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Capítulo VII

Capítulo VII

EN EL CUAL EL JUEZ DE TREBISONDA PROCEDE A LA INFORMACIÓN, DE UNA MANERA BASTANTE INGENIOSA

En efecto, Kerabán y sus compañeros, después de haber dejado la araba y sus monturas en las cuadras exteriores, acababan de entrar en la posada. Kidros los acompañaba, no economizando sus más expresivas cortesías, y depositó en un rincón su linterna encendida, que no proyectaba más que una sutil claridad en el interior del patio.

—Sí, señor —repetía Kidros inclinándose—, entrad. ¿Queréis entrar? Ésta es la posada de Kissar.

—¿Y no estamos más que a dos leguas de Trebisonda? —preguntó

Kerabán.

—¡A dos leguas, lo más!

—Bien; que cuiden a nuestros caballos. Partiremos mañana al despuntar el día.

Después, volviéndose hacia Ahmet que conducía a Amasia a un banco, en donde se sentó con Nedjeb, dijo con tono de buen humor:

—Desde que mi sobrino ha encontrado a su novia no se ocupa más que de ella, y me veo obligado a preparar todas nuestras jornadas.

—Es muy natural, señor Kerabán. ¿De qué serviría, pues, el ser tío?

—respondió Nedjeb.

—No me querréis menos por eso —dijo Ahmet sonriéndose.

—Ni a mí —añadió la joven.

—¡Eh, yo no quiero mal a nadie…! Ni siquiera a Van Mitten, que ha tenido

la idea…, la imperdonable idea de quererme abandonar en el camino.

—¡Oh!, no hablemos de eso —repitió Van Mitten—, ni ahora ni nunca.

—¡Por Mahoma! —exclamó Kerabán—, ¿por qué no hablar de eso? Una pequeña discusión sobre eso… o sobre otra cualquier cosa… os avivaría la sangre.

—Creía, tío —observó Ahmet—, que habíais tomado la resolución de no discutir más.

—¡Es verdad! Tienes razón, sobrino, y verás como no me vuelves a reprender, aunque tuviese cien veces razón.

—¡Veremos! —dijo Nedjeb.

—Por otra parte —repuso Van Mitten—, lo mejor que podemos hacer es descansar unas cuantas horas con un buen sueño.

—Si se puede dormir aquí —murmuró Bruno, de bastante mal humor como siempre.

—¿Tenéis habitaciones que darnos para pasar la noche? —preguntó

Kerabán a Kidros.

—Sí, señor —respondió este último—, tantas como deseéis.

—¡Bien, muy bien! —exclamó Kerabán—. Maña estaremos en Trebisonda; después, en diez días, en Scutari…, donde tendremos una buena comida… la comida a la que os he invitado, amigo Van Mitten, y que celebraremos.

—Nos la debéis, amigo Kerabán.

—¿Una comida en Scutari? —dijo Bruno al oído de su amo—. ¡Sí…, si llegamos!

—¡Vamos, Bruno! —replicó Van Mitten—. Un poco de valor, qué diablo…, aunque no sea más que por el honor de nuestra Holanda.

Scarpante, escondido, escuchaba los párrafos que se cambiaban entre los viajeros, y espiaba el momento oportuno en que le conviniese intervenir.

—Pues bien —preguntó Kerabán—, ¿cuál es la habitación destinada a estas dos jóvenes?

—Ésta —respondió Kidros, indicando una puerta situada a la izquierda del muro.

—Entonces, buenas noches, pequeña Amasia —respondió Kerabán—, y que Alá te proporcione agradables sueños.

—Igualmente, señor Kerabán —respondió la joven—. Hasta mañana, querido Ahmet.

—Hasta mañana, querida Amasia —respondió el Joven, después de haber abrazado a Amasia.

—¿Vienes, Nedjeb? —dijo Amasia.

—Os sigo, querida señorita —respondió Nedjeb—; mas ya sé de lo que tendremos que hablar durante una hora.

Las dos jóvenes entraron en la habitación por la puerta que Kidros tenía abierta.

—Y ahora, ¿dónde pondremos a estos dos bravos mozos? —dijo Kerabán, señalando a Bruno y a Nizib.

—En una habitación exterior, donde voy a conducirlos —respondió Kidros.

Y dirigiéndose hacia la puerta del fondo, hizo señas a Bruno y Nizib para que le siguieran, a lo que los dos bravos mozos, extenuados por una larga mojada de marcha, obedecieron, sin hacerse de rogar, después de haber dado a sus señores las buenas noches.

«He aquí el momento de obrar», se dijo Scarpante.

Kerabán, Van Mitten y Ahmet, aguardando la vuelta de Kidros, se paseaban en el patio del paradero. El tío estaba de buen humor. Todo marchaba a medida de sus deseos. Llegaría, en el plazo fijado, a las millas del Bósforo. Se regocijaba al pensar en las caras que pondrían las autoridades otomanas al verle aparecer. Para Ahmet, la vuelta a Scutari era la celebración tan deseada de su matrimonio. Para Van Mitten, la

vuelta… era la vuelta.

—¡Ah!, se me olvidaba; ¿y nuestra habitación? —dijo Kerabán.

Al volverse, percibió a Scarpante, que se adelantaba lentamente hacia él.

—¿Preguntáis por la habitación destinada al señor Kerabán y sus compañeros? —dijo inclinándose, como si fuese uno de los sirvientes del parador.

—Sí.

—Hela aquí.

Y Scarpante mostró a la derecha la puerta de la habitación ocupada por la vieja curda, cerca de la que velaba Yanar.

—¡Venid, amigos míos, venid! —respondió Kerabán, empujando vivamente la puerta que le indicaba Scarpante.

Los tres penetraron en el corredor; pero, antes que hubiesen tenido tiempo de cerrar la puerta, ¡qué agitación, qué gritos, qué clamores, y qué terrible voz de mujer se oyó, a la cual se unió bien pronto una da hombre!

Kerabán, Van Mitten y Ahmet, no comprendieron nada de lo que sucedía, salieron prestamente al patio de la posada.

En seguida todas las puertas se abrieron, los viajeros salieron de sus habitaciones. Amasia y Nedjcb también habían acudido al oír el ruido. Bruno y Nizlb volvían por la izquierda. Después, entre aquella senil oscuridad, se distinguía la silueta del feroz Yanar, Y finalmente, una mujer se precipitó fuera del pasadizo en el que Kerabán y sus compañeros tan imprudentemente se habían introducido.

—¡Ladrones! ��Asesinos! ¡Criminales! —gritaba aquella mujer.

Era la noble Sarabul, gruesa, fuerte, de enérgico paso, viva mirada, rostro coloreado, negra cabellera, labios imperiosos que dejaban ver inquietantes dientes; en una palabra, Yanar vestido de mujer.

Evidentemente, la vieja velaba en su habitación en el momento en que los intrusos habían empujado la puerta, porque aparecía vestida. Llevaba un minian

de paño con bordados de oro en las mangas y en el cuerpo; una entari de seda brillante con adornos da seda amarilla, y unida al cuerpo por un chal, en el que no faltaba ni la pistola damasquina ni el yatagán a su vaina de terciopelo verde; en la cabeza, un fez sujeto con una banda de vistosos colores, de donde pendía un largo puskul como el asa de un cascabel; en los pies, botas de cuero rojo, en las que se perdía el bajo del chalwar, el pantalón de las mujeres de Oriente. Algunos viajeros han pretendido que la mujer curda, vestida de esta manera, se asemeja a una avispa. ¡Sea! La noble Sarabul no desmentía aquella comparación, y aquella avispa debía de poseer un formidable aguijón.

—¡Qué mujer! —dijo a media voz Van Mitten.

—¡Y qué hombre! —respondió Kerabán, mostrando a Yanar. Entonces éste exclamó:

—¡Se ha cometido un nuevo atentado! Que detengan a todo el mundo.

—Resistamos —murmuró Ahmet al oído de su tío—, porque me temo que hayamos sido causado todo este trastorno.

—¡Bah!, nadie nos ha visto —respondió Kerabán—, y ni Mahoma nos reconocería.

—¿Qué hay, Ahmet? —preguntó la joven, que acababa de reunirse con su prometido.

—Nada, querida Amasia —respondió Ahmet—, nada.

En aquel momento, Kidros apareció en el umbral de la puerta grande, en el fondo del patio, y exclamó!

—¡Sí, llegáis a tiempo, señor juez!

En efecto, el juez, pedido a Trebisonda, acababa da llegar a la posada, donde debía pasar la noche, a fin de proceder a la mañana siguiente a la información reclamada por la pareja curda. Seguíale su escribano, y se detuvo en el umbral.

—¿Cómo? —dijo—. ¿Habrán repetido esos bribones su tentativa de la noche última?

—Así parece, señor juez —respondió Kidros.

—Que cierren las puertas de la posada —dijo el magistrado con una voz grave—. ¡Prohíbo que salga nadie sin mi permiso!

Estas órdenes fueron ejecutadas prontamente, y todos los viajeros pasaron al estado de detenidos, a los que la posada iba a servir momentáneamente da prisión.

—Y ahora, señor juez —dijo la noble Sarabul— pido justicia contra esos malhechores, que han osado, por segunda vez, atacar a una mujer indefensa…

—¡No solamente a una mujer, sino a una curda! —añadió Yanar con un gesto amenazador.

Scarpante, como es fácil comprender, seguía toda aquella escena sin perder el menor detalle.

El juez, de aspecto astuto, de hundidos ojos, nariz puntiaguda, boca comprimida que desaparecía bajo su barba buscaba reconocer con la vista la fisonomía de ludas las personas encerradas en la posada, cosa que no dejaba de ser difícil, por la poca claridad que esparcía la única linterna depositada en un rincón del patio.

Hecho rápidamente este examen, dirigiéndose a la noble viajera, le preguntó:

—¿Afirmáis que la noche última han intentado penetrar algunos malhechores en vuestra habitación?

—¡Lo afirmo!

—¿Y que acaban de repetir su criminal tentativa?

—¡Ellos, u otros!

—¿No hace más que un momento?

—¡No hace más que un momento!

—¿Los reconocerías?

—¡No…! ¡Mi habitación estaba a oscuras, lo mismo que este patio, y no he podido ver sus caras!

—¿Eran muchos?

—¡Lo ignoro!

—¡Lo sabremos, hermana mía —exclamó Yanar—, lo sabremos, y desgraciados esos bribones!

En aquel momento, Kerabán repetía al oído de Van Mitten:

—¡No hay nada que temer! ¡Nadie nos ha visto!

—¡Es posible —respondió el holandés, no del todo seguro de las consecuencias de aquella aventura—; porque, con esos diablos de curdos, el negocio sería malo para nosotros!

Sin embargo, el juez iba de un lado a otro. Parecía no saber qué partido tomar, con gran disgusto de los aquejados.

Señor juez —repuso la noble Sarabul, cruzando los brazos sobre el pecho—: la justicia queda en vuestras manos… ¿No somos súbditos del Sultán, que tiene derecho a su protección? ¿Puede una mujer de mi clase ser víctima de semejante atentado, y escapar al castigo los culpables?

—¡Es verdaderamente magnífica, esta curda! —observó muy justamente

Kerabán.

—¡Magnífica…, pero terrible! —respondió Van Mitten.

—¿Qué decidís, señor juez? —preguntó el feroz Yanar.

—¡Que traigan luces, antorchas! —exclamó la noble Sarabul—. Entonces trataré de reconocer a los osados malhechores.

—Es inútil —respondió el juez—. Yo me encargo de descubrir al culpable.

—¿Sin luz?

—¡Sin luz!

Y el juez hizo una señal a su escribano, que salió por la puerta del fondo, después de haber hecho un gesto afirmativo.

Durante aquel tiempo, el holandés no podía menos de decir muy bajo a su amigo Kerabán:

—¡No me siento muy seguro sobre el resultado de este asunto!

—¡Eh, por Alá! ¡Siempre tenéis miedo! —respondió Kerabán.

Todos callaron entonces, aguardando la vuelta del escribano, no sin un sentimiento muy natural de curiosidad.

—Así, señor juez —preguntó Yanar—, pretendéis, en medio de esta oscuridad, reconocer y descubrir al culpable.

—¿Yo…? ¡No…! —respondió el juez—. Voy a encargar este asunto a un inteligente animal, que más de una vez me ha ayudado certeramente en mis informaciones.

—¿Un animal? —exclamó la viajera.

—Sí…, una cabra…, una astuta y maligna bestia, que sabrá denunciar al culpable, si el culpable está aquí todavía. Y debe de estar, puesto que nadie ha podido abandonar el patio de la posada desde que se ha cometido el atentado.

—¡Ese juez está loco! —murmuró Kerabán.

En aquel momento entró el escribano, tirando por su collar a una cabra que llevó en medio del patio.

Era un lindo animal de esa especie cuyos intestinos contienen algunas veces una concreción pizarrosa, el bezoar, tan estimado en Oriente por sus pretendidas cualidades curativas. Aquella cabra, con su delgado hocico, su rizada barbilla, su mirada inteligente, en una palabra, con su

«fisonomía espiritual», parecía digna de aquel papel de adivina que su amo le otorgaba. Se encuentran, en grandes cantidades, rebaños de estos animales esparcidos por toda el Asia Menor, Anatolia, Armenia y Persia, y son notables por su aguda vista, su oído, su olfato, y su extrema agilidad.

Aquella cabra (a la que el juez atribuía tanta sagacidad) era de regular

talla, blanco el vientre, el pecho y el cuello, pero negra en la frente, la barba y el lomo. Se había echado graciosamente sobre la arena, y, con maliciosa expresión, y volviendo sus pequeños cuernos, miraba a «la sociedad».

—¡Qué bonito animal! —exclamó Nedjeb.

—Pero ¿qué quiere hacer ese juez? —preguntó Amasia.

—¡Alguna brujería, sin duda —respondió Ahmet—, que esos ignorantes creerán!

Ésta era la opinión de Kerabán, que se limitaba a alzar los hombros, mientras Van Mitten contemplaba aquellos preparativos con aire algo inquieto.

—¿Como, señor juez? —dijo entonces la noble Sarabul—. ¿Vais a pedir a esta cabra que reconozca a los culpables?

—A ella misma —respondió el juez.

—¿Y responderá?

—¡Responderá!

—¿De qué manera? —preguntó Yanar, perfecta mente dispuesto a admitir, en su calidad de curdo, todo lo que parecía superstición.

—Nada más sencillo —respondió el juez—. Cada uno de los presentes va a venir, el uno después del otro, a pasar la mano sobre la espalda de esta cabra, y en el momento que sienta la mano del culpable, este astuto animal le delatará con un balido.

—¡Ese buen hombre es sencillamente un brujo de feria! —murmuró

Kerabán.

—Pero, señor juez, jamás… —observó la noble Sarabul—, jamás un animal…

—¡Vais a verlo!

—¿Y por qué no…? —respondió Yanar—. Así, aunque no puedo ser

acusado de este atentado, voy a dar el ejemplo y comenzar la prueba.

Al decir esto, Yanar se aproximó a la cabra, que permanecía inmóvil, y le pasó la mano por la espalda, desde el cuello hasta el rabo.

La cabra continuó callada.

—Que sigan los otros —dijo el juez.

Y, sucesivamente, los viajeros encerrados en el patio imitaron a Yanar y acariciaron la espalda del animal; pero no resultaron culpables, puesto que la cabra no hizo oír ningún balido acusador