientos me- tros al norte sobre la villa de Sanagasta, en la provincia de La Rioja. En una caverna a lo alto de un cerro con una boca enorme se esconde ella. Tiene unos cincuenta metros de profundidad aparentemente.

—El libro expresa que en su infinito se ha de llegar rompiendo la pared de cristal -dice don José-. Es una metáfora.

—Debe haber grietas -aclara Rodrigo.

—¡Bien! Se dice que se escucha música hipnótica que llama a los adeptos a la trampa. Así mencionan los residentes. Las brujas llegan desde otras localidades como Famatina, tal vez en la provincia de Ca- tamarca o Santiago del Estero. Habla de infinidad de cuevas en el norte argentino, y parece que nuestra búsqueda, bien dijo el cacique, es aquí.

—En Salavina es el centro nacional de todo está este periplo de aquelarres y nigromancia.

—¡Claro! El vocablo es quechua. Significa en su etimología: peña baja o infierno. En son de la reunión.

—¿Habla de un rey? -interpeló.

—Un Zupay, quien preside las reuniones, sella los pactos de los hombres que acuden a él en busca de la verdad eterna de la vida. La supuesta verdad absoluta que conlleva la ciencia y la carne y el secreto misterioso del mal. ¡Refugio del demonio!

—Las brujas satisfacen a este en deseo sexual como su harén -dice de brazos cruzados don José mirando al suelo de la cuerina de la camioneta.

—Hay párrafos dedicados al macho cabrío, en fiestas dadas por los Calcus, una especie de brujo. Se bebe chicha y aguardiente. Se citan todas las almas que merodean los infiernos. La luz proviene de lám- paras de aceite humano y carcajadas son escuchadas a lo lejos. Pasan días de fiesta, y juerga. Y luego se desvanecen con el don de poderes mágicos -sentencia Michelle.

—Y el propio mandinga se aparece como gaucho con ador- nos de plata y ornamentos -dice Rodrigo-, y esas personas no pro- yectan sombra.

—Las pruebas son las siguientes, como explayaba el nativo ranquel. El ataque de un chivo maloliente de ojos rojos. La segunda es aguantar la presión de los anillos de una serpiente peluda llamada culebrón, y la tercera vencer a un basilisco de ojos criollos centellantes y desafiantes. Hay que demostrar que no se les tiene intimidación a esas amenazas. El problema radica en que su emblema genera sí, o sí, el miedo. -Mi- chelle al comentarnos se queda un tanto reservada. El lúgubre pesar llamó la atención de don José.

—¿Qué ocurre?

—Nada, solo que dice que seres reales han de encargarse en las pruebas. Las ánimas no pueden interceder en tal sentido. No concuer- da la claridad, solo intuyo que alguien vendrá.

—El cacique hizo un comentario de recibir ayuda, o no. ¿O estoy loco? -manifiesto.

—¿Sí?, en alguien, o algo -comenta Rodrigo.

—Bueno, me dije (y me toco la barbilla). Ya incorporamos la in- formación dada. Por lo menos con lo que poseemos sabemos cómo manejarnos.

Al cruzar doblamos a otro camino que sería un poco más eficaz para llegar al norte de la provincia, todavía teníamos la ruta que lleva a la ciudad de San Juan, tierra de Sarmiento, quien escribió el famoso libro el Facundo calumniando al régimen federal desde la persona de este. Hicimos para agregar tres horas de viaje. Hasta llegar al centro. Con una parada para almorzar a eso de las dos de la tarde. Era un res- taurante típico de variedad de comidas. En él se podía ver la persona- lidad de Domingo Faustino Sarmiento. Rodrigo me codea y articula indicando su malestar.

—Míralo, el padre de la educación -con un ligero sarcasmo.

—Es y no es, no podemos citar lo que el pasado ha dado de nuestros personajes más célebres.

—¡Vamos! Era un hombre del partido unitario que hablaba blasfe- mias de los pobres gauchos e indios salvajes.

—Entiendo, lo sé, mi amigo, lo sé. Era como se cuenta un ser com- plicado, y su libro mismo lo manifiesta cuando de estropear la perso- nalidad de otras celebridades se encarga, con su pluma y tinte fuera de su país. Crónicas de los manuales.

—Cobardía, diría yo. No merece ni un ápice de respeto de mi parte.

—Ni de la mía, ¡pero ha pasado a la historia!

—Justo, Urquiza, Florencio Varela, Roca, Avellaneda, Aramburu y si te gusta puede ser Videla también. Y no dejaban de ser personajes tan nefastos -aclara con odio Rodrigo.

—¡No podríamos comparar! -Opino con franqueza.

—¡Admito que son diferentes! -se acerca el portugués-. Los gran- des y maquiavélicos personajes de la historia han llegado a nosotros y perduran y no por ello deben ser buenos o malos. Benito Mussolini

era un dictador, Joseph Stalin era otro despiadado que envió a matar por intermedio de otra persona a Trotski en México. Sujeto del cual no recuerdo su nombre -explica don José.

—En 1940, fue Jaime Ramón Mercader del Río, un español catalán comunista. Pavel Sudoplátov el director del departamento de opera- ciones recibió la orden de Stalin por medio de la operación Pato. Fue en la casa de Trotsky clavándole un piolet en la cabeza que le quitaría la vida veintiséis horas después.

—¡Es una larga historia aquella!, se habló de un artículo en el cual León explicaba que la URSS se había convertido en un estado impe- rialista algo aberrante y terrible a los ojos de Joseph; en conclusión, no hace a la historia sino por los personajes que de ella nacen. Un Iván el terrible que masacra su pueblo, un Vlad Tepes que empala a sus ene- migos defendiendo la nación rumana de los turcos y dando letra al tintero de Brad Stoker como un Drácula, unos Carlomagno buenos, malos, intermedios y Ricardo Corazón de León.

—Un Che Guevara, un Pancho Villa, o un Sandino -aclara Rodrigo.

—O un Facundo Quiroga - expreso.

Michelle vuelve, mientras estamos parados en la puerta del restau- rante. Fue a hacer una compra. El libro del Facundo de Sarmiento. Ya que lo mencionábamos. Ahí lo tenemos. Abrí la puerta y uno por uno ingresaban. Tomamos asiento en una mesa cuadrada de una madera de roble, de sillas de la misma materia. Una carta en medio. El mozo se acercó tímidamente.

—¡Buenos días!, ¿quieren elegir primero? -nos pregunta el mozo.

—¡Buenos días! -lo saludamos-. De bebida un agua mineral por favor.

—¡Que sean dos!

Don José mira a Michelle que quiere una gaseosa.

—Dos gaseosas y para almorzar en una elección rápida, milanesas con papas, -canta José con el asentimiento de Michelle que ya le había hablado de las famosas milanesas.

Con Rodrigo pedimos empanadas de carne, jamón y queso. Ocho empanadas. Por mi parte no quería pedir tanta comida, ya que por

motivos de sueño aún debía continuar manejando. El mozo se fue hasta la barra a ingresar nuestro pedido. Conversamos del asunto del cacique.

—Hasta ahora no siento la mala digestión que tenía en otros días. Ese medicamento está dando resultado -explica Rodrigo.

—¿El tal Quiroga era un caudillo, Armando? -pregunta Michelle-, solo atiné a leer algún que otro fragmento donde lo tratan de salvaje.

—¡No!, no te guíes por ese libro. Sí es menester saber que es admi- rable su forma de escribir con elegancia y que la calumnia es madre de la sabiduría y la búsqueda de la verdad. Su nombre es Juan Facundo Quiroga. Nacido en la región de los llanos. Hijo de estanciero. Era un hombre de decisiones rápidas a la edad que toma el mando en la familia. Ayudó a deponer a gobernadores que eran corruptos y colo- car otros. Intervino contra un batallón de soldados cazadores, rango que se le daba como título, que venían saqueando desde el norte, y los vence. En San Luis prestó combate consta un grupo de españoles insurgentes que quieren tomar el cuartel. Rivadavia, que negocia con los ingleses, cede los terrenos de las minas de Famatina las cuales eran de administración suya y esto desata la contienda. Que dará lugar a la lucha entre los llamados unitarios y los federales. Buenos Aires, Tucu- mán, Salta y Catamarca contra las provincias unidas. Entre los fede- rales teníamos a Bustos en Córdoba, e Ibarra de Santiago del Estero. Inmediatamente envían a Gregorio Aráoz de La Madrid a aniquilar la situación de las provincias rebeldes y es vencido en la batalla del Tala. De allí la leyenda de este y sus heridas como héroe de la independen- cia. Lo creían muerto, pero no. Nuevamente chocan armas y Quiroga por segunda vez es victorioso en la batalla del Rincón. Más sangrienta que la del Tala que había durado tres días. Quiroga había conseguido un gran propósito de modo inexorable salvar, a las provincias del ré- gimen unitario proclamado por el Congreso y sin consentimiento en pos de un avasallamiento inaudito basado en tiranía. En ese entonces dos facciones se encontraban a la carga. Los ilustrados que seguían a Rivadavia y los que seguían al coronel Dorrego. Eran irreconciliables

unos con otros. Unos por ambición al capital salvaje del liberalismo industrial y otros por su vanidad. En el medio de toda esta naciente república de disputas entre las causas de Buenos Aires y las provincias, una masa de plebeyos pobres e indiferentes al sistema: los gauchos y los indios. La brava e inconsciente temeraria facción de olvidados. El general sobresale por ser el primero en darse cuenta de tal situa- ción y que la unión es la madre de todo resultado positivo. Que sin ella no habrá nación. En ese entonces, y Rodrigo que es periodista puede corregirme si quiere, se hallaban los medios manipuladores del desquicio que manejaban a la sociedad con un aplauso subsecuente e hipócrita a los caudillos del capital, panfletos, chismes, motes. Todos desde el vientre de Rivadavia y los unitarios. Bien, una nueva inten- tona de los Unitarios lanza al golpista Lavalle. La llamada espada sin cabeza, por su valor y por su falta de pesar, y pensar al segundo de tomar decisiones sabias. Llega a Buenos Aires con sus tropas con un incendio que poco antes se le atribuía a la anarquía en las provincias. La deposición sería pues no por un dictador, ni un caudillo, sino por un personaje que ganaría los laureles en la independencia luchando en Guayaquil bajo las órdenes de Simón Bolívar para dar fin a la España realista. Hombre que hasta desafió a uno de los padres de la libertad manifestando este (Bolívar) en un episodio que ningún soldado se ha atrevido con su insubordinación ante él, de lo que expresó el León de Riobamba que seguro ellos no tenían una espada como esta, y señala su sable curvo. Una pena por este hombre. Lavalle toma Buenos Aires y persigue al coronel en mando hasta capturarlo y en Navarro, un pue- blo que se encuentra en la provincia de Buenos Aires, lo fusila. No hay tal vez historia de tan honda tristeza que esta que te he de contar so- bre aquel horrendo crimen que se extiende a la figura del general para entender el por qué. Ahora los verdaderos instigadores y cómplices del suceso son Del Carril y Florencio Varela que, reunidos en una no- che en grupo con otro inteligente estratega, el general Paz, planearon la deposición. Luego del fusilamiento de Dorrego en Buenos Aires por parte de Lavalle, Rosas asume la responsabilidad del Gobierno,

persigue a este por intermedio de Manuel Oribe que lo vence en Fa- maillá. Aquí comienza una suerte de vigorización del Partido Federal. Ahora resumiendo, los unitarios vuelven a la carga con Lavalle, y Paz. Este último vence a Quiroga en la Tablada. El mito de los capiangos es nombrado por Paz en sus memorias, como también el heroísmo del riojano:

La operación militar más arrojada de la que he sido testigo o actor en mi larga carrera... Me he batido con tropas más aguerridas, más discipli- nadas, más instruidas, pero más valientes, jamás - ( JP) El general Paz

—¡Palabras sabias! -piensa el camarada portugués.

—¡Exacto!!, mi amigo, y es menester tener presente también que la persona del caudillo Quiroga tenía algo de magnánimo. Dio sepultu- ra a sus enemigos, entre ellos, Dávila, rindiéndole honores merecidos. La muerte no es un juego, es un pasaje del cual hay que respetar y él lo hacía. Al vencer a personajes como La Madrid, hizo curar sus heridas, lo mismo con Díaz Vélez; a Alvarado lo beneficia con la libertad, y la devolución de su dinero. Estaba por pasar a cuchillo al llamado Mo- reno Barcala y lo incorpora a su ejército cuando a este lo daban por muerto; lo mismo hizo con Murga. Con su manta y quizás una gloria de su carácter en bondad. Cobija con su manta al moribundo puntano Pringles y siempre defiende con ímpetu a quienes lo odian como La Madrid y el general Paz. Quiroga pues exalta con pasión a sus paisa- nos con un grito de sus arengas. Paisanos a todos aquellos federales que aman la libertad. Los grandes peligros exigen grandes sacrificios y, si alguien lo sabía, era un joven soldado que entre sus valientes se des- tacó, alguien de mucha notoriedad llamado Ángel Vicente Peñaloza, conocido como el Chacho. Un valiente gaucho. Retomando, monta- do e hincando su espuela en su glorioso corcel de los días de batalla va a Córdoba. Aquí el mito. El piojo llamado a su caballo moro no que- ría dejarse montar. Algo sabía el zaino. El general Paz, del que se han dicho muchas cosas, a la luz de la inexorable crítica por un hecho en

Arequito en 1820 en el cual se sublevaron a un parte importante del ejército para mantenerse al margen de un conflicto con los realistas. Un hecho que impidió al general San Martín del apoyo que requería. Algunos lo tomaron como falta de lealtad. Los actos y situaciones me- recen ser estudiados en órdenes de razones lógicas Pues no es menor citar que luchó en Brasil, y que nuevamente lo tenemos aquí con su actitud fría, sagaz e inflexible; era un tipo estratégico, y venció de una manera dominante a Bustos en San Roque. Con férrea disposición carga contra el general y vencerá al Tigre, que acude tras el pedido de ayuda de Bustos; Paz con su estilo de llamada guerra psicológica en la Tablada logra la victoria. Nuevamente se vuelven a enfrentar y Qui- roga avanza a Córdoba con cinco mil hombres. Nunca se había des- plegado mayor actividad en una guerra civil, y es vencido nuevamente en Oncativo por un ataque sorpresa de La Madrid y Pedernera que destrozan a su ejército. El Tigre huye a Buenos Aires tras ser persegui- do por Aráoz, con apenas cien hombres. Ya en el puerto es recibido por Rosas. Todos sus bienes son saqueados por La Madrid, y el Tigre permanece un tiempo en Buenos Aires hasta que reúne un ejército de forajidos, mercenarios y otras calañas. Un ejército patibulario, diría yo. Eran voluntarios que por las circunstancias se veían obligados a luchar, según él defendiendo en nombre de los húsares que detrás de él avanzaban a una orden de este, y se lanza en busca del general Paz, pero se entera en medio del camino que este es capturado por un sol- dado de apellido Cevallos y entonces se va en busca de su enemigo. Antes se entera con desilusión, y este es un detalle importante de su caída espiritual, que cuando fue derrotado en su provincia le habían robado como pertenencia crucial a su moro, su caballo consejero y que este estaba en poder de Estanislao López, quien supuestamente no estaba enterado de aquel hecho indómito.

—¿Un caballo? -contesta Michelle-, ¿ha de lograr tanto?

—Ese caballo no era cualquier animal. Realmente tenía poderes infernales que eran la clave del llamado triunfo del riojano. Diferente a sus mitos de aparecer en el campo de La Madrid, metros cuando se

lo hacía a leguas, o aparecer en la fiesta de los unitarios luego de su derrota. Así era este ñato, en términos criollos. Él expresa a su amigo Rosas que no irá luchar con La Madrid, ya que se siente abatido por tal suceso repudiable. Rosas escribe a Estanislao López, gobernador de la provincia de Santa Fe, y este le comunica que poseía un animal inefable y salvaje en todos sus aspectos, por lo que envió con otros a un exilio al campo y que promete escribir en tal caso para devolverlo; aunque no se sabe de ello. Dice pues que dobles se compran a cuatro pesos y que no podría ser tan animal infame en todos sus aspectos. De aquel asunto no hubo noticia, ni cartas, nada en absoluto. Juan Ma- nuel de Rosas entiende lo acontecido, ya que es un hombre inteligente y sabe el sentimiento del campo, y le expresa en carta a Quiroga que él también lamentó la pérdida de un colorado pampa y que en estos días nos traerán un semental de un cacique, a lo que responde el Tigre que pasarán siglos para que salga en la república uno igual, y cita: Protesto a usted de buena fe que no soy capaz de recibir en cambio de ese caballo todo el valor que contiene la República Argentina… Me hallo disgusta- do, aún más allá de lo posible.

—Era un corcel típico del Genghis Khan -aclara don José.

—Con certeza… una conversación del campero Güemes. Un anti- guo oficial de Quiroga. Expresa con palabras ciertas.

Señores, digan ustedes lo que quieran, rían cuanto se les antoje, pero lo que yo puedo asegurar es que el caballo moro se indispuso terriblemente con su amo el día de la acción de La Tablada porque no siguió el consejo que le dio de evitar la batalla ese día: soy testigo ocular de que habiendo querido el general montarlo el día de la batalla, no permitió que lo enfre- nasen por más esfuerzos que se hicieron, siendo yo mismo uno de los que procuré hacerlo…. (off de Quiroga - fuentes de cartas)

—Impresionante, ¿no? -le aclaro con elocuencia exigua de mi relato memorial de aquel episodio. Fue en la primera derrota con el general Paz en la Tablada. Al final asiente en su inexorable destino y va en busca de su

enemigo, vence en la batalla de la ciudadela a La Madrid, y el plan uni- tario termina ahí. Huyendo acabado el unitario, Quiroga le concede un salvoconducto a su familia para que este se reuniera con su esposa e hijos.

—¡Eh!, aquí el favor del magnánimo -se convence el portugués.

—Michelle y Rodrigo fruncen el ceño al mismo tiempo.

—Ya explicaré -aclara don José.

—Seguro -sigo el relato-, Quiroga era un hombre muy enfermo. El reuma lo volvía loco, por lo que no participó de la Campaña del De- sierto. Sí, por su expresión de simplicidad en conflictos en un vigoroso empuje de soluciones, al norte a realizar un acuerdo ante el conflicto de dos gobernadores de Salta y Tucumán. Se colocó a su frente una férrea comitiva. Los gauchos lo veían pasar en su carruaje en las postas. Rosas le había anticipado que tuviera cuidado, que tenía enemigos, tal vez en- tre ellos al malo, al gualicho en la eminencia de sus demonios súbditos que cobrarían su pago. El conflicto entre los gobernadores Latorre y Heredia por la disputa de la provincia de Jujuy era inminente. Y el trán- sito para llegar a ellos y regresar era la provincia de Córdoba, eran los Reynafé, y en Santa Fe, López. Al terminar el asunto con buenos oficios, se le avisa que estos hermanos, los mencionado Reynafé, lo matarán si pisa la provincia de Córdoba. No prestó importancia mínima a las pala- bras; cambió caballo de coche y prosiguió. Cualquier partida se pondría a su orden con su voz. Arturo Capdevilla ha dicho:

Las almas están dormidas, mas despertar es hora, toca un ángel su clarín, se alzan entonces las sombras, atención que comienza el drama de Quiroga…

—Entre sueños premonitorios y gente que se acercaba a él para dar- le el mensaje de su pésame de quien será asesinado. Y en Barranca Yaco es interceptado por un amplio grupo de sicarios y asesinado de un ba- lazo por Santos Pérez. Esa es toda la historia del caudillo -concluyó.

—Sin nombrar su leyenda -levanta el dedo índice de la mano iz- quierda Rodrigo.

—¡Es evidente! Era un hombre misterioso y es de aquí que se debe

todo este embrollo. Su caballo el moro como confidente. Le decía cuándo atacar y no, en la batalla contra Paz en la Tablada, no se de- jaba montar por algo, sabía de antemano lo que ocurriría. Su ejército como guardia personal de Capiangos. El enigma de que nunca dor- mía. Que se aparecía en lugares extraños. Decían que estaba a leguas de un campamento y apareció a metros. Se apareció en una fiesta de unitarios cuando había sido derrotado. Y su cuerpo se esfumó luego de que lo mataran, si es que lo habían matado o estaba escondido en alguna montaña.

—O dormido como el rey Arturo en alguna isla -habla don José.

—O el emperador Federico Barbarroja -le digo yo, reiterando lo que una vez conversamos.

—Increíble historia de ese hombre -se maravilla Michelle.

—El mozo llega y deposita la comida cada plato para cada uno de nosotros. Lleno las copas de mis amigos. El mozo se va con la mítica palabra: buen provecho.

—Por ustedes y la aventura, ¡salud! –digo.

—¡Salud! -me dicen.

Comenzamos a devorar. Las milanesas ante las caras de dos extran- jeros estaban fantásticas aparentemente. Nuestras empanadas no se quedaban atrás. Luego de almorzar hicimos una sobremesa de cafés antes de continuar el viaje.

—¿Qué tal la comida? -expresé.

—Fantástica.

—Sí, nunca había probado estas llamadas carnes con pan en polvo.

—Son una delicia -dice donde José.

—Deben probar la pizza -remarca Rodrigo-. En Buenos Aires, lue- go de terminar el periplo si todo resulta exitoso los invito.

—Tomo la palabra -se ríe el portugués.

—Me intriga su fascinación por ciertas religiones.

—Es indudable, Michelle, como periodista investigo. En aquellos tiempos turbios cuando mi nombre -y susurra despacio Rodolfo-, in- vestigué muchas atrocidades, la llamada masacre de José León Suárez

y otros conflictos, me interesé también luego de conocer a un amigo Steven de origen haitiano que me regaló un collar con la estampa del Papa Legba, el que cuida los caminos, protector del mundo espiritual. El mediador entre dos mundos entre las loas a dioses menores y los hombres. Representa la elocuencia, la voz de Dios. El habla y la com- prensión. Es un respaldo, cuando nuestras almas se retiran, él se en- carga de que sean devueltas en la comunicación del Guinne. Recuerdo sus palabras cuando citaba en un español raro. Esto te protegerá. Pá- jaro has de ser. Y cito:

Oh, buen Legba, escúchame: ábreme la barrera. Papá Legba, ábreme la barrera.

Ábreme la barrera para que pueda entrar. Vudú Legba, ábreme la barrera.

Daré gracias a las loas cuando vuelva. Ababó. (oración de la religión vudú)

—Es una bendición como la pulsera que lleva mi amigo ahí de co- lor verde y amarillo -me mira Rodrigo.

—Sí, jamás le he preguntado por ella. A veces uno se encuentra bastante distraído -murmura don José.

—Es un regalo de pequeño -le digo.

—Religión yoruba -cita Michelle con simpatía.

—¡Sí!, representa al Dios Orunmila. Es una pulsera de Orula. Él es el dios del conocimiento. Él sabe todas las lenguas, y conoce todos los destinos, algo así como el tal Legba.

—¡¡Impresionante!! -dice don José-. Yo solo puedo decir que soy un católico cristiano creyente. Nunca le preste atención por eso.

—También lo somos, con un sincretismo -le aclaro.

—Mi Orixa es Ogun -dice Michelle- dentro del sincretismo.

—¿El guerrero Ogun? -pregunta Rodrigo-. El poderoso espíritu del metal. Con su hacha ha de abrir dos caminos.

—Él me protege toda vez que estoy en aprietos -dice y nos muestra su anillo con la figura de él -. San Jorge conocido en Río de Janeiro

de color azul marino con cara un tanto enfadada por ser impetuo- so, y cauto.

—Impresionante, aunque el poder de Cristo y nuestro Señor Todo- poderoso lo puede todo -dice don José.

—Totalmente de acuerdo -dijimos todos.

Pedimos la cuenta luego de una mini plática sobre religiones. Le- vanté el brazo con el dedo en alto. ¡La cuenta por favor! El mozo me vio y asintió. Al rato apareció. Tomé mi billetera y saqué dinero sufi- ciente con propina, e invité el almuerzo. "No se preocupen", dije. "In- vito yo". Ellos insistían. Y aclaré que no. Lo importante era la compa- ñía y la amistad que generaba el pago perfecto.

—¡Aquí somos todos amigos!

—De acuerdo, pero usted es un testarudo, mi amigo.

—Lo sé. -Se ríen Michelle y Rodrigo.

Nos levantamos de la mesa y nos fuimos al despedir al mozo y las demás personas. Llegamos a la camioneta e ingresamos. Seguimos rumbo derecho hasta la provincia de La Rioja. Volanteé a la derecha y tomé la primera avenida que nos sacara de la ciudad yendo para los cerros del Zonda, nombre de aquel aire caliente que recorre la pro- vincia de San Juan. Derecho por la ruta que desemboca al pueblo de Guandacol en la provincia de La Rioja y de allí hasta el pueblo de Sanagasta. Estábamos listos. En marcha a toda velocidad. Al salir de la ciudad poniendo la primera en la palanca de cambios manual. El ho- rizonte nos presentaba una ruta derecha con una infinidad de pastos secos y tierra de arenilla. Lo característico de este país es que todas las provincias son totalmente diferentes en terreno. El sol de frente, mi ser miraba por mi espejo retrovisor. Michelle se había quedado dor- mida. El portugués observaba desde la ventana, sumido en su mundo y Rodrigo como copiloto releía el capítulo de la cueva.

La noche se hizo presente, con Rodrigo cambiamos de chofer, dán- dome un poco de descanso. Ya habíamos pasado la provincia y Guan- dacol estaba cerca. Cenamos comida rápida que compramos en un puesto de ruta, para proseguir. Algo como sándwich de jamón y queso

y unas garrabas de bebidas. El ingreso al pueblo fue acelerado. Un pe- queño espacio sin mucho que expresar, en medio de una madrugada de luna llena absorbiendo los espacios. Nos paramos en el único lugar que podíamos a las doce horas de la noche. Una pulpería. Aparcamos con el auto en las cercanías. Y al descender, Rodrigo me expresó que no era tal vez buena idea parar en este lugar. No pasaba nada, le res- pondí. Michelle bostezaba plácidamente como preguntando dónde estamos. Es el pueblo de Guandacol, le comenta don José. Un rostro nos miraba en una ventana. Hombre de barba con una cicatriz y ojos marrones. Era un gaucho vestido de color rojo. Adquiría el aspecto por su nariz de águila, y su cabeza pequeña de pómulos que se rami- ficaban por lo que se veía en sus brazos, manos, un ser podrido de lepra y tuberculosis. Epidemias típicas de la Edad Media en Europa, la colonización de América, el colonialismo ¿y por qué no? Nuestros días con lugares en los cuales el agua potable y el aseo son utopías peores que la ideología marxista o llegar al planeta Marte. Se veía pues la viscosidad de sus ampollas quemadas de algún cigarrillo y el río de pus reseca que bifurcaba direcciones. Un ser grotesco e intimidante. Rodrigo nuevamente al ver el panorama advirtió que no era buena idea. Conoce los menesteres de los pagos y algunos códigos de gau- chos. Sabe que en casa ajena es reto a la desobediencia de los peligros de matones insulsos y vándalos que se aprovechan de los inocentes, aun así, debíamos hacer una parada. Hasta los augurios me lo pedían, aunque con cautela.

Entramos a la pulpería. El hombre continuaba mirándonos Y una china de pelo trenzado se acercó y nos pidió que nos retiráramos. Pa- recía tímida en su aspecto de dama sumisa. Pollera larga hasta los to- billos, alpargatas, un collar de la virgen. Ojos achinados, cara redonda, y tez morena. Era una mestiza sin duda. Cruza de indio con gaucho. Descendiente de la cultura ancestral del inca tal vez que ha llegado has- ta los confines de la provincia de Catamarca. Un estado arriba de nues- tro objetivo. Posiblemente su padre la haya abandonado y su madre laboriosa la cuidó otorgándole todo cuanto pudiese del amor, como

el consejo de cuidarse del varón atrevido que le miente con descaro. Una vida difícil has de tener y de temer. Le aclare que éramos viajeros si, aunque sea, nos podía dar un poco de agua. La mujer complaciente asintió. Aquel antro tenía todas las paredes rasgadas en las cuales po- día visualizarse un revoque gastado de ladrillos de barro. En el sector derecho en el cual estaba consumido el señor de rojo una foto colgada de cierto general en una de sus contiendas. No era una foto, sino una litografía de Juan Quiroga de azul y frac. Empuñando su espada a caba- llo y varios gauchos combatiendo a su lado. Un gaucho de rojo cuida su retaguardia, alrededor soldados de gorro y atuendo militar de la época los cercan en un círculo. Varios de ellos tirados moribundos en el suelo. Al fondo de la pulpería se veía oscuro y posiblemente estuviera el baño. La pared del lado izquierdo no era tan distinta de la ya mencionada, al contrario de ello, estaba en su peor estado, a punto de derrumbar- se. No tenía capacidad para alojar con un clavo algún retrato ni ellos la valentía de estar ahí colgados mientras la humedad continuaba su curso de deterioro. En medio de tal espantoso, tétrico y escalofrian- te sitio, una viga comenzaba en el suelo enterrada, y llegaba al techo de madera en el centro del sector. Un ratón pareció asomarse y movió sus bigotes y regresó de donde vino en su guarida bien instalada en el techo. Tan solo se despertó a ver quiénes llegaban. El olor pestilente podía notarse del fondo oscuro. Como si hubiera un pozo ciego en el cual se realizaban todo tipo de pestilencias. No era de extrañar que se produjeran las clásicas enfermedades provenientes de la madre peste. Ya mismo en la entrada de ingreso de la puerta había un bote con agua y en él infinidad de parásitos de mosquitos y algún que otro renacuajo. Regresando al tema. En otra mesa un poco más alejada en las cercanías de la pared cuatro gauchos con caras de criminales se reían. Estaban to- mando cerveza. Nos quitaban la vista de encima como el otro hombre en punta de la ventana de aquel tugurio. Continuaban y cuchicheaban entre ellos. Uno se paró. Era el más fornido. Boina, camisa, pantalón abombado, zapatos y una hebilla de plata. Tenía en su cuello un pañue- lo ancho, y holgado. A los otros tres no fue difícil describirlos. Uno de

pelo largo y barba con vestimenta de poncho, los otros dos pantalones de bombacha. El más pequeño llevaba chaleco y poseía una pistola. Una cuarenta y cinco. Arma bastante inusual para estas personas. Esta- ban en plena juerga nocturna pasando el tiempo sin nada que ofrecer de utilidad. No eran los típicos gauchos peones que a las cinco de la mañana estarían labrando la tierra. Más bien eran bribones y vagos que decidieron pasar de largo el día y la noche y reír insultando y agredien- do a todo aquel que ingrese si es que alguien tiene el atrevimiento. Son seres cuya inutilidad y ego se demuestra con la violencia y su déspota sentido de ver con un panorama nihilista el mundo ante su frustración. Y ahí están de vagos y perdidos con su fiera mirada que invita al reti- ro. Nos siguen con sus movimientos de labios, de cuchicheos en voz baja; luego continúan hablando normal, y vuelven a retomar la tarea de intimidar con agresivas posiciones ladeando jocosamente la cabeza y sus semblantes siniestros. Hombres que ensucian el nombre de los gauchos y su honor. Prosiguen en su juego y uno golea la mesa y lo mira a su compañero. En cambio, el solitario de rojo también se dirige a nosotros y luego a ellos, pero se sume en una bebida. El grandote se dirigió paso a paso como péndulo tambaleando de la borrachera. Fue hasta donde Michelle y le dijo:

—Mojita, ¿no quiere venir conmigo?, ¡pue!

—Disculpe, pero le agradezco, no, gracias.

—¡Oiga `ca mando yo! ¡Eh, pue!

El portugués se paró elegantemente y le dijo:

—La dama habló, señor, ¡¡no sean irrespetuosos, por favor!!, ¡o ten- dremos inconvenientes!

Posó su mano sobre el hombro de aquel espécimen de bárbaro. Algo imprudente e insultante para el gigante de boina.

—¿Azi que so valiente vo? -dice el gaucho atolondrado.

Y saca un facón. El portugués que ni lo duda lo aventaja y le mete un entusiasmado golpe de cross de sus días de practicar boxeo tum- bando al borracho. Y en guardia se colocó delante de Michelle. Fue una faceta que no conocía de don José. Inmediatamente los otros tres

gauchos se pararon furiosos mientras se incorporaba aquel hombre caído. Nosotros hicimos lo mismo. Una pelea se avecinaba.

—¡Ahora va a ver! -expresa con furia, y vuelve a tomar su facón aquel desalmado.

De repente vuela un cuchillo a toda velocidad que le pasa por so- bre la oreja a aquel bribón y se clava justo donde estaban los otros maleantes.

—¡Naides va hazer nada! Los dejan, o saldamo cuentas con ustedes.

¡Se me van de aquí! -dice el gaucho de rojo.

—¡Perdone, pue! ¡don!, no quise ofende! -mira con miedo y temor temblando su cuerpo.

Los otros se inmovilizaron; tiesos los gauchos se levantaron y se es- fumaron como alimañas sin chistar ni voltear la vista al partir pasando la puerta de entrada.

—¡Tengan cuidao! ¡Estos pagos no son para gente de otros laos!

—¡Gracias! -le dice el portugués.

—De nada, estaba esperando que ¡yeguen!

—¿Que lleguemos? -le digo.

—Soy un soldao del general, el rojo es mi apodo, y así me han de llamar, jue puesto hace mucho tiempo -dice el gaucho mientras busca su arma clavada en la pared.

—La china trae el agua. Y se retira con el gesto del rojo que le sonríe.

—¿Y cómo no sabíamos de usted? -le dice Rodrigo

—Eze texto -mira el libro- ha de hablar de mí y de don Fausto que nos espera. Hay que ir pa' la cueva nomás.

Tomé el libro y en efecto el capítulo reciente de la cueva hablaba de cierto encuentro. Un poco difuso y ambiguo en palabras. Recordé y con certeza don José también, el duelo. Eran ellos, sin duda

"El hombre de rojo y el soldado con su espada".

Pero quién era realmente aquel salvador con barba larga y gorro. Su aspecto era tal que parecía un oficial de la llamada mazorca rosista. He sabido de ello en varios dibujos. La llamada élite, guardia personal de

Juan Manuel de Rosas, quienes decapitaban a los opositores y traido- res a la Confederación. Se ha dicho que también fueron quienes han combatido en la Vuelta de Obligado. Batalla heroica donde se resistió a los navíos, flotas y corbetas de guerra francesas e inglesas, llena de unitarios. De ahí la frase: ellos no pisan el puerto de Buenos Aires, les tienen miedo a los gauchos. ¡Son feos!

—¿Entonces vamos o no vamos? -pregunta con mirada gacha mo- viendo el pie el hombre, a quien llaman el rojo.

—¡Vamos! -dice Michelle-, y gracias.

—Por nada, señora, y buen golpe, señor -felicita a don José.

—¡Gracias! -y se toma la mano un poco por el dolor de la mandí- bula dura de su enemigo.

Salimos de aquel lugar, el gaucho se despidió de la china tímida de- jándole un collar que de su sucio cuello cubierto de escamas se quitaba con cuidado para no hacer erupción a los volcanes de agua enterrados en su piel, ella abrió su mano y lo tomó con una cara de inocente y dimi- nutas lágrimas, e ingresamos en el auto. Ese instante se sintió en nues- tros cuerpos como la despedida de quien no se volverá a ver sino en otra vida. El rojo se quedó en la parte trasera de la camioneta con los equipa- jes. Arrancamos a toda prisa, éramos cinco, pronto seis y veremos.

Como he de esgrimir Rodrigo conducía. Francamente él poseía un aspecto amplio de la conformación de la carretera. Era de pensar que su estilo de vida allá a los lejos del yugo dictatorial el campo había sido su nuevo terreno en el cual mimetizarse, de tal forma que no surgiera sospecha de su mutación social de ser humano.

Rodrigo avista algo en el camino como una luz. Se toca el pecho para despertarme de un letargo profundo.

—¡Mira el fuego fatuo de ese animal que tirado yace putrefacto! El color que irradiaba era semejante a una mini aurora.

—'¡Eh! La luz mala -dice el rojo con el gorro tapándole parte de los ojos en cuanto está acurrucado en un costado en la parte trasera casi dormitando.

—Es el folclore -le expreso.

—Citadino -dice él-, - ¡ustedes ni saben que ezo!, pue nada e nada. Ese es un espíritu. El malo nos está vigilando.

—Es mucha superstición -expresa Rodrigo.

—¡Por eso lo persiguen! ¿Acaso cree que ezo paisanos de la pulpería no estaban engualichados? El malo les domina el alma y los manda hacer trabajitos pa' el muy bicho.

—¿Llegaremos? -le pregunto mientras pasamos por el camino que titila como faro de luz de un cuerpo en descomposición tras un árbol seco en cuyas ramas una lechuza canta.

Quedenze tranquilos, nomás, falta pa yegar!

—¿Y eso que tiene ahí? -le pregunta Rodrigo señalando las cordi- lleras serranas.

—Ezo -y se mira con tranquilidad-, ezo e mi piel podrida. Una lepra adquirida y controlada ya hace mucho tiempo.

Nos miramos con pánico del hombre. Se ríe y se cruza de brazos.

Tranquilos, mijos, ¡'ste controlaá! No é contagiosa.

—Generalmente lo es -le expreso.

—No la mía, pue. Ya sabrán.

Nos volvimos a mirar y Rodrigo me hace un gesto frunciendo el ceño como dubitativo de estar ante un ser misterioso y yo me coloco en posición encogiendo los hombros como sin saber. Y luego Rodri- go levanta la mirada hacia arriba en denotación incomprensiva. Qué interrogantes nos hacíamos ambos ante la indómita mirada de aquel ser de antaño.

En un cruce de caminos Rodrigo bajó el nivel de velocidad para girar a la derecha prosiguiendo con las reglas de la ley de vialidad na- cional en relación con el trayecto. Varias veces la camioneta Chevrolet se había dado buenos golpes toda vez que algún bache se cruzaba en el camino. Un pésimo asfalto que da lugar al descuido de la gobernación de provincia. Eso me hace recordar las malas condiciones en todo el país ante el descuido de los políticos de turno. Corrupción, siempre lo he dicho, lo recaudado no ingresa a la obra pública. ¡¡Puff !! Se levanta el auto. Otro bache nuevamente.

—¿Otro más? -se queja Rodrigo-. ¡Esta vía es de terror!, prefiero el duro ripio de la tierra candente levantando perdigones de rocas del suelo ante la rapidez del vehículo que esta invitación a golpear el auto por incompetencia y pillaje de los políticos que no invierten en segu- ridad vial.

Al oír el repudio de Rodrigo, mi semblante asintió. En efecto, ambos pensábamos lo mismo. Imaginábamos lo mismo. Luchába- mos por lo mismo. Él se había quedado y yo ido. Él se escondió y sigue escondido, yo vivo en otro país con sus problemas que no son diferentes a lo que un agujero en el piso no está ofreciendo con los brazos abiertos. Mi amigo lo esquiva con contundencia y eficacia de buen chofer. De todas formas, los efectos del agotamiento se es- taban proyectando en el bostezo. El termo de liquido lo teníamos preparado, lo abro, y tomo una taza en la cual vierto café y se lo paso cordialmente como un gesto de bonanza y respeto a quien maneja en medio de la noche. Los árboles poco a poco se extinguían, una lo- mada nos impulsa hacia arriba, puede visualizarse toda una llanura y cerros del otro lado de la dimensión de aquella. Estamos cerca de la ciudad de La Rioja.

—¿Qué te parece? -Mira Rodrigo al rojo.

—¿Qué me parece qué?

—¿Es confiable? -con visión sigilosa al ver la cara de este, dormido.

—Veremos -le dije, y tomé el libró lo mejor que podía en el capítulo de la cueva. Traté de leer lo mejor que pude. Y su historia dentro es- taba de aquel fascículo mágico que llamaba la andanza del rojo como mención especial. No entendía, si al abrir él en este parte literal, no existía tal historia. Pues aquí está:

El colorado de poncho y barba blanca suspiró un rato... una copa a tientas de ginebra rancia y seca. Al beber de un trago cayeron en su cuer- po como cascada los líquidos puros que activaron su sistema nervioso. La transpiración de sus poros se expandió como partícula en el aire afinando más y más aquel recinto sin vida. El tataranieto aspiró aquel aire lleno de leyenda que en el recinto con el polvo de la suciedad se fusionó.

Era pura historia. Una de las arañas salió de su calurosa madriguera entre cadáveres de épocas pasadas en estado de alerta, algo en aquella arquitectura de hielo tocaba las cuerdas como el violín de un músico y la baleadora de aquel insecto esperaba ser lanzada para degollar a su vícti- ma. El hombre de poncho colorado pidió otro trago más de licor mientras su barba blanca era acariciada por él al mirar al arácnido en su gloria que él ya olvidó en un túnel inverosímil de tiempos pasados. Cuando se esperaba la orden para irse al humo como un león contra el fusil del milico cara sucia unitario. Eran épocas donde el pampero tiraba fuerte allá en la llanura cuando de pequeño lo adiestraron a las costumbres del fortín y las pampas. Dejar la querencia de chico para que de la rastrilla- da se alistara a las fuerzas federales del general.

El viejo sí que sabía al tomar otro taco ahora de whisky ya de tranca. Eso es saber sacudir el polvo de la experiencia. En principio tuvo que bancar a lo terne la topada cuando un gringo de clase lo quiso guapear. Solo así se ganó el respeto con otras proezas para ser de la policía secreta del tal Rosas.

La última vez (recuerda) que pasó la faca, fue sobre un campesino mili- co que se le abalanzó. Era del bando contrario y le quiso estaquear al zaino que herido lo tiró. Se le aparecieron otros dos más. No cabía duda, era de hacer pata ancha el rojo. El primero se le lanzó al cuerpo tirado, pero como refocilo sacó el facón y le clavó directo al corazón. Se incorpora el rojo y se bate con los dos restantes con poncho enrollado en su mano izquierda, ya podrida de una tuberculosis sin poder curar, que lo traía a las malas. Los aguantó en el pericón. No era manco y ante la estocada de una espada que toca su vientre fuertemente, de guapo toma con el poncho el filo y clava el fan cortándolo con lonja. Era uno contra uno. El flojo quiso correr, pero el rojo de manera fregona lo tira con un golpe y le cortó el cogote.

La herida era profunda y los ojos se le salieron de los nervios. Parado se quedó el gaucho con su poncho, y faca. La respiración del rojo era a soplos vivos, producto del combate, y la fatiga poderosa de la adrenalina criolla. Con la mano podrida se toca el vientre el muy vil. Qué es eso, le pregunta un colega que llega cuando la muerte olía bien.

Nada -carraspea el rojo.

Mi compadre va a espichar con esa herida de facón. ¿Está bien usted?

—¡¡Nada, paisa!! Nada pasa -se sienta sobre una roca grande el rojo. Le tengo más miedo a la podredumbre esta (señala parte de su cuerpo consumido de lepra) ¡¡que no me deja pensar bien, che!!

Se estaba desintegrando el rojo. Aquel viejo pálido que toma tanto no sabe hacer diferencia entre un vaso y un océano y le da con ímpetu en la pulpería abandonada junto a su sangre joven. El rojo hacía su tra- bajo y sus aventuras narraba para alguien que quiera escuchar un sol- dado federal.

Usted, compadre, era bien garifo como esa pintura añeja de pared.

Era, mijo, era desde mucho antes.

Los ancestros del rojo vivían en plena pampa de pura llanura. La tie- rra era pura, virgen. Una mujer sin tocar y allí lo dieron a luz al único hijo de baquianos.

Niño, no te vayas lejos, le dice su madre al pequeño que correteaba las gallinas y se alejó nomás hasta donde el ombú le daba una efímera sombra pa' tirarse y el niño fue a lanzarse allí. Ese día vio pasar la pa- trulla de caudillos que venían. Eran unitarios, pararon cerca de la casa pa' llevar al gaucho y su china. El niño se escondió cerca del árbol que de tan ancho le permitió sortear a los oficiales que a los golpes de palo y risas le daban duro al padre. Ambos fueron llevados y nunca más el niño supo de ellos. Fue cuidado por una abuela que años después le comentó que su padre federal era y federal fue él. Y en un zanjón acabó el pobre junto a su china, la madre de aquel pequeño que en un ombú dejó sus miedos pá transformarlos en odio. Allí ya de adolescente aquel talló con su facón muerte al unitario cobarde. Y el gacho se fue por algún camino que encontró.

Se alistó como gaucho al servicio de aquellos patrones. Conoció al cha- cho y al tigre. Se abrazó al loco y ahí estaba el rojo ya grande frente a un grupo de élite del general.

—¡Servite, pa' ´ste viejo otro trago, mijo! -carraspea el viejo con una voz podrida-, la cara con arrugas, lunares y sucia de manchas. Las mos-

cas comenzaron a aparecer a su alrededor, era un pedazo de carne podri- do por el tiempo y los años.

—¡¡Aquí tiene, mi tata!! -y se sirve el joven baquiano que hacía poco escudriñaba por un camino sin salida, producto del mandinga y ahí es- taba-, ¿quiere que le haga otra gauchada, mi tata?

El guapo suspiró un momento mientras tomaba su vaso a casi lle- nar. Meditó un instante de manera frívola e irremediable se lamentó del pasado.

—Sabe, mijo, yo tenía la china ma' linda de todas. ¡¡Pucha!! Eso era amor y la perdí nomas. Cuando se fue le hice astillas, ¡che!

—¿Y cómo pasó, mi tata?

Y el viejo piensa y mira las telarañas. El rojo era joven antes de ser el rojo. Trabajaba para un patrón de estancia. Todavía no había ingresado al ejército y se enamoró de ella la hija del terrateniente, adolescente ella, y mayor, él. Se veían a escondidas porque su clase era basura para un acaudalado hombre de tierras, pero todo en la vida echa chispa y una pequeña generó un incendio que no se podía tolerar. Fue un último beso antes que se supiera la verdad de que la chica estaba embarazada de aquel andrajoso hombre encargado de machetear los campos. A ella se la llevaron lejos y al rojo lo transformaron de a golpes y al ejército fue a parar para ver si con suerte un unitario le daba en la cabeza.

—He conocido, mijo, a otras mujeres, pero ninguna como mi china,

¡¡mierda que es dura la vida!! -El viejo se mira las manos podridas y las observa poco a poco. No tenía dedos casi y una mosca se posó en aquel dedo índice putrefacto.

—¡¡Pucha!! ¡Mi tata, sí que está jodido!

Esto es un error mío o del destino. ¡¡Ya ni sé!!

Con el pasar de los años ha combatido bajo el liderazgo federal. Luchó muchas batallas de muerte contra realistas, contra los pampas, los mula- tos, los unitarios, portugueses y hasta con el propio ejército de mandinga el malo; degollando se hizo y deshizo cuando le dijeron hay que agarrar a todos los bomberos y guerreó así contra toda miseria humana en las pul- perías y los burdeles en busca del placer de un par de senos y un porrón.

Era el hombre valiente. El guapo. Le gustaba la milonga al escuchar al pampero y refugiarse para algún lugar. No era manco en la pelea a duelo y eso era de temer, sobre todo los gringos. Decían los camaradas cuando al rojo lo dejaban de guardia en el puerto de Buenos Aires.

De la confesión surge: Acá los franceses no pasan de miedo. Me temen y eso era gracias a que ya podrido pitando estaba. Y es que era fiero ser este hombre me dije, ¡pue! Y esa manganeta servía ¡pa engañar!

Años después de Caseros donde el general cayó el rojo ya estaba muy acabado. Decía que un gualicho le habían hecho sus enemigos. Capaz que al ponerse divertido y la peste lo consumió un día de vuelta para aquel ombú en la querencia. Se encontró con un niño que tallando ponía en la corteza del árbol. Me parece que soy libre. El viento pampero rugió tan bravo que las lluvias se vinieron al humo en donde un poncho rojo se encontraba tirado. El árbol descansó luego de muchos años.

Al terminar de leer esta increíble narración supe que estábamos ante un ser magnánimo y valiente. El rojo atrás de la camioneta sonrió dor- mido. De alguna manera sabía lo que leí sobre él. Ante aquello me preci- pité al desconfiar, como Rodrigo. En la ruta continuamos y con certeza el rojo verá al niño que fue en el árbol tallando el final de sus días.

—Ya casi estamos en la ciudad -con una mano en el volante y otra en la taza me manifiesta Rodrigo.

—Solo cinco kilómetros restan, y llegaremos al poblado de Sana- gasta -le aclaro con confianza y resguardo.

—¡Tú! ¿Qué piensas, Armando? -se mira el estómago en el cual siente las náuseas del intruso.

—No te preocupes, viejo, saliste ileso de los dictadores ¿y no vas a salir de esto?

—¿Vas a preparar un informe narrando los suplicios de un amigo en la provincia de Córdoba? -ríe este.

—Ese informe, ni me lo menciones, será la mejor historia jamás expresada de la República Argentina para Portugal, y de Portugal para el mundo. El general será las palabras de la libertad y de la victoria complaciente de las masas y su nombre lavado por fin.

—Usted escribirá la nota y yo narraré la ficción, ¿qué le parece, mi camarada? -cita don José con leve risita jocosa.

—Quiero hacer el prólogo si me lo permite, José -esgrime Rodrigo observando el espejo del medio retrovisor.

Las luces de los postes de la ruta nos indicaron la llegada a la ciudad riojana, capital de la provincia, cuna del nacimiento del general Quiroga. Al ingresar en una ochava, sector en el cual podíamos estacionar, nos ba- jamos de la camioneta e hicimos un cambio en donde se ofreció don José para conducir, ya que la condición de Rodrigo era tal que estaba sumido en pensamientos que tendrían que conjugarse con una almohada. Al in- gresar en la parte trasera se acurrucó en el asiento y depositó su cabeza sobre la ventana con el primer ronquido. Era mejor así. Por mi parte había dormido lo suficiente para aguantar toda la noche. Aparte debía indicar al portugués que tomó el volante creyendo que realmente el rodado era Kitt, un auto fantástico y que los malos nos esperaban del otro lado de Sa- nagasta. Le advertí que tuviese cuidado. Orgulloso como es, hizo un gesto negativo de calma, aquí hay un experto. No bien colocó las llaves, tomó primera y aceleró a toda prisa. Debíamos llegar, pero no de esta forma. Al abrir mi ventana, asomé el rostro en el cual sentí la fuerza del viento que- riendo afeitar mi cabeza. Retrocedí antes de quedar decapitado.

—¡Mi amigo!-le expreso con total sinceridad-, creo que si sube un poco más la velocidad podemos viajar en el tiempo.

Chistando los labios, sin cuidado, tomando el volante con mano izquierda, me indica con el dedo.

—Camarada, la magnitud física del carácter vectorial que relaciona el cambio de posición con el tiempo o sea la velocidad está diagrama- da conforme la aceleración que posea el vehículo.

—Comprendo su teoría y explicación científica, mi amigo, pero quiero llegar a Sanagasta completo y en lo posible no como espectro que contó sus últimos momentos en un choque de accidente en la provincia de La Rioja.

—¡No se preocupe tanto! -subía la velocidad a nivel luz-, por lo menos seremos famosos en algún periódico, ¿qué le parece?

—¿Usted en otra vida no era corredor de carreras?, ¿o piloto de avión? -le pregunto tomándome la barbilla.

—Un rayo de luz desplazándome por el universo, ¡ja, ja, ja! -ríe bur- lonamente, en cuanto aumenta el promedio de ritmo del auto.

—¡¡Cuidado!!, no vaya a fundir el motor -le digo al mirar preocu- pado el reloj de volumen de tablero.

—¡Ajuste el cinturón! Llegaremos en un acto reflejo. Será tan rá- pido como Muhammad Ali golpeando a Foreman en Zambia, ¡¡Ali bumaye!!

—¡Gran combate en Kinshasa!

—¡Año 74!, si no me equivoco. Foreman era el rey para ese enton- ces, pero Cassius seguía siendo la avispa que vuela como mariposa. Sabe, practiqué boxeo un tiempo de joven, aunque en Portugal no ha- bía buenas escuelas de pugilato.

—¡De todas formas aún recuerda bien!

—¡Bastante!, me decían el gancho feroz -se jacta con orgullo el portugués.

Al mirar su mano no me había percatado de ello. Tenía los nudi- llos comidos por tantos golpes de bolsa. Me arrojé hacia atrás y qui- se cerrar los ojos. "Duerma, mi amigo", me dice don José. Lo miro y poco a poco caigo. Podía aguantar, ¡pero no!, los párpados se movían en centímetros, y la persiana de la vista se cerraba. El camino estaba ahí listo para nosotros concluyendo el largo viaje, un cartel indicaba Villa Sanagasta. Una montaña pequeña fácil de escalar. El sol salía a recibirnos. Seis de la mañana de un año. En la época de los ochenta. Estamos de acuerdo en que el método de este hombre para manipular un vehículo no era el mejor, pero llegamos. Y los rayos de la mañana nos admiraban, cuando del cielo el rocío cubría el auto que ya no iba con la aceleración de un fórmula I. Un paisano con el caballo lleva a pastorear a sus cabras. El macho alfa delante de todo. Se aclaraba el camino y dobló aquel automóvil modelo camioneta Chevrolet en la primera curva para interceptar alguna cafetería o recinto en el cual desayunar y luego proseguir pie arriba por los cerros a los mil seis-

cientos metros que nos aguardaban. El poblado en su lúgubre aspecto confidenciaba la realidad de los pueblos del interior del país. Pocos habitantes, escasos terrenos, poca plática de las personas, aunque nun- ca carentes de amabilidad. Al haber abordado aquel pueblo pudimos escuchar el silencio que caminaba por la tierra húmeda de partículas de agua venido desde arriba en los cielos. Característico que denota que habrá un buen clima aparentemente. Unos pájaros arrancaron al oír estrepitosamente y con un grandilocuente gesto a un gallo bas- tante grande con el copete en alto. Color rojizo y pardo con plumas que se extendían a lo largo del corral en el cual su harén de criadoras de pollos rondaba. El ser magnífico y semidios que todo lo dispone en el reino de las aves de corral. Era digno para un todopoderoso que fuera él quien diera como la radio o el periódico las primeras buenas y malas de la mañana. Era un trabajo. Empleo que eligió o le otorga- ron, sea Dios, la Pachamama, Viracocha, Odín, Osiris, o los dioses hindúes. Sea quien sea, permanecía impoluto ahí, en un espacio único que nadie podrá ocupar. Y así es que en su empleo radica vanaglo- riándose de ello con un poco de recreo femenino. Actuó pues como despertador biológico e iniciaron su periplo matinal con el canturraje sus hermanos que con alas le indicaban los resultados. Comunicación proveniente de una lengua que solo se conoce en el reino animal. El grupo de cazas aéreos se movía en círculos concéntricos. Luego uno se abría de la parvada y posaba en un árbol de ramas infinitas de espesor de una corteza escamosa y seca. En este se escondían las más increí- bles criaturas de las cuevas. Otro mundo. El de los insectos. El clan de las hormigas, las arañas (a quienes temo) cazadoras infalibles escara- bajos y cuando no alguna cucaracha. Un departamento de variedad de vecinos. La diferencia entre nosotros. Nosotros somos violentos por razón como el botón de un muñeco. En bueno o malo. Lo tiene conectado en malo. Ellos no. Solo sobreviven si se cruzan, se defien- den y solo buscan alimento. Supervivencia del más fuerte. Nuestro amigo estableció base en la punta de aquel edificio natural, manifes- tando otro tipo de canto. Otro grupo se lanzaba y pasaba el mensaje

de aquel Hermes. Mensajero de los dioses. ¡Despierten!, un nuevo día ha de arrancar. Los demás comensales continuaban su baile exótico y complaciente del ser terrestre de plumas y alas que los observaba como un rey a su séquito. Inmediatamente este percibió al silencio que con un claro saludo le expresó su retiro, sin decir otra misiva. Él era de pocas palabras. Las palabras justas, las necesarias. Las que necesitamos cuando ya no podemos decir más nada. Cuando el abismo del hecho a lo hecho se hace inmenso y solo no nos queda otra opción que cerrar resignadamente los ojos y agachar la mirada para encontrarnos en ese pozo ciego con ese ser nuestro en que nos convertimos en la faceta de los resultados. Es la culpa que sentimos por nuestro obrar. Por la indecisión. Por herir sentimientos. Por arrepentimiento, orgullo y va- nidad. Hacia algo, hacia el otro, hacia nosotros mismos. Es ahí que el silencio con su lenguaje místico y adyacente se vuelve compromete- dor. Audaz tratando de revertir las cosas con nuestro semblante que con sus músculos faciales lamenta lo sucedido buscando reparación por esa tipificación moral mal cometida. Lo importante para el silen- cio es callar como primera regla y asumir la responsabilidad sin excu- sas, pretextos caprichosos. Sea en el amor, la amistad, la muerte, y la vida. ¡Y todas!, todas esas reminiscencias que nos hacen especiales en el mundo. El silencio es el mejor, el verdadero maestro de la reflexión. Él se retira. El ave emplumada de gloria lo acepta como todos los días en los pueblos, ciudades, campos y paisajes del eterno universo. Ahora es el turno de los objetos inanimados. Un cartel que expresa una calle cortada de tierra polvorienta. Un cartel que lleva un nombre fácil de recordar: Juan Facundo Quiroga.

Un charco de agua que refleja la inalterable imagen de la camione- ta, en la cual cinco personas que vienen de distintas partes del país y el mundo tienen un pálpito. Un presentimiento exiguo que a medida que se recopiló información se ha ampliado. Adiciones de datos, mi- tos que se trasformen en verdades, o si no es así en nuevos mitos que lleven anexar las pistas fundamentales hacia un desenlace que sea épi- co. ¿Cuántas veces se ha querido descifrar lo indescifrable? Vivimos

en un mundo en el cual el pesimismo y la resignación, que van de la mano como enamorados, consumen las mentes de las personas. Una mentira en el aire no dice que podemos ser felices realizando trabajos vagos e insulsos y que lo que no se puede descifrar hay que dejarlo ahí. Es una utopía. No podemos vivir de lo que nos plazca, enamorar a la dama de nuestros sueños. Descifrar el código de Platón y descu- brir nuestra propia Atlantis. Hace tiempo, desde muchos años atrás, pensaba y qué incrédulo e ignorante era. Que debía ser un tipo fútil, casado, obediente y subordinado, que solamente viviera para pagar cuentas, tener relaciones una vez cada tanto y un hijo a quien amar con mi esposa. Una vida estructurada. Concienticé que había más en el mundo en el cual nos refugiamos. Mucho más por lo que luchar, por lo que alcanzar y descifrar. A la vuelta de una esquina perdida estaban los misterios de la humanidad y nosotros aquí perdiendo el tiempo con lamentaciones cuando la aventura nos aguarda sentada mirando cada tanto su reloj. ¿Falta mucho? He estado aquí por los siglos de los siglos.

Al final de cuentas seremos energía. Seremos, partículas, obras de una ciencia.

Una ciencia del todopoderoso, al cual rezamos.

Y que nos designa con su dedo índice una dirección.

Que está dentro de nosotros. Esa dirección que olvidamos. Esa dirección que con los años vamos recordando.

Somos la obra perfecta, el verso inmaculado, la frase para preparar. La aventura para vivir, la energía que luego volverá.

Tercer poema… Armando César, el historiador.

Y a veces, dormido con los rayos de sol, queriendo traslucir sobre la ventana de un auto, un poema nos inspira. Será la etapa que nos toca llevar en el bolso. Enhorabuena y con un canto finiquitado del macho alfa del corral. Logramos acertar con un lugar predilecto. No adquiría la apariencia de un café, era pues una sencilla casa con una vidriera bajo cuyo nombre decía El malonaje. Un negocio particular con pana-

dería. A paso lento conducía don José. Al aparcar en una vereda cerca de un palenque de caballos. Aparece un animal simpático. Un burro se nos acercó y con su aliento nubló la ventana del lado en que estaba. Empañándolo. No era un lugar de lujo, pero hallar un comercio que sirviera desayuno era formidable en un pequeño pueblo a las siete de la mañana de un día de semana. Un anciano pasa a cierta prisa con su bicicleta. Hombre de ochenta años, con gorra. El vehículo de dos ruedas estaba bastante oxidado. Este avanza, nos mira con extrañez, y nos saluda. Le devolvemos el cumplido. Los cinco descendemos de la camioneta. El rojo estiraba todos los huesos. El burro dio la vuelta y se dirigió a Michelle que lo acarició con cariño fraternal. Luego se alejó a beber un poco de agua de un balde que por ahí había. Aparece enton- ces un perro viejo moviendo la cola, y ladeando la cabeza. Luego este se arroja al piso como queriendo rascarse la espalda. Va a llover, dice el rojo levantando en un movimiento el cuello con la mirada al cielo.

—¡Señores, estamos!, ¡aquí!, ¡entremos! -dice el portugués.

Don José abrió la puerta de la confitería El malonaje. Primero in- gresó Michelle, con la caballerosidad de su compañero, luego Rodrigo, el rojo, yo y por último cerrando la puerta que un chirrido irradia- ba en ruidos grotescos, don José. Nos sentamos en la primera mesa que vimos. Hice un ademán llamando a la moza que al mismo tiempo atendía los pedidos de las personas que venían a comprar pan y algu- nas masas dulces (facturas). El local era mediano. Tres mesas de cuatro sillas antiguas. Paredes color naranja en las cuales en su derecha tenían colgado un atrapasueños, muy común en ciertas culturas y del otro un poncho color crema y un afiche de un hombre tomando mate en plena llanura, en el mostrador del cual se atendía una vidriera grande para que la gente mirara los manjares. Tortas, dulces, etc. Atrás una repisa con frascos de todo tipo de especias. Chirriando el metal de las bisagras de la puerta de ingreso entra una señora morena de baja estu- ra, metro cincuenta, pelo negro. Ojos castaños. Pollera color marrón. Compra media docena de masas. Nos saluda, devolvemos el saludo. El equivalente en el interior del país a nuestra típica frase: aquí somos