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Life and Death #3: Después del amanecer

El final que vivirá por siempre «Beau no quería que nadie saliera herido. ¿Cómo iba a evitar que algo como eso fuera posible? ¿Es que había alguna posibilidad de que le pudieran enseñar con la suficiente rapidez para que se convirtiera en un peligro para cualquier miembro de los Vulturis? ¿O estaba condenado a ser un completo inútil para ver como su familia moría frente a sus ojos?» Crepúsculo dio rienda suelta a la peligrosa relación de Beau y Edward. Noche Eterna unió sus lazos más que nunca. Y ahora, en el último capítulo de la trilogía, las dudas sobre lo que ahora es Beau empuja a una confrontación con los Vulturis que cambiará sus vida por siempre.

_DR3AM3R_1226 · Derivados de obras
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52 Chs

NOVICIO

EN EL PRESENTE

Beau percibía todo con una inusitada claridad.

Los contornos eran precisos y definidos.

Encima de su cabeza refulgía una luminosidad cegadora, a pesar de lo cual todavía era capaz de ver los hilos incandescentes de los filamentos dentro del globo de la bombilla y distinguía todos los colores del arco iris en la luz blanca, y al borde mismo del espectro, un octavo color cuyo nombre no conocía.

Más allá de la luz pudo distinguir los granos individuales de la madera oscura en el techo que los cubría. Debajo de él, veía las motas de polvo flotar en el aire y aquellos lugares a los que llegaba la luz distintos y separados de los oscuros. Giraban como pequeños planetas, moviéndose unos alrededor de los otros en un baile celestial.

El polvo era tan hermoso que inhaló sorprendido. El aire se deslizó silbando por su garganta, haciendo girar las motas de polvo en un embudo. Pensó que algo iba mal. Reflexionó y se dio cuenta de que el problema era que no sentía ningún alivio al respirar. No necesitaba el aire, y sus pulmones no se lo pedían ya. Es más, reaccionaban de forma diferente al llenarse.

Beau ya no necesitaba el aire, pero le gustaba, porque le permitía saborear la habitación que lo rodeaba, aquellas encantadoras motas de polvo, la mezcla del aire viciado con el flujo de una brisa ligeramente más fresca que venía de la puerta abierta. Probó también un olorcillo suntuoso a seda. De igual modo percibió el gusto tenue de algo cálido y deseable, algo que podría ser húmedo, pero que no lo era… Ese olor hizo que la garganta le quemara por la sequedad, un eco ligero del ardor de la ponzoña, aunque estuviera teñido del tufo penetrante del cloro y el amoníaco. Y por encima de todo, pudo saborear un aroma mezcla de miel, lilas y sol que era el que predominaba sobre todos, el de aquello que tenía más cerca.

Escuchó el sonido de los demás, que volvían ahora a respirar de nuevo ya que él también lo había hecho. Su aliento se mezcló con el de miel, lilas y luz de sol, mostrando otros ingredientes. Canela, Jacinto, pera, agua salada, pan recién hecho, pino, vainilla, cuero, manzana, musgo, lavanda, chocolate… Necesitaba usar más de una docena de comparaciones en su mente, aunque ninguna de ellas le encajaba a la perfección. Era algo tan dulce y agradable para él.

La televisión del piso inferior estaba apagada, y escuchó a alguien, ¿Royal?, cambiar su peso de un pie a otro en el primer piso.

También distinguió un tenue ritmo de golpeteo mientras una voz replicaba con enfado al sonido. ¿Música rap? Se sintió desconcertado durante un momento, y después el sonido se desvaneció como si fuera el de un coche que pasara con las ventanillas bajadas.

Pegó un respingo, se dio cuenta de que seguramente era eso mismo. ¿Acaso ya podía oír la autovía desde allí?

No cayó en la cuenta de que alguien lo sujetaba de la mano hasta que ese alguien se la apretó con dulzura. Del mismo modo que antes había tenido que ocultar el dolor, su cuerpo se cerró de nuevo debido a la sorpresa. Ése no era el contacto que había esperado. La piel era del todo suave, pero con una temperatura equivocada, porque no estaba fría.

Después de ese primer segundo paralizado por la sorpresa, su cuerpo respondió al tacto poco familiar de un modo que aún le chocó más.

El aire siseó por su garganta, salió disparado por entre sus dientes apretados con un sonido sordo y amenazante, como el de un enjambre de abejas. Antes de que el sonido se apagara, sus músculos se agruparon y arquearon, retorciéndose para apartarse de lo desconocido. Saltó sobre su espalda con un giro tan rápido que debería haber convertido la habitación en un borrón incomprensible, pero no fue así. Siguió viendo cada una de las motas de polvo, cada astilla de las paredes cubiertas de paneles de madera, cada hilo suelto con detalles tan microscópicos que sus ojos giraron a su vez.

Reaccionó a la defensiva y se agazapó, pegado a la pared, hasta que comprendió qué se había asustado unas décimas de segundo más tarde, pero ¿por qué había tenido una reacción tan desmedida?

Claro. Edward ya no le daría la sensación de estar frío. Ambos tenían ahora la misma temperatura.

Mantuvo la postura durante una décima de segundo más, adaptándose a la escena que tenía delante de él.

Edward estaba inclinado sobre la mesa de operaciones que se había convertido en su pira, con la mano extendida hacia Beau, y la expresión llena de ansiedad.

El rostro de Edward era lo más importante para él, pero su visión periférica catalogó todo lo demás, sólo por si acaso. Algún extraño instinto defensivo se había disparado en él, y automáticamente buscó algún signo de peligro.

Su familia de vampiros esperaba llena de cautela contra la pared más alejada de la puerta, con Eleanor y Jasper en la parte delantera. Como si realmente hubiera algún peligro. Las aletas de su nariz se agitaron, buscando la amenaza. No podía oler nada que estuviera fuera de lugar. El tenue resto del aroma de algo delicioso, pero estropeado por el olor de fuertes productos químicos, hormigueó de nuevo en su garganta, dejándosela ardiente y dolorida.

Alice estaba mirando desde detrás del codo de Jasper con una gran sonrisa en el rostro; la luz brillaba en sus dientes, como un arco iris de ocho colores. Aquella sonrisa tranquilizó a Beau y entonces todas las piezas encajaron. Jasper y Eleanor estaban delante de todos los demás para protegerlos, como había supuesto. Lo que no había captado a la primera era que el peligro era él mismo.

Pero todo esto resultaba algo secundario. La mayor parte de sus sentidos y su mente estaban concentrados todavía en el rostro de Edward.

Nunca le había visto así antes de ese momento.

¿Cuántas veces Beau se había quedado mirando a Edward y se había maravillado de su belleza? ¿Cuántas horas, días, semanas de su vida había pasado soñando con lo que Beau entonces había considerado perfección? Creía que conocía su rostro mejor que el suyo propio. Había pensado que ésta era la única certeza física de su mundo entero: la perfección absoluta del rostro de Edward.

Pero era como si en realidad hubiese estado ciego. Por vez primera, ya eliminadas de sus ojos las sombras borrosas y las debilidades limitadoras de su humanidad, vio su rostro. Jadeo y después luchó con su vocabulario porque era incapaz de hallar los términos apropiados. Necesitaba palabras mejores para ello.

Llegados a este punto, la otra parte de su mente había comprobado que no había allí ningún otro peligro que no fuera él, así que se irguió, abandonando su postura agazapada. Había pasado casi un segundo entero desde que aún estaba sobre la mesa de operaciones.

Se preocupó un momento la forma en la que su cuerpo se movía. Al instante en que había considerado la idea de ponerse derecho, ya estaba erguido. No había un fragmento de tiempo entre concebir la idea y realizarla: la transición se producía de forma instantánea.

Continuó mirando con fijeza el rostro de Edward, de nuevo inmóvil. Edward dio la vuelta a la mesa lentamente y cada uno de sus pasos le llevó apenas medio segundo, fluyendo de forma sinuosa, como el agua de un río sobre las piedras de contornos suaves del fondo. Su mano aún extendida. Beau observó la gracia de su avance, absorbiéndola con sus nuevos ojos.

—¿Beau? —preguntó Edward con un tono de voz bajo, calmante, aunque la preocupación teñía su nombre de tensión.

No pudo contestar de forma inmediata, perdido como estaba en las capas de terciopelo de su voz. Era la sinfonía más perfecta, una de un solo instrumento, el más profundo creado jamás por el hombre…

—¿Beau, amor? Lo siento, sé que se siente uno desorientado, pero estás bien, y luego todo va a ir mejor.

«¿Todo?», pensó Beau. Su mente giró, volviéndose en una espiral cerrada a su última hora como humano. El recuerdo parecía ya tenue, como si se contemplara a través de un espeso velo oscuro. Sus ojos humanos habían estado medio ciegos y aquello se veía ahora tan borroso…

Cuando Edward decía que todo iba a ir bien, Beau proceso muchas preguntas dentro de su cabeza: ¿Incluía eso a Charlie? ¿Dónde estaba él? ¿En casa? ¿Qué le iba a decir ahora? Debía de haber estado llamando mientras Beau ardía sobre aquella cama. ¿Qué le habían contado? ¿Qué pensaba él que le había ocurrido? Intentó rememorar. Lo último que supo sobre Charlie fue que Carine hablaría con él para decirle que tardarían en llegar, aunque le quedaban las dudas de cómo resolverían ese asunto…

¿Y qué pasaba con Julie? ¿Se encontraba bien? Su mejor amiga, después de haber sufrido tanto, ¿lo odiaba? ¿Se había apartado de la manada de Sam? ¿Estaban los Cullen a salvo o su transformación había encendido una guerra con la manada? ¿La completa seguridad en sí mismo que mostraba Edward era en realidad una tapadera? ¿Estaba simplemente intentando calmarlo y nada más?

Mientras Beau deliberaba en una centésima de segundo qué pregunta formular en primer lugar, Edward alzó la mano con vacilación y le acarició la mejilla con las yemas de los dedos. Supo al instante que era suave como el satén, suave como una pluma y ahora se ajustaba exactamente a la temperatura de su piel.

Su tacto parecía atravesar en un barrido la superficie de su piel, justo hasta los huesos de su cara. La sensación era de cosquilleo, eléctrica y saltaba a través de sus huesos, bajándole por la columna hasta alojarse temblando en su estómago.

«Espera», pensó Beau cuando el temblor floreció convirtiéndose en una calidez, un anhelo. «¿No se suponía que esto tenía que perderse? ¿No era el desprenderse de estas sensaciones una parte del trato?».

Beau era un vampiro neonato; de hecho, la sequedad, el dolor abrasador que sentía en la garganta suponían una prueba suficiente de ello. Y sabía lo que conllevaba serlo. Las emociones y deseos humanos regresarían para formar parte de él en algún momento posterior, de alguna forma, pero él había aceptado que no las sentiría desde el principio. Sólo sed. Ése era el trato, el precio a pagar que Beau había aceptado.

Pero cuando la mano de Edward se curvó hasta adoptar la forma de su rostro como acero cubierto de raso, el deseo corrió por sus venas resecas, cantando desde el cráneo hasta las puntas de los dedos de sus pies.

Edward arqueó una ceja perfecta, esperando a que dijera algo.

Beau arrojó los brazos en torno a su cuerpo.

Nuevamente, le pareció que no se había producido ningún movimiento. En un momento Beau estaba erguido e inmóvil como una estatua y en el mismo instante, lo tenía entre sus brazos.

Su primera percepción fue de calor, o al menos eso le pareció. Y luego aquel dulce aroma delicioso que nunca había sido capaz de disfrutar en toda su realidad con sus débiles sentidos humanos, pero que era el uno por ciento de Edward. Presionó el rostro contra su pecho suave.

Y entonces Edward cambió la distribución de su peso, incómodo, y se apart�� del abrazo de Beau. Beau se quedó mirándole con fijeza la cara, confuso y asustado por su rechazo.

—Mmm… Ve con cuidado, Beau. Ay.

Beau apartó los brazos y los dobló detrás de la espalda tan pronto como lo comprendió.

Ahora él era demasiado fuerte.

—Ups —dijo sin hacer sonido apenas, sólo con un movimiento de labios.

Edward esbozó esa clase de sonrisa que a Beau le hubiera detenido el corazón si aún hubiera seguido latiendo.

—Que no te dé un ataque de pánico ahora, amor —repuso Edward, alzando la mano para tocar sus labios, separados en una mueca horrorizada—. Simplemente eres algo más fuerte que yo en este momento.

El neófito frunció las cejas hasta que se unieron. Esto también estaba previsto, pero le parecía de lo más surrealista, aún más que cualquier otra cosa igual de increíble de las que le estaban ocurriendo en ese momento. Era más fuerte que Edward. Había hecho que exclamara «ay».

Su mano de Edward acarició de nuevo la mejilla de su pareja y Beau olvidó por completo su angustia porque otra ola de deseo recorrió su cuerpo inmóvil.

Estas emociones eran mucho más intensas que aquellas a las que estaba acostumbrado y resultaba difícil concentrarse en un solo hilo de pensamientos a pesar del espacio extra que había en su cabeza. Cada nueva sensación lo embargaba por completo. Recordó que Edward le había dicho alguna vez, aunque su voz en este caso era una sombra débil de la claridad cristalina y musical de la de ahora, que su especie, «nuestra» especie, admitió orgulloso Beau en su interior, se distraía con facilidad.

Ahora podía comprender por qué.

Hizo un esfuerzo coordinado para concentrarse. Había algo que quería decir, lo más importante.

Muy cuidadosamente, con tanta cautela que el movimiento apenas fue discernible, sacó el brazo derecho de su espalda y alzó la mano para tocar la mejilla de Edward. No se permitió que el color perlado de su mano, la seda suave de su piel o la descarga eléctrica que silbaba en las puntas de sus dedos desviaran su atención. Beau clavó sus ojos en los de Edward y escuchó su propia voz por primera vez.

—Te amo —le dijo, pero sonó como si lo hubiera cantado. Su voz repicaba y resplandecía como la de una campana.

La sonrisa en respuesta de Edward lo encandiló mucho más que cuando era humano, porque ahora podía verle de verdad.

—Como yo te amo a ti —contestó Edward.

Edward tomó su rostro entre las manos e inclinó el suyo hacia el de Beau, con la lentitud suficiente para recordarle que debía tener cuidado. Lo besó, con la suavidad de un suspiro al principio y después con una fuerza repentina, con fiereza. Beau intentó recordar que debía ser cuidadoso con él pero era un trabajo muy duro hacer memoria de nada bajo el asalto de la sensación, muy difícil mantener ningún tipo de pensamiento coherente.

Era como si no lo hubiera besado nunca antes, como si fuera su primer beso. Y la verdad era que jamás se habían besado así.

Eso casi hizo sentir culpable a Beau. Seguramente estaba rompiendo alguna cláusula del contrato, porque se suponía que tampoco podría tener esto.

Aunque ahora no necesitaba oxígeno, su respiración cobró velocidad, se aceleró tanto como cuando se estaba quemando, aunque éste era un tipo distinto de fuego.

Alguien carraspeó. Eleanor. Beau reconoció el sonido profundo a la primera, burlón y enojado a la vez.

«¿Ya terminaron?», pensó Eleanor y sólo Edward fue capaz de escucharla. Le devolvió una mirada de molestia al instante y ella se limitó a pedir disculpas en su mente.

A Beau se le había olvidado que no estaban solos. Y entonces se dio cuenta de que la forma en la que su cuerpo se incrustaba en el de Edward no era el apropiado cuando se está en compañía.

Avergonzado, dio un paso hacia atrás con otro movimiento instantáneo. Edward se echó a reír entre dientes y dio el paso también con Beau, manteniendo sus brazos firmemente apretados en torno a su cintura. El rostro de Edward reluc��a, como si hubiera una llama blanca detrás de su piel diamantina.

Beau inhaló un trago de aire innecesario para recuperarse.

«¡Qué diferente era esta forma de besar!», pensó Beau. Leyó la expresión de Edward mientras comparaba sus confusos recuerdos humanos con esta sensación clara, intensa. Él parecía… un poco pagado de sí mismo.

—Te has estado conteniendo antes por mí —le acusó con su voz cantarina y los ojos un poco entrecerrados.

Edward soltó una carcajada, radiante de alivio porque todo había pasado: el miedo, el dolor, las inseguridades, la espera, aquello estaba ya a sus espaldas.

—Entonces era necesario —le recordó Edward—. Ahora es tu turno de no hacerme pedazos —y se echó a reír de nuevo.

Sonrió cuando pensó en ello y entonces no fue sólo Edward el que se echó a reír.

Carine dio un paso alrededor de Eleanor y caminó hacia Beau con rapidez; sus ojos tenían una ligera expresión precavida, pero Jasper se movió detrás de ella como si fuera su sombra. Nunca había visto realmente el rostro de Carine antes, al menos no de verdad. Sintió una extraña necesidad de pestañear, era como mirar al sol.

—¿Qué tal te sientes, Beau? — preguntó Carine.

Lo consideró durante una milésima de segundo.

—Abrumado. Hay demasiado… —su voz se desvaneció, atento ahora a su tono como de campanillas.

—Sí, puede llegar a ser bastante confuso.

Beau asintió con un rápido movimiento de cabeza, nervioso.

—Pero sigo sintiéndome yo mismo, o al menos algo parecido. No esperaba esto.

Los brazos de Edward se apretaron un poco más alrededor de su cintura.

—Ya te lo dije —susurró Edward.

—Estás muy controlado —reflexionó Carine—. Mucho más de lo que yo esperaba, incluso contando con todo el tiempo que has tenido para prepararte mentalmente para esto.

Beau pensó en los violentos cambios de humor, la dificultad en concentrarse y murmuró.

—No estoy tan seguro de eso.

Carine asintió con seriedad y sus ojos como joyas relumbraron interesados.

—Me parece que esta vez hicimos algo bien con la morfina. Dime, ¿qué es lo que recuerdas del proceso de transformación?

Beau dudó, muy consciente de cómo el aliento de Edward le rozaba la mejilla, enviando chispas eléctricas por toda su piel.

—Lo recuerdo… muy borroso. Me acuerdo de que Sulpicia le pidió a uno de sus guardias que me asesinara…

Beau miró a Edward de repente asustado por la imagen.

—La hija de perra tuvo la decencia de dejarnos ir —el vocabulario de Edward sorprendió a Beau de repente, incluso un tanto a su familia, ya que Edward no era de hacerlo a menudo. La nombró con lleno de cólera, como con repudio. Del mismo modo que un volcán al momento de hacer erupción—. ¿Qué recuerdas después de aquello?

Beau se concentró en mantener cara de póquer. Los embustes nunca habían sido su fuerte.

—¿Tienes idea de qué fue lo que viste detrás de mí? —Preguntó Edward—. Murmuraste que había alguien detr��s de mí o al menos lo intentaste.

Beau siguió haciendo memoria, pero nada de lo sucedido estaba ahí.

—No es fácil acordarse. Había una completa oscuridad. Y entonces… abrí los ojos y pude verlo todo.

—Sorprendente —musitó Carine, con los ojos iluminados.

El disgusto invadió a Beau y esperó que el calor inundara sus mejillas y lo dejara en evidencia. Luego recordó que nunca volvería a ruborizarse. Tal vez eso sirviera para proteger a Edward de la verdad.

Pero tenía que encontrar la manera de avisar a Carine. Algún día, por si necesitaba crear algún nuevo vampiro. Esa posibilidad parecía muy lejana, lo que lo hizo sentir mejor a pesar de la mentira que acababa de contar.

—Quiero que pienses, que me cuentes todo lo que recuerdes —lo presionó Carine, entusiasmada, y Beau no pudo evitar la mueca que recorrió su rostro. No quería seguir mintiéndoles, porque lo más probable es que terminaran descubriéndolo. Y además no deseaba pensar en la quemazón. A diferencia de su memoria humana, esa parte estaba muy clara y encontró que podía recordarla con una precisión más que indeseada—. Oh, lo siento tanto, Beau —se disculpó Carine con rapidez—. Seguro que tienes que sentirte muy incómodo con la sed. Esta conversación puede esperar.

Hasta que ella no lo mencionó, la sed no le pareció particularmente difícil de manejar. Había tanto espacio en el interior de su cabeza. Una parte separada de su cerebro vigilaba el ardor de su garganta, casi como un acto reflejo. Del mismo modo que su viejo cerebro se las había apañado con la respiración y el pestañeo. Pero la suposición de Carine trajo esa quemazón a la parte central de su mente. De pronto, no fue capaz de pensar más que en el dolor y la sequedad, y cuanto más lo contemplaba, más le dolía. Su mano voló hacia su garganta, donde se pegó, adaptándose a ella, como si sofocar de ese modo las llamas desde el exterior. Sentía la piel del cuello extraña bajo sus dedos, tan suave que parecía blanda, pero sin embargo era dura como la piedra.

Edward dejó caer los brazos y tomó de una mano a Beau, tirando de él con ternura.

—Vamos a cazar, Beau.

Los ojos se le abrieron como platos y el dolor de la sed cedió, mientras la sorpresa lo sustituía.

—¿Cazar? —Preguntó la nueva voz de Beau—. Yo, es que, bueno, nunca he ido de cacería. Ni siquiera a una cacería normal con rifles, así que no creo que pueda… Quiero decir, que no tengo ni idea de cómo…

Eleanor rio en voz baja.

Edward sonrió.

—Es muy fácil, amor, casi instintivo, así que no te preocupes, yo te enseñaré cómo —al ver que Beau no se movía, compuso esa sonrisa torcida suya y alzó las cejas—. Siempre tuve la impresión de que te hubiera gustado verme cazar.

Beau se echó a reír con una súbita explosión de buen humor (parte de él aun atendiendo maravillado al sonido como de repique de campanas) mientras las palabras de Edward le recordaban una nube brumosa de conversaciones humanas. Y le llevó todo un segundo recorrer en su mente aquellos primeros días con Edward, el verdadero comienzo de su vida, de modo que no los olvidara nunca. No había esperado que le resultara tan incómodo recordar. Era como intentar buscar algo a través del agua cenagosa. Ya sabía por la experiencia de Royal que si pensaba a menudo en sus recuerdos humanos, no los perdería con el paso del tiempo. No quería olvidar ni uno solo de los minutos que había pasado con Edward, ni siquiera ahora, cuando la eternidad se extendía ante ellos. Debía buscar la manera de asegurarse de que aquellos recuerdos humanos quedaran pegados con cemento a su infalible mente de vampiro.

—¿Vamos? —le preguntó Edward, y alzó la mano para tomar la de Beau, que aún reposaba en su cuello. Los dedos de Edward repasaron su garganta—. No quiero que le hagas daño a nadie —añadió en un murmullo sordo. Un murmullo que Beau antes nunca hubiera logrado escuchar.

—Estoy bien —le contestó para no faltar a su hábito humano.

Aferró la camisa pálida que le cubría la piel, sintiendo pánico de nuevo, mientras una parte insignificante de su mente registraba el hecho de que Alice debía de haberlo cambiado de ropa.

—Espera —protestó Beau de nuevo, intentando concentrarse—. ¿Y qué pasa con Julie? ¿Y con Charlie? Cuéntenme todo lo que me he perdido. ¿Cuánto tiempo he estado… inconsciente?

Edward no pareció darse cuenta de la vacilación que había experimentado Beau en su última palabra. En vez de eso, estaba intercambiando otra mirada preocupada con Carine.

—¿Qué es lo que va mal?

—No es que algo vaya mal —contestó Carine, enfatizando la última palabra de un modo extraño—. Nada ha cambiado de modo sustancial, la verdad, y tú sólo has estado sin consciencia durante unos días. Ha sido bastante rápido si se tiene en cuenta lo que suelen llevar estas cosas. Edward ha hecho un trabajo excelente, bastante innovador: inyectar la ponzoña directamente en el corazón ha sido idea suya.

—Ni tanto —dijo Edward mirando a Carine—. Puede que me haya inspirado en lo que Victoria hizo con Riley.

Carine suspiró, tal vez decepcionada o intrigada y después continuó hablando:

—Nadie sabe de tu nueva vida, aunque me temo que tendremos que tomar ciertas medidas. Por ahora le hemos dicho a Charlie que estamos en Atlanta en estos momentos. Le dimos un número equivocado y se siente frustrado. Ha estado hablando con Earnest.

—Debería llamarle… —murmuró Beau para sus adentros, pero al escuchar su propia voz, comprendió la dificultad que esto supondría, porque no lo reconocería y no lo tranquilizaría. Y entonces recordó a Julie—. Espera un momento… ¿Julie ni la manada de Sam sabe lo qué pasó?

Se intercambiaron otra mirada.

—Beau —intervino Edward con rapidez—. Hay muchas cosas en qué pensar, pero tenemos que ocuparnos de ti primero. Debes de estar pasando un mal rato

Cuando señaló ese hecho, Beau recordó la quemazón en su garganta y tragó de forma convulsiva.

—Pero Julie…

—Tenemos todo el tiempo del mundo para las explicaciones, cariño —le recordó Edward con dulzura.

Y tenía razón. Beau podía esperar un poco para obtener las respuestas, y le resultaría más fácil escuchar cuando el fiero dolor que le producía aquella sed ardiente no dispersara su concentración.

—Okey.

—Espera, espera, espera —gorjeó Alice desde el umbral. Bailoteó avanzando dentro de la habitación, graciosa y con aspecto soñador. Como le había sucedido a Beau con Edward y Carine, se quedó atónito al verla realmente por primera vez. Era tan encantadora…

—¡Me prometiste que yo estaría presente la primera vez! ¿Y qué pasa si corren cerca de algo que sea reflectante?

—Alice… —protestó Edward.

—¡Sólo me llevará un segundo! —y con esa afirmación, Alice salió disparada de la habitación.

Edward suspiró.

—¿De qué está hablando?

Pero Alice ya estaba de vuelta, acarreando un espejo enorme de marco dorado desde la habitación de Royal que tenía casi dos veces su tamaño y varias veces su anchura.

Beau apenas había notado la presencia de Jasper hasta este momento. Había permanecido tan inmóvil y silencioso que no había vuelto a reparar en él desde el momento en que le había visto seguir a Carine. Se movió alrededor de Alice con idéntico sigilo sin apartar los ojos de la expresión del rostro de Beau. Beau era el peligro allí.

Él supo que estaría también comprobando el estado de ánimo a su alrededor, de modo que debió de percibir el sobresalto que experimentó mientras estudiaba su rostro, mirándolo atentamente por primera vez.

Las cicatrices de su vida anterior entre los ejércitos de neófitos en el sur habían sido casi invisibles a sus imperfectos ojos humanos. Sólo usando una luz intensa para darles relieve había podido percibirlas. Ahora que podía ver de verdad, las cicatrices eran el rasgo dominante de Jasper. Resultaba difícil apartar la mirada de su cuello y su mandíbula destrozados, y era difícil creer que incluso un vampiro hubiera podido sobrevivir a todas aquellas marcas de dientes que le destrozaban la garganta.

De forma instintiva, Beau se tensó para defenderse. Cualquier vampiro que viera a Jasper por primera vez habría experimentado la misma reacción. Las cicatrices eran como una valla publicitaria que anunciaba «¡Peligro!». ¿Cuántos vampiros habían intentado matar a Jasper? ¿Cientos, miles? El mismo número que, sin duda, había muerto en el empeño.

Jasper vio y sintió su evaluación, su cautela y sonrió irónicamente.

—Le dije a Edward que serías el vampiro más atractivo —dijo Alice, distrayendo la atención de Beau de su aterrador amante—. Y quiero que tú también lo veas.

La parte más importante estaba absorta en la persona del espejo. La criatura extraña que había en el cristal era indescriptiblemente hermosa, tanto como Royal o Edward en todos sus detalles. Su contorno era fluido incluso en reposo, y su rostro impecable era pálido como la luna contra el marco de su pelo espeso y oscuro. Tenía las extremidades esbeltas y fuertes, la tela de su camisa pegada a la dura y resistente piel que relucía con sutileza, luminosa como una perla.

Su segunda reacción fue de horror.

¿Quién era él? A primera vista no podía encontrar su propio rostro en los suaves planos perfectos de sus rasgos.

¡Y sus ojos! Aunque hubiera debido esperarlo, esos ojos todavía hacían que le atravesara un escalofrío de terror.

Mientras Beau se estudiaba en el espejo y reaccionaba de este modo, su rostro se mantuvo perfectamente sereno, como la talla de un dios. Sin que mostrara nada de la agitación que se revolvía en su interior. Y entonces se movieron sus labios llenos.

—¿Y estos ojos? —susurró, sin la más mínima gana de decir «mis ojos»—. ¿Cuánto tiempo estarán así?

—Se oscurecerán en unos cuantos meses —repuso Edward con una voz dulce, consoladora—. La sangre animal diluye el color con más rapidez que con una dieta de sangre humana. Primero se volverán de color ambarino y más tarde, dorados.

Beau quedó atónito al escuchar que sus ojos serían rojos por meses.

—¿Meses? —el tono de su voz se elevó una octava a causa de la tensión.

En el espejo, aquellas cejas perfectas se enarcaron con incredulidad sobre los relumbrantes ojos escarlatas, más brillantes de lo que había visto jamás.

Jasper dio un paso hacia delante, alarmado por la intensidad de su repentina ansiedad. Lo cierto es que conocía a los jóvenes vampiros demasiado bien, así que, ¿presagiaría esta emoción algún mal paso por parte de Beau?

Nadie contestó a su pregunta. Él retiró la mirada, hacia Edward y Alice. Ambos tenían los ojos ligeramente desenfocados, en reacción a la inquietud de Jasper, pendientes de lo que la había causado, escaneando el futuro inmediato.

Inhaló otro profundo trago de aire, del todo innecesario.

—No, me encuentro bien —les prometió Beau. Sus ojos se desplazaron desde el extraño del espejo hacia ellos y nuevamente hicieron el mismo recorrido—. Es sólo que… cuesta mucho hacerse a la idea.

Jasper frunció el ceño, poniendo de relieve las dos cicatrices que tenía sobre el ojo izquierdo.

Por la cabeza de Jasper pasaron varias incógnitas, pero era una la que más le importaba responder ahora.

—No lo sé —murmuró Edward.

El hombre del espejo puso mala cara.

—¿Qué pregunta es la que me he perdido?

Edward sonrió ampliamente.

—Jasper se pregunta cómo lo haces.

—¿Cómo hago qué?

—Controlar tus emociones, Beau —respondió Jasper—. Nunca había visto a un neonato hacer esto, frenar una emoción en seco de ese modo. Estabas molesto, pero cuando viste nuestra preocupación, la controlaste y recobraste el dominio de ti mismo. Yo estaba preparado para ayudar, pero no lo has necesitado.

—¿Y eso está mal? —inquirió Beau.

El cuerpo de Beau se envaró de forma automática esperando el veredicto.

—No —repuso Jasper, pero su voz sonaba insegura.

Edward pasó su mano a lo largo del brazo de Beau, como si intentase animarlo a que se relajara.

—Es admirable, Beau, pero no lo entendemos. No sabemos cuánto durará.

Beau reflexionó durante una milésima de segundo. ¿Es que en cualquier momento podría morder a alguien? ¿Convertirse en un monstruo?

No lo veía venir por ninguna parte. Tal vez no había manera de anticiparse a una cosa como ésa.

—Pero ¿qué es lo que piensas? —preguntó Alice, algo impaciente ahora, señalando el espejo.

—No estoy seguro —replicó Beau intentando evitar la cuestión y sin querer admitir lo muy asustado que estaba.

Se quedó mirando a aquel hermoso hombre con esos ojos tan terroríficos, tratando de encontrar en él algún rastro de sí. Había algo en la forma de sus labios, si apartabas la belleza mareante, y era cierto que el labio superior estaba algo desequilibrado, demasiado lleno para encajar perfectamente en el inferior. Hallar este rasgo familiar lo hizo sentir un poquito mejor. Quizá también se encontraba allí el resto de su persona.

Alzó la mano de forma experimental, y el hombre del espejo copió su movimiento, tocándose también el rostro. Sus ojos de color escarlata le observaban con cautela.

Edward suspiró.

Trasladó la mirada de Beau a él, alzando una ceja.

—¿Decepcionado? —le preguntó Beau, con su voz cantarina impasible. Edward se echó a reír.

—Para nada —admitió.

Edward gruñó en su oreja.

—Beau, tú nunca has sido sólo bonito.

Entonces, su rostro se apartó del de Beau y suspiró.

—Okey, okey —le replicó a alguien.

—¿Qué? —preguntó Beau.

—Estás poniendo a Jasper más nervioso a cada minuto que pasa. No se relajará un poco hasta que hayamos ido de caza.

Beau observó la expresión preocupada de Jasper y asintió. No quería morder a nadie allí, si es que el momento se estaba acercando. Mejor estar rodeado de árboles que de familia.

—Nosotros dos solos ¿verdad? —quiso asegurarse Beau.

Edward se mostró confuso durante una fracción de segundos, y luego su rostro se relajó.

—Claro. Como tú quieras. Ven conmigo, Beau.

—Bien, vámonos de caza —aceptó mientras su estómago se estremecía con un escalofrío producido por los nervios y la anticipación.

Se soltó de los brazos de Edward, que lo envolvían, tomó una de sus manos y le volvió la espalda a la extraña beldad del espejo.