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Belle de los labios dulces

Belle Reese estaba feliz, acostada cómodamente en su cama con una compañía agradable a su lado y con todo lo que el dinero pudiera comprar dentro de su rica propiedad.

Tenía todo lo que quería, dinero, poder y fama...

No, ella no tenía fama alguna y eso era lo que más valoraba. El poder y el dinero eran mucho más de lo que podría desear, y la ausencia de focos en su vida (o una completa falta de fama) era la guinda del pastel.

Pero lo mejor de todo era el poder que tenía a su disposición.

Y un pequeño cuadro con montañas al fondo y un lago aparentemente azul la recordaba constantemente.

Una pequeña frase recortada de un periódico y pegada en la propia foto generalmente la hacía sentirse bien.

"El tiempo es el señor del mundo".

Y un complemento escrito encima del vidrio del cuadro con letras bien elaboradas, probablemente con una pluma, decía:

"Y yo soy su señora".

Y cuando sus ojos se posaban en esa pequeña afirmación, sus labios se dibujaban en una bella sonrisa, que duraba hasta que se daba cuenta de que necesitaba borrar eso... Un día de estos.

Miró el despertador y se sintió perezosa, porque sabía que faltaban solo unos minutos para que su tranquilidad terminara.

Pronto tendría que entrar en acción y hacer que su compañero de habitación fuera a trabajar y luego recibiría la visita de alguien muy especial.

Entonces descansaría un poco más, disfrutando de su pereza, después de todo, hacía mucho que no necesitaba trabajar duro, pero solo recordar cuánto había luchado ya la hacía sentirse fatigada.

Tenía plena convicción de que conquistar esa buena vida no había sido fácil.

Fue muy trabajoso, pero gracias a su belleza natural junto con sus encantos y algo de astucia, llegó a donde nadie había soñado llegar.

Aun así, a veces se sentía triste y sola, y en esos momentos solía decirse a sí misma que todo se reducía a una gran suerte.

De repente se asustó con el ruido perturbador y estridente del despertador que marcaba las 7 en punto y tuvo un impetuoso deseo de golpearlo, segura de que el suelo le daría un buen final.

Pero al mirar al suelo vio la gruesa alfombra de piel que evitaría la total rotura del despertador incluso si lo lanzaba con toda su fuerza. Concentrada en la improbable destrucción del viejo reloj, se asustó nuevamente, esta vez con un brazo que salía debajo de las cobijas y tocaba suavemente su hombro.

No era nada especial, ni nadie en particular, solo su marioneta de cuerdas que necesitaba su aprobación para hacer las cosas más simples, como tomar una ducha, tomar café, cambiarse, ir a trabajar, y así sucesivamente...

Y la compañía del mismo ya estaba volviéndose cansativa y solo lo mantenía bajo su control porque al final de todo era una pieza clave para su plan mayor.

Si no fuera por eso, hace mucho tiempo que se habría deshecho de él, después de todo, a Belle Reese le gustaban los hombres fuertes e independientes y no un tipo flacucho como aquel, que más parecía un bambú parlante con brazos y piernas.

Al menos estaría libre de él durante todo el día.

Miró el despertador de nuevo, tenía que sacar esa carga de encima lo más rápido posible, porque su visita matutina estaba por llegar y a él no le gustaban mucho las marionetas, aunque en el fondo supiera que también él no era más que una en manos de Belle Reese.