El cuarto estaba completamente a oscuras y Hanna no se atrevía a encender la lámpara para mirar el despertador. Se quedó boca arriba e intentó oír las campanadas de la torre de San Maximiliano, lo que era posible si el viento soplaba en la dirección adecuada. Sin embargo, los fuertes ronquidos de Maria Jordan tapaban los demás sonidos. Llena de odio, escuchó los crujidos de su paladar, el prolongado silbido cuando soltaba el aire, los chasquidos de su boca cuando perdía el ritmo por un instante. Era repugnante dormir en la misma habitación que esa vieja. Su difunta madre casi siempre olía a aguardiente, pero rara vez roncaba, y tampoco llevaba esos ridículos gorros de noche con encaje.
Hanna decidió que era mejor levantarse demasiado pronto que demasiado tarde. Por suerte, llovía un poco, así que el cielo estaba nublado y la luna, esa vieja traidora, no la delataría. Salió de debajo de la manta con el máximo sigilo y se puso la ropa que tenía preparada. Cuando Maria Jordan interrumpió un momento su concierto, Hanna se quedó quieta a medio movimiento. Luego se reanudaron los ronquidos y siguió vistiéndose. Por suerte, no hacía frío, se pondría un pañuelo en la cabeza para protegerse de la lluvia.
Logró llegar a la puerta sin que se oyera un crujido de los tablones, solo cuando bajó la manija provocó un chirrido. En el pasillo no se atrevió a encender la luz porque alguien lo habría visto por la cerradura de su cuarto. Caminó a tientas, finalmente encontró la puerta que daba a la escalera de servicio y bajó aliviada a la cocina. Olía a guiso frío y té de menta, también a hierbas secas que la señora Brunnenmayer había colgado de un cordel.
Hanna decidió entonces encender una de las lámparas de gas. Miró el reloj de la cocina: la una y media. ¡Era el momento! Cogió la llave del gancho con un movimiento rápido y salió.
La puerta que daba al patio tenía echado el cerrojo por dentro. Debía estar de vuelta antes de que la señora Brunnenmayer bajara a la cocina a primera hora de la mañana, de lo contrario todo se iría al traste. Por supuesto, el cerrojo de arriba se atascó, empezó a sudar y al final le dio un golpe con la palma de la mano. Le dolió mucho, pero consiguió que cediera y pudo salir. La víspera había escondido las cosas bajo la leña que se utilizaba en la cocina, allí no iba nadie más que ella. Encontró el camino hasta el almacén de leña aun siendo noche cerrada, quitó los troncos y sacó la mochila, que estaba a rebosar. Un ratón le subió por la mano, soltó un gritito y luego se tapó la boca, asustada.
«Serás boba», se dijo furiosa. «Lo echarás todo a perder solo por un ratón diminuto».
En ese momento dejó de llover y la luna brilló a través de la capa de nubes, más fina. Hanna miró el parque borroso, los viejos árboles eran como lúgubres figuras gigantes; entre ellas se veía el césped claro y tres sillas de mimbre olvidadas con las que los niños habían jugado al ferrocarril. Se puso la mochila al hombro y decidió que era mejor no ir por la entrada sino entre los árboles. Además, tal vez la señora Alicia no pudiera dormir y estuviera junto a la ventana mirando el parque. La noche anterior la señora había tenido migraña de nuevo.
Le gustaba caminar sobre el mullido césped. Por desgracia, los zapatos se le empaparon, pero no importaba. En la entrada aguzó la vista e intentó ver la calle, cosa harto difícil bajo la difusa luz de la luna. Las farolas de arco se habían apagado hacía tiempo.
«Bah. ¿Quién va a estar deambulando por la calle a estas horas?», pensó. Entró en el camino que llevaba a la fábrica de máquinas. Cada vez tenía el corazón más acelerado y, cuando llegó al viejo cobertizo, estaba sin aliento. Tosiendo, buscó refugio detrás del edificio destartalado, agarró bien la mochila y se agachó en el suelo. Apenas habían podido verse, pero habían intercambiado unas palabras en la valla y él le explicó su plan. Ahora ella solo podía rezar para que hubiera logrado salir de la barraca donde se alojaban los peones de la fábrica de máquinas y no lo hubieran visto trepar por la valla. Si lo cogían, se acabó. Para siempre.
—¡Channa! —susurró él—. Mayá Channa! Mi ángel.
Estaba escondido en el cobertizo y la observaba por una ranura entre los tablones. Con agilidad y sin hacer ruido, se acercó, se arrodilló delante de ella y le dio un beso apasionado. Arrasó como un tornado, besó el rostro de Hanna, también las palmas de las manos, la nuez, le desabrochó los botones y le abrió la blusa.
—No… Tienes que irte. No puedes perder tiempo.
Él le tapó la boca con una mano y continuó besándola con labios ansiosos. Ella se estremeció, dejó de resistirse y deseó que el tiempo se detuviera. Ojalá pudiera quedarse. Estar siempre con ella. Acostarse todas las noches a su lado, besarla, quitarle la ropa, recorrer todo su cuerpo con manos y labios. Y también hacer lo que los hombres hacían con su madre. Lo vio de niña por la ranura de la puerta y le dio un miedo terrible, pero luego su madre le explicó que era bonito. Sobre todo si era con el tipo adecuado.
—Liubímaya mayá. Mi dulce. Mi paloma…
—Hazlo… Lo deseo… Hazlo si eres un hombre —dijo ella.
Todo ocurrió muy rápido, pero seguro que fue por disponer de tan poco tiempo. Grigorij tiró de ella y la movió con brusquedad, le subió la falda, puso las manos donde un momento antes ella llevaba la ropa interior. Lo que hizo provocó fuegos artificiales en el cuerpo de Hanna, que apretó los dientes para no gritar y se agarró a él con fuerza. Luego Grigorij le hizo daño, una y otra vez, no cedió, por mucho que ella llorara y le pidiera en voz baja que parara. Él murmuró palabras en ruso, jadeaba del esfuerzo, se encabritó y cayó encima de ella con un profundo suspiro.
—Mayá zhená… Mi esposa… Mi Channa… Volveré. Posle voiní… Cuando termine la guerra.
Ella se quedó inmóvil mientras él comprobaba lo que había en la mochila bajo la luz difusa de la luna. Pan, jamón, salchicha, un pedazo de queso… Lo había robado de la despensa para él. Una botella de coñac francés, que consiguió porque el señor director había olvidado cerrar la bodega. Últimamente estaba bastante olvidadizo el viejo señor Melzer. Ropa interior, calcetines, zapatos y un traje completo con chaleco. Lo había cogido del armario del joven señor, a fin de cuentas estaba en el frente y ahora no necesitaba sus cosas. También había un gorro y una cartera. Dentro estaba todo el dinero que tenía. Treinta y un marcos y veintitrés peniques.
—Nie ostorozhno… Eres una imprudente. Te multarán, Channa.
—Da igual. Lo importante es que llegues a salvo a Suiza. Desde ahí puedes volver a Rusia. Ponimaesh? Shveitsaria… Rossía.
Él asintió y se quitó la ropa. Se quedó desnudo delante de ella bajo el claro de luna plateado, delgado y nervudo, como un joven guepardo que tensara los músculos, dispuesto para la caza. La ropa del joven señor le iba un poco grande, pero Hanna había sido lo bastante lista para coger un cinturón, y había puesto papel de periódico en la punta de los zapatos.
—Ven.
Hanna sacó unas tijeras del bolsillo exterior de la mochila y se puso a cortarle el pelo y la barba. Él se dejó hacer mientras la observaba con una sonrisa. Era una sonrisa tierna. Si antes no le hubiera hecho tanto daño, le habría dado un abrazo y un beso.
—Krasivi málchik— dijo ella, y le acarició el pelo corto—. Eres un hombre joven y guapo.
—Hombre no —repuso él—. Muzh. Tu marido, Channa. Volveré cuando termine la guerra, te lo juro.
Él le quitó las tijeras de la mano y se sacudió los pelos del cuello y la chaqueta. Luego le dio un largo beso, entró en su boca con la lengua, pero a ella no le provocó placer. Cuando se apartó, ella notó que tenía restos de pelos en la lengua.
—Tienes que irte. Coge la mochila. Deja la ropa vieja aquí, la enterraré. ¡Vete!
Él no quería soltarla, decía que lo estaba echando y quería oír de sus labios que lo esperaría.
—¡Júramelo, Channa!
—Te esperaré, Grigorij. Esperaré a que vengas a buscarme y me lleves a tu país. No quiero pertenecer a otro mientras viva.
Él le agarró la mano izquierda y entrelazó los dedos con los de Hanna, como si fuera a rezar.
—Tú y yo… na vsegdá vmeste. ¡Para siempre juntos!
Él le apretó los dedos como si quisiera reforzar así su promesa. Luego retrocedió un paso y se echó la mochila al hombro, se puso el gorro y se lo caló.
No hubo ningún «hasta pronto», ni «do svidania». Se dio la vuelta y se fue, salió a la calle y se dirigió a la estación de mercancías. Pretendía esconderse en un vagón para abandonar Augsburgo lo antes posible. Más tarde compraría un billete para Friedrichshafen o Constanza, y desde allí tomaría un barco a Suiza. En Suiza, eso le habían dicho, recibían a los prisioneros de guerra rusos con amabilidad y los ayudaban a regresar a su país.
Hanna tardó un rato en colocarse bien la ropa, luego buscó una piedra plana y cavó un agujero en la tierra. Por suerte, el suelo estaba blando por la lluvia, pero seguía siendo una tarea difícil y sucia. Antes de enterrar la camisa desgarrada, los pantalones y la ropa interior en el agujero, olió la ropa, inspiró una vez más su olor corporal y por un momento imaginó que aún estaba con ella. Luego lo metió todo en el agujero, lo cubrió de tierra, puso la capa de césped encima y la pisó. Esperaba que el viento se llevara los pelos negros que había por todas partes, era imposible recogerlos a la luz de la luna.
Le costó emprender el camino de regreso a la villa. Habría preferido ir corriendo a la estación de mercancías y marcharse con él. Pero era imposible, solo habría conseguido ponerse en peligro. Empezó a llover de nuevo, y le preocupó que la ropa buena que le había dado a Grigorij se hubiera mojado. Volvería a tener un aspecto miserable, enseguida sospecharían que era un prisionero huido.
En la oscuridad de la noche, estuvo a punto de pasar de largo la entrada a la villa, distinguió el borde de piedra donde se erguían las dos alas de la puerta de hierro forjado. Ya no le resultaba agradable caminar sobre el césped, la emoción que había sentido antes había dado paso a un profundo abatimiento. Todo había salido bien pero, por algún motivo, se sentía decepcionada y tremendamente triste. Tal vez porque no había sido nada bonito, solo le había dolido. O porque todo había sido muy rápido. Sin duda, era porque no lo vería en mucho tiempo. Como siempre, estaba calada hasta los huesos y exhausta. Cuanto antes se quitara la ropa y se metiera en la cama, mejor.
La villa era como un coloso oscuro en el cielo nocturno, pero en la planta baja había algunas ventanas iluminadas. Aguzó la vista. Menos mal, eran las ventanas del hospital, donde normalmente dejaban encendida una luz por la noche. En las dependencias de la izquierda, en la cocina y la despensa, estaba todo a oscuras. Solo tenía que cruzar rápido el patio, abrir la puerta que daba a la cocina, volver a echar el cerrojo por dentro y luego subir a su cuarto en silencio, como un fantasma.
Todo salió a la perfección hasta que tuvo que empujar el segundo cerrojo por dentro. Esa cosa estúpida se quedó atrancada y no le quedó más remedio que recurrir al método de darle un golpe con la base de la mano. ¡Ya está!
—¡Alarma! —gritó una voz alterada—. ¡A cubierto! Ratas y ratones. Bajad la cabeza. Granadas. Vienen. Se lanzan. Hundid la cabeza en la tierra.
Hanna se quedó petrificada, por un instante creyó que había caído una granada en la villa. Luego se percató de que aquel grito terrorífico salía de debajo de la mesa larga y lo entendió. Humbert tenía otro de sus ataques. Precisamente esa noche, ¡qué mala suerte!
—¿Humbert? ¿Estás ahí abajo?
Se arrodilló en el suelo, pero estaba demasiado oscuro para ver nada. Aun así, oyó su respiración entrecortada y asustada y creyó notar cómo temblaba. Pobre tipo, la guerra le había hecho perder la cabeza.
—Fuera…, fuera… Ahora llegará… Se oye el estruendo… ¡Vienen los aviones!
—No. Humbert. Soy yo, Hanna. Estabas soñando.
No paraba de temblar, y de pronto Hanna comprendió que no había sido muy inteligente decir su nombre. Además, enseguida llegaría la señora Brunnenmayer, siempre acudía corriendo cuando Humbert se volvía loco.
—Rápido, escóndete. Ya vienen —gemía Humbert desde su escondrijo.
Hanna aún estaba a tiempo de colarse en el hospital por la otra puerta, ya oía los pasos decididos de la cocinera en la escalera. «Estupendo. Si ahora Humbert le cuenta que he estado en la cocina, se acabó. Solo espero que no lo crea porque siempre dice sandeces cuando tiene sus ataques», pensó.
Dio un rodeo por el lavadero y consiguió llegar a la escalera sin que la vieran. Rogó que ni la señorita Schmalzler ni Else estuvieran despiertas y se les ocurriera ir a ver si en la cocina todo estaba bien, porque entonces se toparía con ellas de frente. Subió con cuidado peldaño a peldaño, escuchó temerosa por si hacía ruidos que la delataran, pero solo oyó la voz de la señora Brunnenmayer consolando a Humbert abajo, en la cocina. Finalmente, hizo de tripas corazón y subió los últimos peldaños corriendo, recorrió el pasillo a toda prisa y se detuvo en la puerta de su cuarto. Se quedó quieta, sin aliento, sintiendo el martilleo de su corazón. Maldita señorita Jordan. ¿Roncaba? ¿O estaba despierta? Durante un rato no se oyó nada, luego un leve ronquido al que le siguieron más sonidos. Bueno, era el ruido de aserradero de siempre.
¡Puaj, qué ambiente más rancio había en el cuarto! Qué rabia no poder abrir la ventana, Maria Jordan se lo tenía prohibido porque decía que su hombro derecho era sensible a las corrientes de aire. Hanna se metió en la cama y se quitó la ropa mojada, encontró el camisón debajo de la almohada y se lo puso. Qué gusto poder estirarse debajo de la colcha. Empujó la ropa húmeda debajo de la cama para que Maria Jordan no la viera de casualidad por la mañana. Luego se puso de lado, dobló las rodillas contra el cuerpo y colocó bien la almohada. Le quedaban un par de horas más de sueño: a las seis sonaría el maldito despertador.
—¿Dónde estabas?
De golpe estaba bien despierta. ¡Esa bruja no dormía! Solo roncaba para engañarla.
—¿Qué? —dijo ella, como si se acabara de despertar.
—Que dónde estabas. Te he oído llegar.
Hanna pensaba rápido. Lo suyo era admitir lo mínimo posible y mentir lo mejor posible.
—Humbert ha tenido otro ataque.
Se hizo el silencio durante un rato. Seguramente esa garrapata asquerosa estaba rumiando algo. Hanna la oía dar vueltas en la cama sin parar de resollar.
—Humbert —dijo la señorita Jordan—. Vaya.