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Agua dulce

El rumor de las olas acariciaba la arena de Cannon Beach. Un calor abrasador subrayado por la ausencia de nubes convertía la playa en un purgatorio de temperaturas infernales. Millones de sombrillas de colores pintaban la costa de la pequeña ciudad de Oregon.

Bajo uno de esos parasoles, un niño de unos cinco años de edad se esmeraba construyendo un castillo de arena. Pero aquel día algo iba a salir mal.

Pese a haber banderín amarillo indicando un oleaje no especialmente peligroso, algo estaba por suceder. La inmensa fuerza de la naturaleza no tardó en hacer aparición. Con una gran fuerza de tracción, la playa perdió de golpe unos cuantos metros de marea, como si esta hubiese bajado de repente. El ir y venir de las olas no tardaría en convertirse en un ejército imbatible asaltando una fortaleza, llevándose a su paso los miles de vidas de aquellos que no pudieron huir a tiempo.

Bajo los escombros de Atila, que fue el nombre que se le dio al tsunami, su llanto luchaba por sobrevivir. Una mujer levemente herida oye el llanto y se acerca. Lo libera de las maderas y los metales que lo soterraban y lo sostiene en sus manos. El llanto se detuvo en seco y se transformó en el sonido de los servicios de emergencia, que no tardaron en llegar.

Por lo visto, la ola fue perdiendo fuerza y solo los 500 metros más cercanos a la playa fueron severamente castigados. Con un prototipo de respiración asistida y un tratamiento de heridas rápido, el niño logra sobrevivir.

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Marzo de 2018, Oshima, una pequeña isla de la prefectura de Tokio, bastante alejada de la metrópolis. Once años después del tsunami Atila.

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"Ya estoy en casa~." La puerta de madera se cierra, dejando entrar a un adolescente de pelo negro y ojos de un azul grisáceo que recuerda al color de una hortensia. Cargando con unas bolsas de compras atraviesa el pasillo hasta un comedor de luz tenue y un televisor encendido.

"¡Abuelo! No me has oído". Dice el chico mientras toma asiento al lado de un anciano delgado y con poco pelo en la cumbre. El abuelo traga saliva y responde. "Sí, sí, muchas gracias Ryo hijo mío." Y ambos se quedan callados, viendo el televisor sin decirse ni una sola palabra, pero sin sensación de incomodidad ninguna.

"El número de suicidios ha aumentado drásticamente en Japón, con un 13,4% más de suicidios que el año pasado. Parece también que las temperaturas siguen subiendo a causa del cambio climático y según el Acuerdo de París..."

La voz de la reportera se sumerge en la laguna mental de ambos, que empiezan a pensar en sus asuntos hasta que el anciano rompe el silencio. "¿Crees que estás preparado para el cambio?" Preguntaba a su nieto con voz temblorosa.

"La gran ciudad son aires muy distintos, realmente pienso que me costará unos meses adaptarme, pero más allá de eso no creo que haya dificultad alguna. No te preocupes abuelo. De hecho, lo que más me duele es tener que dejarte solo a tu edad, pero confío en que también estarás bien". Responde el nieto mientras intenta aliviar con una sonrisa el presagio de soledad que ensombrece la mirada del abuelo.

"Por mí no te preocupes, yo ya estaba mentalmente preparado para morir solo. Y siento ser tozudo como un toro, pero este pueblo es todo lo que tengo y he vivido en él durante más de 70 años. La ciudad para mí es como para una rana, el agua de mar."

La mañana siguiente se levantó tranquila en la villa. Como era costumbre en su rutina vacacional, Ryo se ocupaba del negocio familiar "Lavandería Shura". Simplemente, debía cobrar a quienes entraban y supervisar que todo estaba en orden, un trabajo no muy complicado para un chico de 16 años.

El pueblo es pequeño y además debido al éxodo rural de los últimos 30 años cada vez es menos habitado. 'Sí que pega fuerte el Sol, un poco de lluvia torrencial no le iría mal a Oshima, la decadencia del clima se hace presente.' Piensa Ryo mientras vuelve para casa.

Sus pies se detienen en el camino de tierra y mira lo que tiene frente a él. Las excavadoras derruyen sin misericordia lo que había sido el nido de todos los recuerdos de su infancia. "¿Desde cuándo están derruyendo la escuela? No me había enterado." Comenta una pueblerina a otra. "Se ve que cada vez había menos alumnos hasta que con el pasar de los años han sido menos de cinco por curso y han tenido que cerrar. Con la remodelación que harán de terreno, tal vez vengan más turistas, quien sabe."

Al llegar a casa, la sombra cansada se arrastra por la barandilla de las escaleras para subir al segundo piso de la casa de campo. Ryo echa una mirada a su cuarto, sabiendo que tendrá que despedirse de él. Las paredes blancas están decoradas con pósters de anime y de dinosaurios. En la estantería hay algunas maquetas construidas con pequeñas piezas de madera y una selecta gama de carátulas de videojuegos.

Tumbado en su cama, piensa en la gran ciudad, o lo poco que recuerda de ella, de la última vez que estuvo. Se pone los auriculares e intenta dormir, mientras no se saca el ruido de la ciudad y la muchedumbre de la cabeza.

El mes de abril estaba por llegar y con ello el inicio del curso escolar. Una semana antes del 1 de abril, Ryo prepara la maleta.

Entre la ropa que busca para llevarse deslumbra la caja misteriosa que le fue heredada tras la desaparición y probablemente muerte de sus padres. La caja constaba de madera de roble con unos grabados que pretendían dibujar unas serpientes y una copa, todo bajo la protección de una cerradura que Ryo nunca había conseguido abrir, pues le fue concedida la caja sin su llave. 'Realmente solo ocupa espacio y es un objeto inútil, ni siquiera sé donde puedo encontrar la llave. Pero es de mis padres y es lo único que tengo de ellos.' Finalmente, mete la caja junto al resto de elementos necesarios.

Acompañado por el abuelo Jirotoki, que había estado batallando con la presbicia para conducir el coche, llega al muelle de la isla con la brisa marinera de la mañana. Ambos se abrazan algo tristes por su separación tras estos años de convivencia, pero saben que es por el futuro de Ryo, para que pueda seguir estudiando. El ferri rompe con las tranquilas olas de los alrededores de la isla y marcha hacia un horizonte, más allá de lo que el llanto de un abuelo puede llegar.