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El Ascenso de los Cielos

Capítulo 3: El Ascenso de los Cielos

El vacío que había reinado sobre el horizonte de Ápeiron comenzaba a transformarse. Donde antes solo había caos, fuego y destrucción, ahora se alzaba un orden que aún titubeaba entre la creación y el desastre. Ápeiron, aún fatigado por el torrente de energía primordial que fluía dentro de él, sentía cada rincón de su cuerpo planetario cargado de nuevas fuerzas y formas de vida. Su existencia, antes humana, ahora trascendía todo entendimiento, y con ella, la responsabilidad de forjar un equilibrio en su vasto ser.

Había aprendido los nombres de las entidades que había creado accidentalmente, y con cada uno de ellos sentía una conexión única. Sin embargo, no todo estaba en paz. La energía liberada durante su despertar seguía fluyendo sin control en ciertos lugares de su cuerpo-mundo, y estas áreas de caos amenazaban con expandirse. Ahora, Ápeiron entendía que debía enfrentarse a los restos de su explosión inicial y domar las fuerzas indomables que él mismo había desatado.

El cielo se agita

Ápeiron elevó su percepción hacia las alturas. Sobre los vastos cielos que envolvían su cuerpo, fragmentos de energía roja y dorada danzaban entre las corrientes de aire. Allí, en lo alto, el caos parecía haberse concentrado. Cada remolino de energía emitía un brillo carmesí que iluminaba los cielos con destellos violentos, como si el mismo firmamento estuviera ardiendo.

—Esto... esto no puede permanecer así —murmuró, sintiendo cómo el peso de su responsabilidad se extendía aún más.

La energía del principio había dejado un rastro palpable en los cielos: era poderosa, indomable y llena de potencial, pero también destructiva. Ápeiron sabía que debía canalizarla, moldearla, o corría el riesgo de que el caos devorara su mundo antes de que pudiera florecer.

Con un esfuerzo titánico, comenzó a enfocar su voluntad en esa turbulencia aérea. Cerró su percepción por un instante, dejándose guiar por la conexión que tenía con la energía primordial. Sentía cada vibración, cada ráfaga de viento cargada de poder. La energía resonaba con fuerza, como un rugido distante que poco a poco tomaba forma.

Y entonces lo vio.

Desde el centro de aquel caos emergió una figura imponente: un ser alado de escamas relucientes como el fuego y ojos tan profundos como las estrellas. Su cuerpo irradiaba un calor abrasador, y al batir sus alas, el cielo parecía temblar bajo su poder.

—Eres fuerte... —dijo Ápeiron, su voz resonando en todas direcciones—. Te alzarás como el guardián de los cielos de mi ser.

La criatura giró su cabeza, observando el vacío con una mezcla de desafío y reverencia. Era consciente de su propósito, aunque aún no tenía nombre. Ápeiron lo supo al instante: este ser debía encarnar el poder de los vientos y la furia de las tormentas.

—Drakthar —dijo Ápeiron con solemnidad—. Así será tu nombre. Tú serás el progenitor de los Drakónidos Verdaderos, y tu linaje dominará los cielos de Ápeiron.

Drakthar lanzó un rugido que atravesó las nubes, y su cuerpo se alzó en un vuelo majestuoso. Su mera presencia comenzó a calmar los fragmentos de energía dispersa, como si los cielos se inclinaran ante él. Sin embargo, Ápeiron notó que no estaba solo. En las alturas, una energía distinta, menos caótica pero igualmente poderosa, se había formado.

La serpiente celestial

Un destello plateado cruzó los cielos mientras otra criatura emergía. Su cuerpo era una serpiente alada que se deslizaba con elegancia entre las corrientes de aire. Cada movimiento suyo parecía trazar patrones invisibles en el firmamento, y su presencia irradiaba una calma etérea, como si conectara las fuerzas celestiales con la esencia misma de Ápeiron.

—Tú... también naciste de mi despertar —murmuró Ápeiron, asombrado por la majestuosidad de la criatura—. Serás el equilibrio que mantendrá la paz entre los cielos y mi mundo.

La criatura se detuvo, suspendida en el aire, y pareció observar a Ápeiron desde la distancia. No habló, pero su mirada transmitía una comprensión profunda, una conexión que no necesitaba palabras.

—Te llamaré Qínglóng, el Susurro de los Cielos. Serás el progenitor de los Dragones Celestiales, aquellos que habitarán los cielos más altos de Ápeiron y velarán por la armonía de mi ser.

Qínglóng inclinó su cabeza en señal de aceptación antes de elevarse aún más alto, perdiéndose entre las nubes. Su movimiento dejó un rastro de energía plateada que pareció estabilizar las corrientes aéreas.

El equilibrio en formación

Con Drakthar y Qínglóng alzados como guardianes de los cielos, Ápeiron sintió un alivio momentáneo. Sin embargo, sabía que su trabajo estaba lejos de terminar. La energía del principio seguía latiendo en su interior, y cada uso de ella parecía desatar nuevos fragmentos de creación.

—Si esta es mi carga, la aceptaré —dijo con determinación, mientras dirigía su atención hacia el horizonte de su cuerpo.

En las tierras vastas que cubrían su ser, nuevas criaturas comenzaban a formarse. La energía residual de su despertar había dado lugar a fenómenos inesperados: montañas que se alzaban con un estruendo, mares que brotaban de la nada, y criaturas que emergían del mismo suelo. Cada rincón de Ápeiron comenzaba a tomar vida, y con ello, nuevas fuerzas se despertaban.

Pero el caos no había sido completamente disipado. En el centro de una vasta llanura, una tormenta de energía roja y negra seguía creciendo, amenazando con desbordarse. Ápeiron sabía que debía enfrentarlo antes de que consumiera todo lo que había creado hasta ahora.

—Es hora de continuar —dijo, y con un esfuerzo monumental, enfocó nuevamente su voluntad.

El caos que persiste

La tormenta en la llanura era intensa, un remolino de poder incontrolable que parecía burlarse de los intentos de Ápeiron por dominarla. Sin embargo, no estaba solo. Drakthar y Qínglóng, al percibir su lucha, se acercaron desde los cielos para ayudar. Drakthar descendió con un rugido atronador, lanzando un torrente de fuego carmesí hacia el centro de la tormenta, mientras Qínglóng trazaba círculos alrededor, canalizando la energía hacia un punto central.

Ápeiron sintió cómo la conexión entre ellos se fortalecía. Sus creaciones no solo eran independientes, sino que también respondían a su voluntad de manera instintiva.

—Esto es más que una batalla contra el caos —pensó Ápeiron—. Es un paso hacia el verdadero equilibrio.

Con un último esfuerzo, la tormenta comenzó a disiparse. En su lugar, quedó un vacío momentáneo, pero Ápeiron sabía que no permanecería así por mucho tiempo. Había aprendido que la energía del principio no podía ser contenida; siempre encontraría una forma de manifestarse, y era su deber moldearla.

Mientras contemplaba el resultado de su esfuerzo, Ápeiron sintió una vez más el latido profundo de su ser. Sabía que nuevas criaturas y entidades surgirían, y que su camino apenas comenzaba. La Quinta Era seguía en sus primeros pasos, y el destino de Ápeiron estaba lejos de ser definido.