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Franziska

Julio de 1991

Ahí estaban otra vez los fantasmas. La asediaban incluso mientras conducía, aparecían delante del parabrisas, bailaban en el retrovisor. Franziska frenó y dobló hacia un camino. El coche avanzó a trompicones por el suelo irregular, lo que no le venía nada bien a la suspensión, pero ahuyentaba los recuerdos indeseados. En la linde del bosque, junto a un banco podrido que probablemente fuese de los tiempos de antes de la guerra, se detuvo y se bajó. Dejó que el perro, que iba sentado en el asiento trasero, corriese por el campo. Primero tenía que recomponerse. Ahuyentar los fantasmas. Sincerarse consigo misma. Antes no tenía sentido dejarse ver por la obra. De lo contrario, a Kacpar y los techadores les daría la impresión de que ya no estaba en sus cabales. La gente joven no vacilaba en tachar a las personas mayores de ancianos seniles.

Avanzó un par de pasos, pestañeó al sol e inhaló el aroma de principios de verano. Centeno, manzanilla, aliarias, altramuces y mucho más en flor. Creía que también podía oler el húmedo y arenoso suelo, los guijarros, el polvo. Se dio cuenta demasiado tarde de que el aroma de las plantas y el campo avivaba los recuerdos y ya no había escapatoria.

La melena pelirroja de Elfriede surgió del centeno que medraba, la oyó reírse, una risa silenciosa e introvertida que en su día interpretó como maliciosa. La vil hermana pequeña los había seguido. No se alegraba por su vida en pareja con el prometido, sino que los perseguía en secreto, con insistencia. En cuanto Walter se detenía e intentaba abrazarla, ahí estaba la pequeña Elfriede. La brujita. El diablo pelirrojo. Surgía súbitamente de detrás de un arbusto, aparecía entre los oscuros pinos, se elevaba sobre el centeno, donde se había agazapado. Cualquier indio habría estado orgulloso de esa silenciosa persecución. Al final Walter se enfureció, la pilló y la agarró por los hombros. ¿Qué le ocurría? Nadie tenía ganas de sus estúpidos juegos. O iba a pasear con ellos o volvía corriendo a casa. Elfriede sonrió de una manera extraña mientras la mantenía cogida por los hombros. Suplicante. Venga, sacúdeme. Pégame. Hazme daño. Lo importante es que me toques. ¡Es lo único que quiero!

Elfriede, que ahora yacía bajo la lápida en la que ponía el nombre de él. ¿A santo de qué Mine le había mentido en su día? ¡Le dijo que Elfriede estaba enterrada en el cementerio del pueblo!

Franziska sintió de repente mucho miedo. No debía pensar en las consecuencias. Le esperaban mil penas si seguía por esos derroteros. Dolores que no podría soportar. Dolores mortales. Tenía la vista clavada en el campo de centeno, que se extendía en suaves colinas hasta el horizonte, un ondulante mar verde. Las olas subían y bajaban, se dirigían hacia ella, parecían romper contra los troncos de los pinos, bañaban el camino, el viejo banco, su Opel blanco…

El miedo iba en aumento. La invadió la deprimente sensación de haberlo hecho todo mal. No debería haberle hecho eso. Ernst-Wilhelm había sido una persona decente, había estado de su parte, había sido un apoyo firme y seguro para ella cuando ambos tuvieron que empezar desde cero. No había perseguido planes propios y de altos vuelos, como había hecho Walter. Ernst-Wilhelm pensaba primero en ella y en Cornelia, en su trabajo, en la empresa, en la casa común en Königstein. Nunca habría tenido la ocurrencia de asesinar a un tirano para salvar Alemania de la miseria.

Vio a su marido sentado al escritorio de la empresa, con la calva rosa y brillante, las gafas con montura dorada caídas hasta la punta de la nariz, la boca fina con gesto amargo, como siempre que se sentaba a hacer las cuentas. Cuando ella entraba con una bandeja con café en las manos, alzaba la vista y le sonreía. Menos mal que estaba ahí. Eso también era amor. El afecto continuo y leal entre dos personas unidas por el destino. Antes de su muerte había insistido en firmar un testamento mancomunado para que más tarde todo le perteneciese solo a ella. Porque nunca se sabía si Cornelia se iba a casar algún día y qué tipo de yerno iban a tener.

Ella había vendido la propiedad común. Desechado su pasado compartido. ¿Cómo podía haberlo hecho? De repente se arrepintió, habría preferido deshacer todo lo hecho. Volver a mudarse a su hermosa casa de Königstein y cerrar todas las puertas. Quería sentarse en el sofá y contemplar la foto de Dranitz sobre el piano, tomar café con Ernst-Wilhelm y acompañarlo con dos rebanadas de Königskuchen, el exquisito bizcocho de grosellas, limón y almendras. Como hacían entonces, en los años cincuenta.

Una abeja pasó tan cerca de ella que se enredó en su pelo y luchó zumbando ruidosamente por su libertad. Asustada, Franziska pasó los dedos por los mechones, pero la abeja ya se había liberado sola.

«Se acabó la melancolía», pensó. «No se puede vivir marcha atrás, solo funciona hacia delante. Lo pasado, pasado está». ¿Quién lo decía siempre? Exacto: Ernst-Wilhelm. Silbó al perro, le tiró un palo y le mandó traerlo dos veces. Después señaló con la mano el asiento trasero del Opel Astra y Falko saltó mansamente sobre su sitio.

Condujo hasta el siguiente camino, donde dio la vuelta con el coche y llegó a la carretera. El nuevo armazón de la mansión le parecía lujoso y más alto que el antiguo tejado, demasiado ostentoso para el edificio. No obstante, según los planes de Jenny, si querían convertirla en un hotel necesitaban techos altos para la sala de conferencias y los despachos del ático. Antes, algunos de los empleados dormían en la buhardilla, cuando hacía malo se tendía allí la colada y después albergó maravillosos y antiguos cachivaches, las maletas y arcones, los sofás desechados, las carcomidas cómodas repletas de tarros de mermelada. ¡Cuántas veces había jugado de niña al escondite allí con sus hermanos! ¡Cuántos emocionantes secretos habían descubierto! Ay, y aquel búho gris que anidaba en una de las vigas y los miraba con ojos grandes y amarillos al rondar…

Los techadores ya estaban manos a la obra en la cara norte.

—¡Señora Kettler! —oyó exclamar a Kacpar apenas hubo bajado del coche delante del edificio—. Qué bien que haya venido. Tenemos que decidir qué hacemos con los escombros.

En el sótano y la primera planta, donde ya estaban puestos los tubos de la calefacción y las tuberías, se acumulaba toda clase de desechos, sobre todo el revoque que se había quitado de las paredes, pero también cables y cuerdas, interruptores, alambres y cosas por el estilo. Sin contar los restos de los antiguos inquilinos. Por lo visto, habían utilizado el sótano durante cuarenta años como basurero.

—Al vertedero —propuso ella, encogiéndose de hombros.

Kacpar le explicó que era bastante caro. Camiones, obreros, tasas…

—¿Qué tal si echamos una parte en el agujero de ahí enfrente? Se tiene que rellenar de todas maneras.

—¿Y qué pasa con las ratas y los bichos? —observó Franziska.

—Sin problema. Estará todo bien apisonado y pondremos cal encima.

Franziska no estaba entusiasmada. Primero, porque en esa fosa habían aparecido los muros medievales. No se podía rellenar con basura y echar cal encima. Era un pedazo de historia. Su padre había dicho una vez que en Dranitz se fundó un convento durante la Edad Media. En algún lugar había habido también una crónica, pero había desaparecido durante los disturbios de la guerra.

—¿Quién quiere saberlo? —gruñó Kacpar—. Si nos cae encima la oficina de Patrimonio o cualquier arqueólogo, ya no seremos reyes en nuestra propia casa.

—Entonces debe quedar tapado de manera que después se pueda volver a acceder sin dificultades —insistió algo más decidida de lo que hubiese sido preciso por culpa de la forma de expresarse de Kacpar. Ya no seremos reyes en nuestra propia casa… Actuaba como si fuese copropietario de Dranitz. El joven parecía identificarse demasiado con este proyecto de construcción, tenía que vigilar que no perdiese el contacto con la realidad.

—Nuestro vecino parece haberse rendido —cambió de tema Kacpar con cierta malicia—. Hace días que solo viene para dar de comer a sus animales, no avanza en la obra.

En realidad, a Franziska también le había llamado la atención que todo estuviese tan tranquilo en la propiedad de Kalle. Pese a su mala educación, le daba un poco de pena. Era de prever que fracasaría en sus grandilocuentes planes. Para un proyecto así le faltaba astucia, tacto y, por supuesto, también el dinero suficiente.

—Mejor que derribe sus muros torcidos —volvió a cargar las tintas Kacpar—. Antes de que alguien se haga daño. Mire, ahí hay uno.

Franziska miró fijamente la casa del inspector. En efecto, alguien pasaba entre los muros medio acabados. No podía ser Kalle, que llevaba siempre una cazadora vaquera manchada y deshilachada y una gorra roja. El visitante era también más rechoncho que el joven y mucho menos ágil. Se subió a un montoncito de piedras y tuvo que agarrarse al mismo tiempo a la cerca.

—Pospuscheit —se le escapó a Franziska—. ¿Qué se le ha perdido en la obra de Kalle?

Kacpar había oído hablar de las intrigas del nuevo director de la cooperativa a través de terceras personas. Ahora, curioso, también miraba con atención.

—Con que no se haga daño…

—No sería una gran catástrofe —apuntó maliciosa Franziska.

Kacpar comentó que Kalle podía pasarlas canutas si pasaba algo, porque no había asegurado su obra con una valla. Luego perdió el interés y volvió con los techadores.

Franziska siguió con la mirada cómo desaparecía con pasos rápidos por la entrada y caviló lo que motivaba a ese apuesto joven a consagrarse totalmente a la rehabilitación de su mansión. ¿Lo hacía por amor a Jenny? ¿Tenía quizá esperanzas de heredar la mansión rehabilitada y el próspero hotel algún día mediante matrimonio? No lo creía poseedor de semejante mentalidad calculadora. Por otro lado, ¿qué haría cuando todo, Dios mediante, estuviese un día terminado? ¿Despedirse con un cordial apretón de manos y seguir su camino? Es posible. Pero seguramente primero le pasaría una exorbitante factura. Y con razón.

Volvió a sentir un miedo que hasta entonces le había sido ajeno. El dinero, una y otra vez el maldito dinero. ¿Alcanzaría lo que tenía para la dispendiosa rehabilitación? ¿Para la mansión y el jardín? ¿Para las casitas de caballería que Jenny quería mandar reconstruir al estilo antiguo? ¿Para instalaciones deportivas y de relajación? Equitación. Paseos en carruaje. Tenis. Piscina. Sauna… Tenía que haberse vuelto loca. Jamás podría pagar todo eso. Tendría que hipotecar la propiedad, pedir prestado dinero con grandes intereses y al final todo pertenecería a los bancos.

Perdida en sus pensamientos, bajó por los matorrales y la maleza hasta llegar frente a su antiguo domicilio, la caseta del jardín. Los dos cerdos, que sin duda hacía tiempo eran de engorde, salieron corriendo curiosos a su encuentro y no se molestaron cuando Falko puso la pata en la cerca. Parecía que se divertían mucho con su terreno removido y fangoso. A los huéspedes de su hotel de lujo en construcción no les gustarían demasiado semejantes vecinos apestosos y gruñones. Pero aún faltaba mucho para la inauguración con champán y paseos en carruaje. Posiblemente más que la vida de un cerdo…

Falko gruñó y después ladró agresivo. Pospuscheit había abandonado la obra y se dirigía directamente hacia Franziska. Llamó al perro, le ordenó sentarse y estar tranquilo. Falko obedeció, se sentó con la cabeza gacha y el pelaje de la nuca encrespado y clavó los ojos enfadado en Pospuscheit.

—¡Buenos días, señora baronesa! —Andaba despreocupado a través de la maleza, miró un segundo a los filetes con patas que gruñían y se detuvo al ver a Falko.

—¡Buenos días, señor director de la cooperativa! —exclamó ella con marcada amabilidad—. ¿Estaba buscando al señor Pechstein?

No respondió en el acto, sino que clavó los ojos en el perro, que gruñía, como si pensara si le valía más batirse en retirada. Sin embargo, puesto que Falko permanecía sentado, dijo con gesto de preocupación:

—No pinta bien para el pobre Kalle. Se ha excedido con la casa del inspector. Y luego todas las bestias. La granja. Eso cuesta dinero y trabajo. Bueno: pronto vendrá el agente judicial.

Franziska pensó de dónde habría sacado esa información. Mücke estaba por desgracia muy callada en todo lo que concernía a Kalle. No se podía imaginar que ya estuviesen tan mal económicamente como para que lo embargasen. Madre mía, entonces la alegre vida del cerdo se acabaría pronto, y las cinco vacas que pastaban arriba, a orillas del lago, también acabarían en el matadero. En fin, así eran las cosas. No obstante, no le gustaba nada. Probablemente porque era evidente que Pospuscheit estaba allí para sacar provecho de la mala situación de Kalle.

—Pero no le irá tan mal, señor Pospuscheit —objetó—. Quizá Kalle Pechstein tiene buenos amigos que acudan en su ayuda.

Levantó el mentón de golpe y la examinó con mirada hostil. Ajá, por lo visto había dado en el blanco.

—En ese caso solo la puedo advertir, señora baronesa —masculló—. Esto es un pozo sin fondo. Todos los muros de ahí enfrente no valen un pimiento. Es una chapuza. Un soplo de viento y se derrumbarán. Ya conoce a Kalle Pechstein.

Vaya, sí que lo conocía. ¡Solo había que pensar en la pelea con Kacpar! Kalle era un cabezota rebelde. Pero ahora no se trataba de eso.

—Claro que conozco al señor Pechstein —replicó resuelta—. ¡Y estoy segurísima de que no le gustará que husmee en su obra, señor director de la cooperativa!

Pospuscheit soltó un bufido despectivo y afirmó que Kalle estaba al corriente de su visita.

—¿De verdad? —preguntó incrédula.

—¿A usted qué le importa? —la reprendió—. Usted también está en terreno ajeno. ¡Hasta los arbustos de allí, todo pertenece a la casa del inspector!

Por desgracia tenía razón. Estaba en el antiguo huerto, que se había convertido en un yermo. Ya durante su infancia ese jardín había sido para ella terreno prohibido, porque las sabrosas fresas pertenecían a la familia del inspector. Pero eso no le importaba a Pospuscheit, no tenía por qué darle órdenes.

—¡Si cree que puede aprovecharse de la difícil situación económica del señor Pechstein, se equivoca! —lo advirtió.

—¡Meta las narices en sus asuntos, señora baronesa!

Los gruñidos de Falko se intensificaron hasta convertirse en un grave retumbo en el tórax. Franziska le ordenó tranquilizarse, pero siguió gruñendo más bajo.

—Lo mismo podría decirle, señor camarada…

Lo de camarada le molestó enormemente. Notó que iba a reaccionar con agresividad, pero se controló por miedo al perro, que gruñía.

—Yo en su lugar tendría más cuidado —añadió malicioso—. Ha cavado un buen hoyo allí arriba y ha sacado a la luz un par de muros antiguos. Podría interesar a la oficina de Patrimonio, una advertencia bastaría…

Se le aceleró el pulso: ese canalla quería chantajearla. Probablemente no era la primera vez que rondaba el terreno ajeno, si no ¿cómo sabía lo de los muros medievales?

—Mejor tenga cuidado de no fracasar con su cooperativa, señor Pospuscheit —contratacó ella—. Ya ha despedido a un montón de gente. No creo que nadie en el pueblo tenga ganas de venderle ni un palmo de terreno. ¡El señor Pechstein seguro que no!

—¡Ya lo veremos! —gruñó y sonrió perverso, como si tuviese todavía un as en la manga. Con la mirada puesta en el perro, retrocedió un par de pasos, se volvió y se marchó. Por supuesto, por en medio de la obra de Kalle.

Franziska sintió crecer en su interior el espíritu combativo. Los miembros de la familia Von Dranitz siempre habían sido luchadores. Vencería a este muchacho, y junto con Mücke y Jenny echaría por tierra los planes de Pospuscheit. Kalle no era un vecino fácil, pero con él se las arreglaría, sobre todo si Mücke estaba de su lado. Pero seguro que Pospuscheit haría todo lo posible para arruinar su hotel. Por principios. Porque ese buitre se moría de envidia.

—¡Falko! ¡Ven aquí!

El perro, que había seguido a Pospuscheit, dio la vuelta y le lanzó una mirada de reproche. Le acarició la cabeza, sintió el liso y sedoso pelaje entre sus orejas y forcejeó para ponerle el bozal. Lo agarró con fuerza y lo sacudió un poco. Él lo interpretó como una invitación para jugar y se revolvió. Ladró alegre.

—Bueno. Una vuelta pequeña por el lago. ¡Andando!

Salió corriendo y ella lo siguió, mientras cavilaba sobre lo que debía hacer a continuación y se agachaba para coger un palo y tirárselo al perro cerca de él. Ya no había fantasmas. Todo iba bien. Sonrió satisfecha. En el fondo, Gregor Pospuscheit le había hecho un gran favor.

Cuando hubo tirado el palo, miró un segundo a la carretera y comprobó que el alcalde se subía a una camioneta de reparto azul claro. No pudo reconocer quién estaba sentado al volante, pero sabía que la veterinaria de Waren tenía un coche así.