Maldita sea. ¡No manches!
La onda de choque de la explosión me envió varios metros hacia atrás, como una muñeca de trapo lanzada por un niño enojado. Aterricé con la espalda arqueada, y mi cabeza golpeó primero el pavimento, luego césped y tierra de un pequeño jardín que tenían en la entrada. Al instante, todo se volvió negro.
Tosí. Lo primero en regresar fue el olfato. La atmósfera parecía estar saturada por el hedor a explosivo, mezclado con un extraño aroma dulzón, y el áspero olor a tela y cabello quemados. Me levanté casi ciega, trastabillando, buscando apoyarme en mi pierna buena. Sentía el cuerpo entumecido y adolorido, como si acabara de recibir una paliza. Pronto, el resto de los sentidos fue volviendo, poco a poco. La cabeza me daba vueltas y los oídos me zumbaban en una nota continua de alta frecuencia, pero todavía tenía el bolso al lado mío, con Indra adentro. Me palpé el cuerpo. La cabeza me sangraba un poco, pero...nada más. Por alguna extraña razón, no tenía quemaduras ni heridas de metralla. ¿Entonces...?
Fue ahí cuando pude divisar el primer cuerpo, delante de mí. La explosión de la granada (¿Qué había sido eso? ¿Munición de mortero? ¿Un obús?) lo había hecho papilla, y le faltaban partes de los dos brazos. Los pies estaban doblados en una dirección extraña: bueno, el pie. El torso de ese...ser...largaba humo, con sus ropas a medio chamuscar, y todavía se retorcía un poco, en los estertores de la muerte. Tosí de nuevo. Ese civil anónimo no vería nunca más a sus seres queridos, pero me había salvado la vida al absorber la mayoría de la explosión y la metralla. El segundo cuerpo estaba algo más entero, pero se tomaba la garganta con su mano sana, emitiendo un gorgoteo que podía sentirse aún con la sordera parcial que me había causado el estallido. De seguro, alguna de las esquirlas le había destrozado la garganta, causándole una muerte rápida pero ruidosa. No duró más que medio minuto, tras lo cual su rostro quedó congelado en un rictus de terror, deformado por las quemaduras.
Fue ahí que atiné a buscar al viejo. El parabrisas del coche estaba completamente astillado (además de ennegrecido), pero entre la superficie opaca lograban verse algunas ranuras de bordes desiguales, de seguro causadas por fragmentos de metal. Llegué junto al lado del conductor, que todavía tenía la ventanilla cerrada. No se podía distinguir nada más que manchas rojas cubriéndolo todo. Mis oídos, que ya parecían haberse ajustado un poco, tampoco captaban ruido alguno, ni siquiera un quejido.
Me dejé caer al lado de la puerta, sin ganas de seguir investigando. Demasiado caos. Demasiados muertos en un rato.
Dirigí mis ojos a la entrada. Las paredes del portal eran un desastre de salpicaduras en tonos negros y escarlata, como una mala obra de arte moderno. El guardia, milagrosamente sano (¿Esa garita estaba blindada? No me constaba), me miraba desde su puesto con cara de terror, hablando a toda velocidad por un pequeño teléfono celular. Supuse que estaría pidiendo auxilio, o avisando a su superior. Igualmente, no había gran cosa que hacer por los que estaban más cerca de la explosión.
Me levanté y avancé con torpeza, caminando con la gracia de una zombi renga. Acercándome al portón, tropecé de nuevo sobre la pierna izquierda; al pretender incorporarme, sentí un brazo que me tiraba hacia arriba con firmeza, pero sin brusquedad. El guardia mascullaba algo en serbio, y alcancé a ver su gafete: Milos Milanovic.
Lamentablemente, mi buen samaritano no iba a recibir un pago correcto por sus buenas acciones.
El primer codazo a la tráquea fue suave, pero más que suficiente para cortarle el aire y dejarlo doblado de dolor. Lo siguiente fue llevarlo a la garita, colocarme detrás de él y hacerle una llave de estrangulación, la cual no aguantó más que por algunos segundos. A continuación, palpé una de sus carótidas. El pulso se sentía débil, pero sobreviviría.
De repente, escuché el sonido de botas en el pavimento. Al asomarme por la ventana, vi a todo un escuadrón de soldados avanzando en formación, sus fusiles apuntando en todas direcciones. Me resultó extraño que se movilizaran tan pronto después del ataque, en pleno campo abierto. ¿Acaso habían detectado algo que yo no?
Me mantuve agazapada, observando cómo peinaban cada rincón del estacionamiento en busca de posibles amenazas. Sus radios graznaban informes y órdenes, y sus rostros mostraban una sorpresa cada vez mayor. Estaba claro que todos estábamos confundidos, en mayor o menor medida.
Necesitaba un rato para reponerme, pero estaba claro que no iba a disponer de semejante privilegio. Tal vez no tardaran más de sesenta segundos en revisar la garita y forzarme a pelear. Chequeé mi situación: contaba con una pierna jodida, una katana, un cuchillo tanto, media docena de shurikens, y la pistola del guardia, que llamaría la atención al primer disparo. No podía correr por ahora, pero sí escabullirme y dar saltos cortos. Suficiente para desplazarme entre soldado y soldado. Y, si bien no era ni el ocaso, ni el anochecer, ni el cambio de guardia, sí que tenía el elemento sorpresa a mi favor.
Era obvio que no esperaban lo que se les venía encima.
El primero de ellos abrió la puerta de la caseta con urgencia, encontrándose con el espectáculo de su camarada Milanovic desmayado...y mi presencia. Dudó un segundo en gritar, tiempo más que suficiente para encajarle el tanto por un costado, entre las placas del chaleco antibalas. El filo entró desde abajo hacia arriba, por debajo de la axila, perforando un pulmón y dejándolo sin aire para siquiera quejarse. El forcejeo fue predeciblemente corto: el tipo estuvo fuera de combate antes siquiera de darse cuenta, y moriría si no recibía atención médica. Pero, por si acaso, golpeé su tráquea de manera no letal, tal como había hecho con su compañero, y recosté su cuerpo al lado de él.
Afuera, y en un vistazo rápido, podían contarse alrededor de una decena de hombres armados con fusiles, y protegidos con sendos chalecos color verde pixelado, de seguro equipados con placas de cerámica. Ni el filo de mi cuchillo, y ni siquiera el de Indra podrían cortarlos. Pero, en cambio, sus extremidades estaban desprotegidas aún para el acero más ordinario. ¡Y ya saben, el enemigo no puede usar un arma si anulas su mano hábil!
Apoyé mi pie derecho con fuerza, como para tomar impulso. Indra ya estaba desenfundada en mi mano derecha, el tanto en mi izquierda. Uno de ellos me vio: alcanzó a apuntar su fusil de asalto, pero ya era demasiado tarde. Moviéndose por debajo de sus brazos extendidos, Indra cortó músculos, tendones y venas, en una herida que, aunque vistosa y sangrienta, no era mortal ni por asomo. El cuchillo repitió el movimiento que tan bien había resultado con el otro soldado, haciéndolo caer casi sin aliento.
Traté de enfocarme. Mi siguiente objetivo, todavía shockeado por lo que acababa de ver, se hallaba a unos escasos tres metros. Me apronté para correr, cuando un par de balazos destrozaron el piso a un palmo de mis pies. Un soldado había aparecido por sorpresa, detrás de un coche estacionado, y lucía furioso. Tuve que torcer el rumbo antes de avanzar hacia él, lo que desestabilizó la puntería de mi atacante…pero no por mucho tiempo. La boca de su arma ya buscaba la posición de mi cuerpo, el ojo dominante de su portador clavado al punto de mira. Indra, en un giro rápido y desesperado, se movió hacia abajo y hacia adelante, haciendo valer su longitud. La espada se estrelló con un poco de ángulo en la parte desprotegida de su hombro izquierdo, partiéndole la clavícula a la vez que cortaba el músculo. El soldado, poco más que un muchacho, gritó de dolor al tiempo que soltaba el fusil.
Me sentía un poco torpe. No había logrado registrar a ese chico antes de que me disparara, y mi presa anterior ya huía presa del pánico. Mis brazos parecían flanes, en vez de firmes cables de acero, y la adrenalina no lograba ponerme al cien por cien. Y lo peor de todo, no sabía si eso era producto del shock de la explosión, de la pérdida de sangre, o de estar combatiendo contra soldados novatos que, en su mayoría, no debían pasar de los veinte años. Esto no debía estar pasando.
Igualmente, la culpa no duró mucho. Una carga de perdigones gruesos, suficientes para matar a un jabalí, pasó cerca de mi ya maltratada pierna izquierda. Ubiqué al responsable del disparo a unos veinte metros, cerca de la entrada del edificio, y debajo de un arco de hormigón deslucido de al menos cuatro metros de altura. Aproveché para usar el primero de mis shuriken, al menos para distraerlo.
Le acerté en medio de la cara.
Seguí. Otro giro de Indra despachó los músculos de una joven pantorrilla, mientras me agachaba para evitar los disparos de pistola de un segundo soldado, dirigidos hacia mi cabeza. El chico de la pierna tasajeada recibió un par de impactos en la placa frontal de su chaleco, mientras yo metía el cuchillo en su funda, y sacaba otro shuriken de mi bolsita. Sin embargo, demoré unos segundos más de lo planeado, tiempo más que suficiente para que mi agresor recobrara la compostura y me buscara entre los tres puntos de su mira. Giré, usando la espalda del muchacho con la pierna herida para guarecerme, mientras el otro me apuntaba sin descanso para acabar conmigo. Un rápido giro con el brazo izquierdo, y la estrella de metal se enterró en la mano derecha del tirador. Aturdido por el dolor, disparó tres o cuatro veces al suelo, sin ton ni son, mientras yo recortaba distancias, con Indra apuntando al frente como un sable de caballería. El golpe de la hoja fue seco, chocando con su armadura corporal, y tan violento que lo obligó a retroceder unos pasos. Antes de que él pudiera levantar la mano herida y todavía armada, me separé de la katana por un instante, y lancé un tajo hacia delante con el tanto, mi brazo pasando por encima de la longitud de Indra. El filo pasó por las carótidas del soldado con tanta facilidad, que al principio pensé que había errado. No obstante, la sangre empezó a emanar por el corte a borbotones, mientras el chico me miraba con cara de sorpresa. Su mano derecha, temblorosa, parecía indecisa entre seguir empuñando el arma, o soltarla y tomarse el cuello para intentar parar la hemorragia. El pobre ya estaba muerto y no lo sabía.
Igualmente, no había tiempo para lamentarse. Siguiente.
Los demás soldados ya no se guiaban por las reglas de enfrentamiento convencionales, convirtiendo la situación más en un tiroteo mafioso que en una acción militar. Las ráfagas de disparos levantaban restos de cemento del piso y atravesaban las ventanas de los coches, tratando de inmovilizarme y convertirme en presa fácil. Tenía que moverme de hombre en hombre, buscando los puntos más expuestos: brazos, piernas, cuellos. Pasé tan cerca del fusil de uno de ellos, que hasta pude distinguir el nombre ZASTAVA al costado del arma. Un golpe de una pulgada (1), orientado al costado de sus costillas, lo convenció de dejar de dispararme, y la hoja de mi cuchillo, que se le enterró en el espacio de su axila derecha, lo convenció de dejar de hacerse el héroe. Bienvenido al club del neumotórax, chico.
Ya estaba más cerca de la entrada. Un escopetazo, sin duda dirigido hacia mí, dio de lleno en el pecho de uno de mis contendientes más cercanos. Divisé de nuevo al guardia de antes, ahora con medio rostro ensangrentado, furioso, y con la cabeza descubierta. ¿Mi pierna estropeada podía ser exigida de nuevo? Sólo restaba comprobarlo.
El impulso de mis zancadas me llevó hasta la pared derecha del pasillo de entrada, casi enfrente a las puertas deslizantes. Una punzada de dolor me quemó la pantorrilla izquierda mientras hacía la pirueta, pero ahora el chico de la escopeta estaba intentando atinar a un blanco que ya no estaba apoyando los pies en el suelo, sino en una de las paredes. Podría haber dirigido la hoja de Indra hacia el estrecho espacio entre su mandíbula y su clavícula izquierda, pero eso requería una precisión que, cayendo con todo el peso de mi cuerpo, no podía darme el lujo de tener. Así las cosas, simplemente encaré la punta de la katana encima de su cabeza. El soldado no alcanzó a emitir sonido alguno: sólo el "crack" de su cráneo, como el ruido de un melón partiéndose, delató lo que estaba pasando en ese instante.
Indra no entró más que un palmo en su cerebro. No necesitó más.
Tras el cuerpo del último soldado, se abría el camino a las puertas deslizantes del lobby, espejadas para evitar miradas indiscretas. Miré hacia atrás, alerta. Pisadas de botas tácticas, aplastando restos de vidrio y casquillos, habían delatado la presencia de otro militar, sin duda antes guarecido entre los vehículos del estacionamiento, y que ahora venía hacia mí; no pasarían muchos segundos antes de que tuviera pleno contacto visual conmigo.
Pensé. Probablemente, sería imposible meterle un shuriken en el medio de la frente (porque *casco*), así que habría que ser pragmática. Me arrodillé al lado del chico de la escopeta, saqué de la funda su pistola de reglamento, y coloqué el seguro en la posición de disparo.
Y entonces lo divisé; el tipo, sin duda, mostraba un aspecto más veterano y decidido que los demás. Tal vez no quisiera eliminarme porque fuera una intrusa, o por órdenes de arriba…sino por todos su compañeros muertos y heridos.
Alineé los tres puntos de la mira sobre su rostro, mientras el hacía lo mismo con su fusil Zastava, buscando mi cabeza.
Fui más rápida. La bala lo atravesó entre los ojos, apenas por encima del caballete de la nariz. Su cabeza se sacudió hacia atrás en un latigazo, y el cuerpo empezó a desplomarse como en cámara lenta.
Que la tierra te sea leve, como dicen los eslavos.
Por alguna extraña razón —que podía indicar miedo, precaución, un repliegue táctico, o alergia a los explosivos que caen del cielo— no salieron más hombres del edificio, por lo que tendría que ir a por ellos, uno por uno, y apartarlos de mi camino. Así que le saqué el chaleco blindado al chico de la escopeta —cuyo usuario ya no necesitaría, de todas maneras—, y metí mi brazo débil entre las placas de pecho y espalda, a la manera de un escudo improvisado. La pistola del muerto iba empuñada a mi diestra, con el tanto enfundado en mi cintura, la bolsita de tela con los shurikens colgada de mi cuello, e Indra a mi espalda, sujeta por su correa de cuero.
El sensor de apertura de las puertas deslizantes me captó, abriendo las hojas de vidrio espejado de par en par. Mala señal. Si no las habían bloqueado, podía significar que estaban atrincherados, y muy seguros de poder defender su posición.
No había recorrido ni dos metros dentro del vestíbulo, cuando divisé una figura enfundada en lo que parecía una armadura antidisturbios, al otro extremo de un largo pasillo. Un potente "¡TUMP!" retumbó en la sala, procedente de algo que parecía un fusil, pero equipado por debajo del cañón con un tubo corto y de boca bastante ancha.
¿Un lanzagranadas? Jod...
Nota al pie:
(1) El golpe de una pulgada es una técnica de puñetazo de las artes marciales chinas (kung fu) realizado a muy corta distancia (0-6 pulgadas, es decir, 0 a 15 cm), y utilizando varios grupos de músculos del cuerpo, en estrecha y rápida coordinación, permitiendo puñetazos potentes y rápidos en un espacio muy estrecho. Dicho golpe, bastante espectacular y usado en exhibiciones, fue popularizado por el famoso actor y artista marcial Bruce Lee.