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La pintora

La vista era hermosa, no podía pensar que existiera tanta belleza en un solo lugar. Las nubes divisaban un hermoso color y el sol dejaba que sus rayos extendieran sobre la tierra su luz.

—Entonces… este es el lugar.

—Si. Es hermoso.

Él la observó, su cabello plateado danzaba por sus hombros, sus ojos dorados imponían un color divino que postraba los rayos a los pies, sus ropajes celestiales estaban adornados con la simbología de los dioses y ella dejaba que el trinar del viento cantara a su lado.

—Es un lugar muy hermoso para un nacimiento.

—Si, es perfecto y me da una increíble inspiración. Pronto podré ver reflejado en este lienzo lo que me pidieron.

—Bueno, me sorprende que la anterior haya muerto tan rápido.

Ella sacó su lienzo y lo colocó de forma delicada.

—La nueva será eterna.

—Eso espero, siempre son necesarias en estos mundos—La observó mientras el sol calentaba sus cuerpos—. Estoy seguro de que vas a plasmar algo hermoso.

Sus alas levantaron su cuerpo de la tierra y salió hacia el cosmos.

—Así será.

Tomó su caja y la abrió, sacando de esta misma unas acuarelas, sabía que las emociones serían claves para poder hacer el ritual y quería que su hermosura igualara la belleza idónea que Zero había creado en el cosmos. Tantos habían sido sus intentos por pintar algo que la dejara satisfecha que eran incontables, como estrellas las hay en el universo.

Observaba a las madres llevar a sus hijos de un lado a otro, a las niñas jugar, a los adultos trabajar. El corazón de la ciudad se veía agitado y suponía que era como todas las ciudades que había visto, aunque esa estaba más atrasada, el tiempo parecía detenerse en el medievo y en la mayoría de dimensiones esto no era así.

—Supongo que esto hará todo más fácil… aunque… …

Tomó su pincel y empezó a garabatear la historia. El agua corría por el lienzo y sus colores arrastraban el tiempo. Las acuarelas tomaban sus emociones y empezaban a tomar forma lentamente. Lavó el pincel y cambió la pintura, dejando que el color de la muerte coloreara; a su vez, contemplaba de reojo el reloj que tenía.

Del centro de la ciudad empezó a crecer un árbol, los humanos habían plantado una semilla en el centro y esta tomaba cada vez más fuerza. El pincel seguía corriendo y las acuarelas lloraban silenciosamente mientras que las pinturas corrían por las calles como lo hace la sangre en la carne. La ciudad empezaba tomar la forma que ella estaba visualizando, su mano y mente trabajaban en conjunto para crear el escenario perfecto. Sus alas empezaban a elevarse y su sombra bañaba de a poco las casas.

La emoción se mezclaba con el placer y sus manos movían con maestría el pincel que dejaba caer de sus hilos la pintura que manchaba las calles, las nubes eran hermosas y robó el color anaranjado para poder dar una iluminación perfecta. La velocidad aumentaba con cada trazo y cada ilusión elevaba en ella la idea de lograrlo, de poder por fin confeccionar una obra digna de ella. Tantos lienzos a la basura, tantos planetas destruidos por su mano, tantos rituales de muerte plasmados por sus colores.

El olor de su cabello danzaba por las calles como las bailarinas en el desierto y podía ver como un manto negro empezaba a cubrir ese planeta, las ratas bailaban y cantaban junto con los cadáveres que lentamente iban plasmando el panorama que ella quería. Se levantó exaltada, excitada y emocionada, sentía por fin la inspiración para dar a luz a un cuadro digno de ser recordado y ser igualado por los desastres de la peste roja.

El árbol lanzó sus ramas hacia los cielos y de su seno ella dibujó a una niña, protegida por este mismo. Dormía mientras las almas de los humanos caían a sus pies.

—¡Si! ¡Es hermosa!

Su cabello negro brillaba ante la poca luz que había, las nubes ennegrecidas lloraban sangre y los humanos temían mientras el dolor escuchaba el cántico de la muerte que era compuesto por las manos de aquella Diosa que coloreaba con el agua de los ríos la vestimenta de la muerte, ya que la niña no podía estar desnuda.

Podía ver y oler la peste que emanaba de los muertos, los médicos estaban locos y su cordura pasó a ser plasmada en el nacimiento de su creación. Por fin podía ver la diferencia ya que la perfección de ese lienzo con respecto a los otros era abrumadora. Sabía que podía hacer lo que quisiera, podía morir en paz ya que por fin estaba logrando lo que siempre había soñado desde su nacimiento.

Miles de muertes había creado y todas estaban vacías, sin aquella pasión, pero… al ver a esa muerte, pudo sentir aquella conexión que solo los artistas pueden sentir. El agua se volteaba y daba mil vueltas entre los trazos violentos que daba.

—Mírate, eres hermosa. Ni una madre puede crear algo tan bello.

La sangre se asentaba en la ciudad y parte del mundo, una enorme parte de la población había desaparecido por su mano. Su dulce color, su aroma embriagante.

—Ni su Dios puede salvarlos de mis manos. Yo soy su nueva Diosa, su Diosa del fin.

El árbol expandió sus ramas y el capullo en el que estaba la niña se quebró en esquirlas que se expandieron y bañaron los suelos como los copos en invierno. Sus alas negras cubrían parte de su cuerpo y al abrir sus ojos la tierra tembló con fuerza. Ella reía el placer que recorría su cuerpo hacía que alcanzara el tan ansiado clímax un millar de veces.

—¡Despierta mi niña!

Observaba el cuadro, era tan perfecto e indescriptible, que incluso la luna y el sol se tiñeron del color carmesí de la sangre que había dejado por los suelos para alumbrar el nacimiento de aquella niña.

La Diosa respiraba entrecortada, el sudor recorría su cuerpo y sus plumas cubrían la montaña, haciendo que su sombra matara a las flores.

—Pero… le falta un nombre. Algo así de bello debe tener un nombre digno.

La niña caminó hasta llegar al monte en donde estaba su madre.

—Los humanos te dicen peste negra… pero… yo sé cómo llamarte. Mi lienzo—La acarició con amor, como lo haría una madre—. Te voy a llamar Elíria, que significa en lengua de los dioses, la bella muerte de la noche…

La sangre corría por las calles, mientras que Elíria, la peste negra, bailaba entre los cadáveres del mundo…