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Capítulo XIII

Capítulo XIII

EN EL QUE ATRAVIESAN OBLICUAMENTE LA ANTIGUA TÁURIDA, Y SE DA A CONOCER EL GÉNERO DE ANIMALES QUE ARRASTRAN EL CARRUAJE

Crimea! ¡El Quersoneso Táurico de los antiguos, un cuadrilátero, o, mejor dicho, un rombo irregular, que parece haber sido arrancado de las más encantadoras campiñas de Italia; una península de la que Fernando de Lesseps haría una isla de dos tajos de cortaplumas; un rincón de tierra que fue el objetivo de Iodos los pueblos, envidiosos en disputarse el Imperio de Oriente; un antiguo reino del Bósforo, sometido sucesivamente por los Heráclidas, seiscientos años antes de la Era Cristiana; después por Mitrídates; por los alanos, los godos, los hunos, los húngaros, los tártaros

y los genoveses; una provincia, en fin, de la que Mahomet II hizo una rica dependencia de su Imperio, y que Catalina II unió definitivamente a Rusia en 1791!

¿Cómo aquella comarca, bendita por los dioses y disputada por los mortales, habría podido escapar al enlace de las leyendas mitológicas?

¿No se ha pretendido ver en los pantanos de Sivach trazas de los gigantescos trabajos de aquel misterioso pueblo de los atlantes? ¿No han colocado los poetas de la antigüedad la entrada de los Infiernos cerca del cabo Kedberian, cuyas tres moles simulaban el cancerbero de tres cabezas? Ifigenia, la hija de Agamenón y de Clitemnestra, que llegó a ser sacerdotisa de Diana, en Táurida, ¿no fue con el fin de inmolar a la casta diosa su hermano Orestes, despeñado en los acantilados del cabo Parthenium?

Y sin embargo, Crimea, en su parte meridional, que vale más ella sola que todas las áridas islas del archipiélago, con el Chatir-Dag, que eleva a quinientos metros de altura su meseta, en la que se podría organizar un festín para todos los dioses del Olimpo; sus anfiteatros de bosques, cuyo manto de verdura se extiende hasta el mar; sus grupos de castaños, olivos, cipreses, almendros; sus cascadas cantadas por Puchkin, ¿no es el más bello panorama de aquella corona de provincias, que se extiende

desde el mar Negro al mar Ártico? ¿No es bajo su clima vivificador y templado donde los rusos del Norte, como los rusos del Sur, van a buscar, los unos refugio contra los rigores del invierno hiperboreal, los otros un abrigo contra las calurosas brisas del verano? ¿No es allí, alrededor del cabo Aia, frontal del ariete, sobre el que se estrellan las olas del Ponto Euxino, en la extremidad sur de la Táurida, donde se han fundado colonias de palacios, casas de campo y granjas? ¿No se asientan allí bellas ciudades: Yalta, Alupka, que pertenecen al príncipe Woronsov, mansión feudal por el exterior, sueño de una imaginación oriental en el interior; Kisil- Tasch, que pertenece al conde Poniatovski; Artek, al príncipe André Galitzin; Marsanda, Orcanda, Eriklik, propietarios imperiales; Livadia, admirable palacio, con sus fuentes, sus torrentes, sus jardines de invierno, retiro favorito de la Emperatriz de todas las Rusias?

Además, el espíritu más delicado, más sentimental, más artista, el más romántico, encontraría dónde satisfacer sus aspiraciones en aquel rincón de la tierra, verdadero microcosmo en el que Europa y Asia se dan cita.

Allí se reúnen pueblos tártaros, pequeñas provincias griegas, ciudades orientales con mezquitas y minaretes, derviches, monasterios del rito ruso, serrallos, tebaidas donde han tenido lugar románticas aventuras, lugares santos donde irradian las peregrinaciones; una montaña judía que pertenece a la tribu de los caraítas, un valle de Josafat, cavado como una dependencia del célebre valle del Cedrón, donde millares de justiciables deben reunirse al son de las trompetas del juicio final.

¡Cuántas maravillas hubiera visitado Van Mitten! ¡Cuántas impresiones que anotar acerca de aquel país, a donde le llevaba su extraño destino! Pero su amigo Kerabán no viajaba para ver, y Ahmet, que, por otra parte, conocía todos aquellos esplendores de Crimea, no le hubiera concedido ni una sola hora para tomar apuntes.

—Pueda ser que, después de todo —se decía Van Mitten—, me sea posible, al pasar, recoger una ligera impresión del antiguo Quersoneso, tan justamente alabado.

No debía ser así. El carruaje se dirigía por el camino más corto, siguiendo una línea oblicua del Norte al Sudoeste, sin tocar ni en el interior ni en la costa meridional de la antigua Táurida.

En efecto, el itinerario, tal como se siguió, había sido decidido en una

reunión en la que el holandés no había tomado parte. Si, atravesando Crimea, se evitaba la vuelta al mar de Azov (que habría aumentado en ciento cincuenta leguas, por lo menos, aquel viaje circular), se ganaba todavía una parte de trayecto, cortando en línea recta por Perekop hasta la península de Kerch. Después, por el otro lado del estrecho de Yenikalé, la península de Taman ofrecería un regular trayecto hasta el litoral caucásico.

El carruaje se deslizó sobre el estrecho istmo, de donde pende la Crimea como una magnífica naranja de una rama del naranjo. A un lado se encuentra la bahía de Perekop; al otro, los pantanos de Sivach, más conocido con el nombre de mar Pútrido, vasto estanque de dos mil metros cuadrados, alimentado por las aguas del mar Azov, a los que el surco de Ghenitché sirve de canal.

Al pasar los viajeros pudieron observar al Sivach, que no tiene más que un metro de profundidad como término medio, y cuyo grado de salinidad está casi a punto de saturación en algunos sitios. Y como en aquellas condiciones la sal cristalizada empieza a depositarse naturalmente, se podría hacer de aquel mar Pútrido una de las más productivas salinas del globo.

Es necesario decir que el recorrer el Sivach no es nada agradable al olfato. La atmósfera se mezcla con cierta cantidad de ácido sulfúrico, y los peces que penetran en aquel lago encuentran en seguida la muerte. Este lago es equivalente al Asfaltites, en Palestina.

En medio de aquellos pantanos se destaca el ferrocarril, que desciende desde Alexandrov a Sebastopol. Así, pues, Kerabán pudo oír con horror los ensordecedores silbidos que lanzaban, durante la noche, las ruidosas locomotoras, corriendo sobre los rieles, que lamen a veces las cenagosas aguas del mar Pútrido.

A la mañana siguiente, 31 de agosto, durante el trayecto, el camino se desenvolvió en medio de una verde campiña, sobre la que se destacaban verdaderos ramilletes de olivos, cuyas hojas, moviéndose al impulso de la brisa, parecían bañadas por una lluvia de azogue; cipreses de un verde que se aproximaba al negro, magníficos robles, y árboles de grandes dimensiones. Sobre todo, a ambos lados del camino se extendían vastos viñedos, que producen vino de tanta calidad como algunas viñas de Francia.

Sin embargo, bajo las instigaciones de Ahmet, y gracias a los puñados de rublos que prodigaba, los caballos estaban siempre dispuestos a engancharse al carruaje, y los postillones, estimulados de la misma manera, acertaban con el camino más corto. Por la tarde habían pasado al pueblo de Dorte, y algunas leguas más allá volvieron a encontrar las orillas del mar Pútrido.

Por aquel sitio la curiosa laguna no se separa del mar de Azov más que por una lengua de tierra poco elevada, formada por un montón de conchas y moluscos.

Aquella lengua es llamada Flecha de Arabat. Se extiende desde la provincia de su nombre, al Sur, hasta Ghenitché, al Norte (en tierra firme), cortada solamente en aquel sitio por una abertura de trescientos pies, por el cual, como dijimos, penetran las aguas del mar de Azov.

Al despuntar el día Kerabán y sus compañeros se vieron rodeados de húmedos vapores, densos y malsanos, que se disiparon lentamente bajo la acción de los rayos solares.

La campiña estaba menos poblada de árboles, y, por lo tanto, más desierta. Veíanse pacer en libertad inmensos dromedarios, lo que hacía parecer aquella comarca a un desierto árabe. Las carretas que pasaban, construidas de madera, sin un solo trozo de hierro, ensordecían el aire al rechinar sobre sus ejes untados de grasa. Todo aquel aspecto era bastante primitivo; pero en las casas de los pueblos y en sus aislados cortijos se encuentra todavía la generosidad y la hospitalidad tártara. Cualquiera puede entrar, sentarse a la mesa del dueño, atacar todos los platos que incesantemente se sirven, comer con todo el apetito que se tenga, y beber a su gusto, e irse tranquilamente, dando las gracias por toda retribución.

No por esto los viajeros abusaron jamás de la sencillez de aquellas antiguas costumbres, que no tardarán en desaparecer.

Por la noche el carruaje, cuyos caballos estaban extenuados por un largo trayecto, se detuvo en el pueblo de Arabat, en la extremidad meridional de la Flecha.

Allí se eleva una fortaleza, al pie de la cual se amontonan las viviendas. En resumidas cuentas no había más que manojos de hierbas aromáticas, que

son verdaderos nidos de culebras, y campos de sandías, cuya recolección es en extremo abundante.

Eran las nueve de la noche cuando el carruaje se detuvo delante de una posada de mezquina apariencia.

Pero es necesario convenir que era la mejor del pueblo. En aquellas remotas regiones del Quersoneso no convenía mostrarse muy delicado.

—Sobrino Ahmet —dijo Kerabán—, ya hace muchas noches y muchos días que corremos sin detenernos en otra parte que en los relevos de postas. No me disgustaría tenderme algunas horas en una cama, aunque fuese de una posada.

—Y a mi me agradaría mucho —añadió Van Mitten, irguiéndose orgullosamente.

—¡Cómo! ¡Perder doce horas! —exclamó Ahmet—. ¡Perder doce horas en un viaje de seis semanas!

—¿Quieres que entablemos una discusión sobre ese punto? —preguntó

Kerabán con aquel tono algo agresivo que le caracterizaba.

—¡No, tío, no! —respondió Ahmet—. Desde el momento en que tenéis necesidad de reposo…

—¡Sí! Tengo necesidad, lo mismo que Van Mitten, y Bruno, supongo, y aún Nizib, que no pedirá menos.

—Señor Kerabán —respondió Bruno, directamente interpelado—, yo admiro esa idea como una de las mejores que habéis tenido, sobre todo si una buena comida nos prepara un buen sueño.

La observación de Bruno venía muy a propósito. Las provisiones del carruaje estaban casi agotadas. Lo que quedaba en los cofres importaba no tocarlo antes de haber llegado a Kerch, ciudad importante de la península de su nombre, donde podían ser abundantemente renovadas.

Desgraciadamente, si las camas de la posada de Arabat eran poco convenientes, aún para los viajeros de su importancia, la repostería dejaba aún más que desear. No son muchos los viajeros que en cualquier época del año se aventuran en los confines de la Táurida. Algún que otro

negociante de sal, cuyos caballos y carretas frecuentan el camino de Kerch a Perekop, tales son los principales parroquianos de la posada de Arabat, gentes poco delicadas, que saben dormir en el suelo y comer lo que se presenta.

Kerabán y sus compañeros debieron contenerse con una mezquina colación, a saber: un plato de pilaw, que es el manjar nacional, pero con más arroz que pollo, y con más escuálidos huesos que tiernos alones. Por otra parte, aquel volátil era viejo, y por demás duro, que resistió hasta al mismo Kerabán; pero los sólidos molares de aquel testarudo personaje dieron cuenta del coriáceo pollo, y en aquella ocasión no cedió más que de costumbre.

A aquel plato reglamentario sucedió una verdadera cazuela de yogur o leche cuajada, que vino muy a propósito para facilitar la deglución del pilaw

: después trajeron galletas, bastante apetitosas, conocidas en el país con el nombre de katlamas.

Bruno y Nizib fueron peor servidos, o no les alcanzó tan buen plato. Lo cierto es que sus mandíbulas hubieran tenido inconveniente en destrozar un pollo, pero no se les presentó ocasión de hacerlo. El pilaw fue sustituido en su mesa por una especie de sustancia negruzca, ahumada como una especie de chimenea que hubiese permanecido largo tiempo en el fondo del hogar.

—¿Qué es esto? —preguntó Bruno.

—No sabría decirlo —replicó Nizib.

—¿Cómo? Vos que sois del país…

—Yo no soy del país.

—¡Casi, puesto que sois turco! —respondió Bruno—. Pues bien, camarada, probad un poco de esta desecada suela, y me diréis a lo que sabe.

Nizib, dócil como siempre, mordió con fuerza el pedazo de dicha suela.

—¿Y bien…? —preguntó Bruno.

—¡Ciertamente no es bueno, pero se deja comer!

—Sí, Nizib, especialmente cuando uno se muere de hambre, y no hay otra cosa que ponerse entre los dientes.

Y Bruno probó a su vez, decidido, por no adelgazar, a aventurar el todo por el todo.

En suma, aquello podía pasar, ayudado por algunos vasos de una especie de cerveza alcohólica, y así lo hicieron los dos convidados.

Pero repentinamente Nizib exclamó:

—¡Ah! ¡Alá me ayude!

—¿Qué os pasa, Nizib?

—Si lo que yo he comido era de cerdo…

—¡De cerdo! —replicó Bruno—. ¡Ah, es justo eso, Nizib! Un buen musulmán como vos no puede alimentarse de ese excelente poco inmundo animal. Pues bien, me parece que si esta sustancia desconocida es de cerdo, no tenéis más que hacer una cosa.

—¿Cuál?

—Digerirla tranquilamente, puesto que ya la habéis comido.

No por esto dejaba de inquietarse Nizib, gran observador de las leyes del profeta, y sentía la conciencia profundamente turbada.

Bruno creyó deber informarse acerca de lo que se componía aquella sustancia.

Nizib entonces se convenció y dejó efectuar la digestión sin ningún remordimiento. Aquello no era tampoco carne, era pescado, el schebac, pez que se corta por la mitad como el bacalao, que se seca al sol, y se le cura suspendiéndole encima del hogar; que se come crudo o poco menos, y del que se hace una exportación considerable para todo el litoral de Rostov, situado en el interior de la extremidad Norte del mar de Azov.

Señores y criados debieron contentarse con aquella mezquina comida de la posada de Arabat. Las camas les parecieron más duras que los asientos

del carruaje; pero, sin embargo, no estaban sometidos a los vaivenes y traqueteos de la carroza, no se movían, y, por lo tanto, el sueño que conciliaron en sus poco confortables lechos, fue suficiente para reponerles de sus precedentes fatigas.

A la mañana siguiente, 2 de setiembre, desde que despuntó el día, Ahmet se hallaba ya en pie, ocupándose en buscar la casa de postas para relevar los caballos. El tiro de la víspera, que había marchado por una estepa larga y muy desigual, no hubiera podido ponerse en camino sin tener, por lo menos, veinticuatro horas de descanso. Ahmet contaba con llevar el carruaje y los caballos de refresco a la posada, con el fin de que su tío y Van Mitten no tuviesen más que montar para seguir el camino de la península de Kerch.

La casa de postas se encontraba allí en la extremidad del pueblo; adornaban su techo extrañas vigas, casi semejantes en su forma al mástil de un violón. En cuanto a los caballos de refresco, no había ni rastro de ellos. La cuadra se hallaba vacía, y aún a precio de oro el dueño no la hubiera podido proveer. Ahmet, muy desalentado a causa de aquel contratiempo, volvió a la posada. Kerabán, Van Mitten, Bruno y Nizib, dispuestos ya a partir, aguardaban a que el carruaje llegase. Entonces uno de ellos (inútil es decir quién) empezaba a dar visibles señales de impaciencia.

—Y bien, Ahmet —exclamó—, ¿vuelves solo? ¿Es necesario que vayamos a buscar el carruaje al relevo?

—Sería desgraciadamente inútil, tío —respondió Ahmet—. No hay ni un solo caballo.

—¿No hay caballos…? —dijo Kerabán.

—Y hasta mañana no los podremos tener.

—¿Mañana…?

—¡Sí; son veinticuatro horas las que perderemos!

—¡Veinticuatro horas que perder! —exclamó Kerabán—. Yo espero no perder ni diez, ni cinco, ni una ni media.

—Sin embargo —observó el holandés a su amigo, que ya empezaba a

alborotarse—, si no hay caballos…

—Habrá —respondió Kerabán.

Y a una señal todos le siguieron.

Un cuarto de hora más tarde llegaban al relevo y se detenían a su puerta.

El dueño se hallaba en el umbral, con la negligente actitud de un hombre que sabe perfectamente que no le podrán obligar a dar lo que no tiene.

—¿No tenéis caballos? —preguntó Kerabán con un tono algo duro.

—No tengo más que los que me trajisteis ayer tarde, y ésos no pueden partir.

—¿Y por qué no tenéis caballos de relevo en vuestras cuadras?

—Porque han sido alquilados por un señor turco, que va a Kerch, desde donde debe partir para Poti después de atravesar el Cáucaso.

—¡Un señor turco! —exclamó Kerabán—. ¡Uno de esos otomanos a la moda europea, sin duda! ¡Verdaderamente, no se contentan con molestar en las calles de Constantinopla, sino que todavía se les encuentra en los caminos de Crimea…! ¿Y quién es?

—Sólo sé que se nombra el señor Saffar —respondió tranquilamente el maestro de postas.

—¿Y quién os ha dado permiso para entregar los caballos que os quedaban a ese señor Saffar? —preguntó Kerabán, con acento del más perfecto desprecio.

—Porque ese viajero llegó al relevo ayer por la mañana, doce horas antes que vos, y, puesto que los caballos estaban disponibles, no tenía ningún motivo para rehusárselos.

—¡Había un motivo…!

—¿Cuál? —preguntó el maestro de postas.

—Puesto que yo debía llegar…

¿Qué podía responderse a las argumentaciones de aquel obcecado carácter? Van Mitten quiso intervenir; pero su amigo le rechazó bruscamente. Respecto al maestro de postas, después de haber mirado a Kerabán con aire burlón, iba a entrar en su casa, cuando éste le detuvo, diciéndole:

—Poco importa, después de todo, que tengáis caballos o no; es necesario que partamos al instante.

—¿Al instante…? —respondió el maestro de postas—. Os repito que no tengo caballos.

—Buscadlos.

—No los hay en Arabat.

—Buscad dos, buscad uno —respondió Kerabán, que empezaba a no ser dueño de sí mismo—, buscad la mitad de uno…, pero buscadlo.

—Sin embargo, si no hay… —repitió dulcemente el conciliador Van Mitten.

—Es necesario que haya.

—¿Nos podréis procurar un par de mulas o mulos? —preguntó Ahmet al maestro de postas.

—Bueno. Sea; mulas o mulos —añadió Kerabán. Con eso nos contentaremos.

—No he visto nunca ni mulas ni mulos en la provincia —respondió el maestro de postas.

—¡Ah! Lo que es hoy —murmuró Bruno al oído ilc su señor, señalando a

Kerabán—, ha encontrado un digno adversario.

—Pues, entonces, asnos… —dijo Ahmet.

—¡No hay tampoco asnos!

—¿Que no hay asnos? —exclamó Kerabán—. ¡Ah; os burláis de mí, señor maestro de postas! ¡Cómo es eso! ¿No hay asnos en el país? ¿No hay con qué formar un tiro, cualquiera que sea? ¿No hay lo suficiente para

arrastrar un coche?

Y el obstinado Kerabán, hablando de aquella suerte, arrojaba miradas investigadoras a derecha e izquierda sobre una docena de indígenas que se habían detenido a la puerta del local.

—¡Sería capaz de engancharlos al carruaje! —dijo Bruno.

—¡Sí…! A ellos o a nosotros —respondió Nizib, como hombre que conocía bien a su señor.

Sin embargo, puesto que no había ni caballos, ni mulas, ni asnos, era evidente que no se podía marchar. Así, pues, era necesario resignarse a una tardanza de veinticuatro horas. Ahmet, a quien tal retraso contrariaba tanto como a su tío, iba a tratar de hacerle entrar en razón, cuando Kerabán exclamó:

—¡Cien rublos a quien proporcione un tiro para mi carruaje!

Un estremecimiento de estupor se apoderó entonces de los indígenas. Uno de ellos avanzó resueltamente.

—Señor turco —dijo—, tengo dos dromedarios en venta.

—Los compro —respondió Kerabán.

Jamás se había visto enganchar dromedarios a un carruaje. Pero se vio aquella vez.

En menos de una hora la compra quedó hecha, y a buen precio. ¡Poco importaba! Kerabán hubiese pagado el doble. Las dos bestias, enjaezadas bien o mal, fueron enganchadas al carruaje, y bajo la promesa de una buena propina, el expropietario, transformado en postillón, se subió delante de la giba de uno de los dos rumiantes. Después, el carruaje, con gran sorpresa por parte de la población de Arabat, pero con gran satisfacción de los viajeros, descendió el camino de Kerch, al trote largo de su extraño tiro.

Por la noche llegaban sin novedad al pueblo de Argin, a doce leguas de

Arabat.

Tampoco había caballos de relevo, siempre alquilados por aquel señor

Saffar. Fue necesario resignarse a dormir en Argin a fin de dar algún descanso a los dromedarios.

A la mañana siguiente, 3 de setiembre, el carruaje volvía a partir en las mismas condiciones, franqueando durante el día la distancia que separa Argin de Marienthal, o sea diecisiete leguas; pasaron allí la noche, y al anochecer volvieron a partir, y por la tarde, y después de un trayecto de doce leguas sin ningún accidente, llegaban a Kerch, pero no sin rudas sacudidas, debidas a los tirones de aquellas robustas bestias, poco acostumbradas a semejante clase de servicio.

En suma, Kerabán y sus compañeros, que habían partido el 17 de agosto, después de diecinueve días de viaje habían recorrido las tres séptimas partes de su trayecto, o sea trescientas leguas, de un total de setecientas. Si seguían corriendo durante veintiséis días, el 30 de setiembre habrían acabado de dar la vuelta al mar Negro.

—Y, sin embargo —repetía a menudo Bruno a su señor—, tengo el presentimiento de que esto acabará mal.

—¿Para mi amigo Kerabán?

—Para vuestro amigo Kerabán…, o para los que le acompañamos.