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En el que una criatura mágica da más
problemas de lo esperado
Con cinco años de edad, Luna había quintuplicado su magia, aunque
permanecía en su interior, fusionada con sus huesos, con sus músculos y con
su sangre. De hecho, estaba en el interior de todas sus células. Inerte, sin
utilizar... todo potencial pero sin fuerza.
—Esto no puede continuar así —dijo un día Glerk furioso—. Cuanta más
magia acumule, más escupirá. —Le hacía caras graciosas a la niña aun sin
querer. Y Luna reía a mandíbula batiente—. Recuerda bien lo que te digo —
añadió, intentando en vano ponerse serio.
—Eso nadie lo sabe —replicó Xan—. Quizá no salga. A lo mejor nunca
se complican las cosas.
A pesar de la infatigable labor que llevaba a cabo para encontrar un hogar
a los bebés abandonados, Xan aborrecía las complicaciones. Y las cosas
tristes. Y los asuntos desagradables. Prefería no pensar en ello, si podía
evitarlo. Se sentó con la niña, que estaba soplando unas burbujas preciosas,
extravagantes, mágicas, de colores chillones. Luego las perseguía, las
atrapaba con la mano y las depositaba junto a las margaritas, las mariposas o
las hojas de los árboles. Se introdujo incluso en el interior de una burbuja
especialmente grande y flotó por encima de la hierba.
—Estamos rodeados de tanta belleza, Glerk —dijo Xan—, que no sé
cómo puedes pensar en otras cosas.
El dragón negó con la cabeza.
—¿Cuánto puede durar esto, Xan? —preguntó.
La bruja se negó a responder.
Más tarde, Glerk cogió a la niña en brazos y le cantó para que se
durmiera. Notaba el peso de la magia, el latido y la ondulación de las grandes
olas que se agitaban en su interior y no lograban romper en la orilla.
La bruja le decía que se lo estaba imaginando.
Insistía en que deberían centrar sus energías en criar a una niña que
demostraba a diario ser una mezcla de travesuras, inquietud y curiosidad. La
capacidad de Luna para romper las reglas y convertirlas en una forma nueva
y creativa de hacer las cosas dejaba asombrado a todo aquel que la conocía.
Había intentado cabalgar sobre cabras, había tratado de empujar piedras
montaña abajo para acumularlas junto al granero («para decorar», les había
explicado), había procurado enseñar a volar a las gallinas y, en una ocasión,
había estado a punto de ahogarse en el pantano. (La había salvado Glerk, por
suerte.) Les había dado cerveza a los gansos para ver si caminaban de forma
graciosa (como así fue) y mezclado granos de pimienta con la comida de las
cabras para ver si saltaban (simplemente destruyeron la valla). A diario,
provocaba a Fyrian para que cayera en trampas o le gastaba bromas al pobre
dragón, que siempre acababa llorando. Trepaba por todos lados, se escondía,
rompía cosas, escribía en las paredes y echaba a perder vestidos recién
estrenados. Iba siempre despeinada, con la nariz moqueando, y dejaba huellas
por dondequiera que fuese.
—¿Qué pasará cuando llegue la magia? —preguntaba Glerk una y otra
vez—. ¿Cómo será entonces?
Xan intentaba no pensar en ello.
Xan visitaba las Ciudades Libres dos veces al año: una con Luna y otra sin
ella. No le había explicado a Luna el propósito del viaje que realizaba sola, y
tampoco le había contado nada sobre la ciudad triste que había al otro lado
del bosque, ni sobre los bebés abandonados en aquel pequeño claro,
supuestamente para morir. Tendría que confesárselo algún día, era evidente.
Algún día, decidió Xan. Pero por el momento no. Era demasiado triste. Y la
niña era demasiado pequeña para entenderlo.
Cuando Luna tenía cinco años, viajó una vez más a una de las Ciudades
Libres más apartadas: Obsidiana. Y Xan tuvo que regañar constantemente a
la pequeña, que no quería quedarse quieta por nada del mundo.
—Jovencita, ¿quieres, por favor, salir de esta casa enseguida y encontrar
a un amiguito con quien jugar?
—¡Abuela, mira! Es un sombrero. —E introdujo la mano en un cuenco,
extrajo un pedazo de masa de pan y se lo llevó a la cabeza—. ¡Es un
sombrero, abuelita! El más bonito del mundo.
—No es un sombrero —la corrigió Xan—. Es masa para hacer pan.
Estaba inmersa en un proceso de magia bastante complejo. La maestra se
encontraba tumbada en la mesa de la cocina, profundamente dormida, y Xan,
muy concentrada, tenía ambas manos junto a la cara de la joven. La maestra
llevaba tiempo con unas jaquecas terribles que eran, según había descubierto
Xan, resultado de un tumor que estaba creciéndole en la parte central del
cerebro. La bruja podía eliminarlo con magia, poco a poco, pero era un
trabajo complicado. Y peligroso. Una hechicera inteligente tendría que
esforzarse mucho, y nadie era más inteligente que Xan.
Pero, aun así... El trabajo era difícil, más de lo que había imaginado. Y
agotador. Últimamente, todo la dejaba exhausta. Xan lo achacaba a la edad.
Su magia se vaciaba con rapidez de un tiempo a esa parte y le costaba lo suyo
recuperarla. Y estaba muy cansada.
—Jovencito —le dijo Xan al hijo de la maestra, un chico agradable de
unos quince años de edad, con una piel resplandeciente. Uno de los Niños de
la Estrella—. Llévate un rato a esta niña traviesa y juega con ella para que yo
pueda concentrarme en curar a tu madre sin matarla por error. —El chico se
quedó blanco—. Es broma, claro está. Tu madre está a salvo conmigo —
añadió, confiando en que fuera cierto.
Luna le dio la mano al chico, sus ojos negros brillaban como piedras
preciosas.
—Vamos a jugar —dijo, y el chico le sonrió.
Adoraba a Luna, como todo el mundo. Y corriendo y riendo, cruzaron la
puerta y desaparecieron en dirección al bosque que había en la parte de atrás.
Xan por fin pudo relajarse al cabo de un rato, una vez solucionado lo del
tumor, después de haber curado el cerebro y dejado a la maestra durmiendo
plácidamente. Le llamó la atención el cuenco de la encimera de la cocina.
Donde tenía la masa de pan en reposo.
Pero en realidad no había masa. Había un sombrero, de ala ancha y de
confección sofisticada. Era el más bonito que Xan había visto en su vida.
—Vaya —susurró la bruja, cogiendo el sombrero y fijándose en el encaje
mágico que lo adornaba. Azul. Con un destello plateado en los bordes—.
Vaya, vaya.
En el transcurso de los dos días siguientes, Xan se esforzó por concluir lo
más rápidamente posible su trabajo en las Ciudades Libres. Luna no era de
gran ayuda. Corría en círculos alrededor de los demás niños, jugaba y saltaba
por encima de todas las vallas. Retaba a grupos de chicos a encaramarse con
ella a las copas de los árboles. O a los altillos de los graneros. O a las vigas
de los tejados de los vecinos. Los niños la seguían, pero no podían llegar
hasta lo más alto. Era como si Luna flotase entre las ramas. Y en una ocasión,
empezó a hacer piruetas en la punta de la hoja de un abedul.
—¡Baja ahora mismo, jovencita! —vociferó la bruja.
La niña rio. Regresó al suelo, saltando de hoja en hoja, guiando a los
demás niños. Xan vislumbró los zarcillos de magia que ondulaban detrás de
ella, como cintas. Azul y plateado, plateado y azul. Se hinchaban, se inflaban
y dibujaban espirales en el aire. Y dejaban su marca en el suelo. Xan echó a
correr tras la niña para limpiar su rastro.
Un asno se transformó en un juguete.
Una casa se transformó en un pájaro.
De repente, un granero apareció hecho de pan de jengibre y caramelo
hilado.
«No tiene ni idea de lo que está haciendo —pensó Xan. La magia salía a
borbotones de la niña. La anciana nunca había visto tanta magia—. Podría
hacerse daño. O herir a alguien. O a toda la ciudad.»
Xan echó a correr, sus ancianos huesos se quejaban, iba deshaciendo
hechizos a su paso, hasta que logró atrapar a la niña.
—Hora de la siesta —dijo la bruja, batiendo las manos, y Luna se
derrumbó en el suelo.
Nunca había interferido en la voluntad de nadie. Jamás. Hacía casi
quinientos años, le había prometido a su tutor, Zósimos, que nunca lo haría.
Pero ahora...
«¿Qué he hecho?», se preguntó, empezando a sentir náuseas.
Los demás niños se quedaron mirándola. Luna estaba roncando, dejando
un charco de babas en el suelo.
—¿Está bien? —preguntó un niño.
Xan cogió a Luna en brazos, el peso de la cara de la niña recaía en su
hombro, y presionó su arrugada mejilla contra el cabello de la pequeña.
—Está bien, no temas —respondió—. Simplemente tiene sueño. Mucho.
Y me parece que vosotros tenéis cosas que hacer.
Xan llevó a Luna al hostal que regentaba el alcalde, que era donde se
hospedaban.
Luna dormía profundamente. Su respiración era lenta y regular. La marca
de nacimiento en forma de cuarto creciente de la frente brillaba un poco. Una
luna rosada. Xan le apartó el pelo de la cara y enlazó los dedos entre sus
rizos.
—¿Qué es lo que se me ha pasado por alto? —se preguntó.
Algo no estaba viendo, algo importante. De poder evitarlo, prefería no
pensar en su propia infancia. Era demasiado triste. Y la tristeza era peligrosa,
aunque no recordaba muy bien por qué.
La memoria era un asunto escurridizo, como musgo adherido a una piedra
inestable, con el que siempre era muy fácil perder el equilibrio y caer. Y, de
todos modos, quinientos años eran mucho tiempo que rememorar. Pero, de
pronto, volvieron a ella todos sus recuerdos: un anciano amable, un castillo
decrépito, un grupillo de estudiantes con la cara enterrada en los libros, una
triste madre dragón despidiéndose. Y algo más. Algo peligroso. Xan intentó
capturar los recuerdos a medida que iban pasando, pero eran como gravilla en
una avalancha: resplandecían brevemente y desaparecían.
Había algo que supuestamente tenía que recordar. Estaba segura. Pero no
sabía qué.
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