Skay
Sentí la fuerza de Trevor lanzándome hacia fuera y cuando caí al suelo, con los ojos cerrados y debilitados por haber estado tanto tiempo en la oscuridad, tan solo sentí el arena bajo mis manos desnudas.
Quería gritar y protestar a los Dioses por el terrible destino que me aguardaba. Cada uno de mis actos me había llevado hasta donde me encontraba y seguramente ellos habían sabido siempre que esto sucedería antes o después. Por eso, me sentía como un niño al que le habían dado un caramelo para quitárselo segundos después, pero nada de lo que había imaginado que sería mi vida tenía sentido ya, lo único que me importaba era volver a ver a Alice.
Un terrible rugido a pocos metros de mí me obligó a abrir los ojos y levantarme del suelo lo más rápido que pude. No fue fácil, ya que todo mi cuerpo se encontraba falto de fuerza y mis pupilas tardarían un rato en poder acostumbrarse completamente a la luz. Era curioso, pero nunca me había imaginado el reino de los fríos tan luminoso y se me revolvió el estómago al recordar de dónde procedía tanta luz. Nuestros soldados daban su vida para iluminar un reino más oscuro que la mismísima noche.
Todavía no podía abrir los ojos completamente y no estaba seguro de querer ver con claridad lo que se me echaba encima, pero sus enormes zancadas corriendo hacia mí no pudieron pasar inadvertidas. Había entrenado duramente y usando todos mis sentidos, había aprendido a luchar con los ojos cerrados y aquello sería una ventaja en aquella situación hasta que me acostumbrara de nuevo a la luz. No fueron solo las pisadas del monstruo lo que escuché, sino también los gritos de una multitud eufórica que disfrutaba con aquel espectáculo.
Con los ojos entreabiertos tan solo era capaz de ver manchas de colores, pero era suficiente para poder esquivar a la enorme bestia que intentaba derribarme. Esta debía medir cinco metros de altura y pesar por lo menos una tonelada, así que fue fácil verla incluso estando medio ciego en ese momento.
Empecé a correr en dirección contraria al animal hambriento, con los pies descalzos y haciéndome heridas al pisar las piedrecitas que hacían esmero en incrustarse en mis pies y hacerlos sangrar todavía más. A pesar de mis esfuerzos, no sirvió de nada, ya que una zancada de la bestia eran mínimo seis mías. Me negué a gritar incluso cuando tuve a la bestia tan cerca de mí que podría haberme aplastado en una décima de segundo, sólo porque no quería darle a esa gente la satisfacción de escucharme sufrir. No podrían conmigo, aquel monstruo por muy grande que fuera caería tarde o temprano, o al menos eso era lo que quería creer.
Me dediqué a esquivar cada uno de los torpes y lentos, pero fuertes puñetazos con los que intentaba matarme el monstruo. Tan solo uno bastaría para romperme el cráneo, pero no me había pasado diecisiete años de mi vida entrenando nueve horas diarias para ahora morir de esa forma tan poco heroica.
Cuando por fin mis ojos se acostumbraron a la luz, la bestia enloquecida de la que intentaba huir pasó de ser una gran mancha negra a convertirse en un bicho de dos patas y cuatro brazos con puños gigantes, peluda, de un color negro y con colmillos largos y afilados que salían de una boca babosa que ocupaba todo su rostro. Sin embargo, no disponía de ojos, por lo que deduje que se tenía que haber estado moviendo escuchando mis pasos y movimientos, igual que yo había estado haciendo desde mi entrada en el coliseo, el cual estaba repleto de fríos que saltaban y gritaban como si de prehistóricos se tratasen, algunos incluso parecían decepcionados, seguramente debido a que yo todavía no había sido descuartizado. Nunca entendería cómo podían encontrar gozo en el sufrimiento de los demás.
No tenía ni idea de cuánto tiempo más duraría en pie si seguía huyendo de la bestia y esquivando sus ataques. Me encontraba terriblemente debilitado y no tardaría mucho en desfallecer, mis manos ya no se encontraban congeladas, así que disponía de más libertad de movimiento, pero apenas me quedaban fuerzas para usar el fuego. Debía pensar en algo rápido que destruyera el monstruo de una vez por todas o acabaría hecho papilla por él en cuestión de segundos. Tenía que descubrir su punto débil, por muy grande y feroz que pudiera ser el contrincante siempre se podía vencer con un poco de astúcia, esa era una de las muchas lecciones que había aprendido en los últimos años, pero no estaba seguro de disponer de esa cualidad.
La multitud empezó a impacientarse al ver que resistía los ataques escabulléndome entre las enormes patas del bicho, mientras este intentaba pisarme exasperado como si de una pulga me tratase. Estaba agotado, pero aunque fuera incapaz de pensar en algo ingenioso que me sacara de ese apuro, no entraba en mis planes rendirme. Sin embargo, no hacía falta ser un oráculo para predecir que tras unos diez minutos resistiendo, mi cuerpo ya no respondía.
Ahogué un grito cuando visualicé el golpe definitivo que acabaría conmigo, así de fácil. Puse los ojos como platos y con el corazón latiéndome a mil, mis piernas flaquearon y me tiraron de rodillas a la arena, dejándome sin respiración.
"No" pensé para mis adentros viendo a cámara lenta cómo el puño del gigante que iba a terminar conmigo se aproximaba cada vez más a mi cráneo.
Me habían criado como el futuro rey de los cálidos y me habían enseñado que la nación iba siempre por delante de cualquier otra cosa, pero no fue eso en lo que pensé cuando visualicé mi muerte, sino en lo mucho que me gustaría volver a ver a mi reina. Tal vez en otra vida pudiéramos estar por fin juntos, sin orgullo, ni ninguna guerra de por medio. Ansiaba que llegara ese momento tanto, que por poco le abro mis brazos a la muerte. Pero esta jamás llegó.
El monstruo aulló de dolor y soltó un último suspiro antes de caer casi encima de mí, ensangrentado.
Sorprendido, miré por encima del cadáver de la bestia, en busca del motivo de su repentina muerte y mis ojos se cruzaron con los de otro guerrero cálido. Blandía una espada larga y afilada, hecha con huesos de dragón rojo y no podía creer que acabara de salvarme la vida. Inevitablemente, esbocé una sonrisa aliviado y me permití descansar un poco ahí en medio del coliseo, junto a los restos ensangrentados y con la gente vitoreando al misterioso gladiador que acababa de aparecer. Parecía que mi espectáculo no había gustado mucho a las masas y habían tenido que improvisar un poco dejando entrar a otro guerrero.
Suspiré, resignado, e iba a levantarme para darle las gracias a aquel hombre, que debía rondar los treinta años, cuando escuché una voz grave y fuerte que acalló a todo el público:
- Matad al otro y podréis vivir.
Sentí que el mundo se me echaba encima en aquel momento al observar al guerrero cálido aproximarse poco a poco hacia mí. Sus brazos ocupaban el doble que los míos y a pesar de que yo era alto, él me sacaba dos palmos y me pareció incluso más aterrador que el animal enfurecido, ya que ahora que lo miraba con más detenimiento, su mirada había perdido gran parte de la humanidad que tenía. ¿Qué le tenían que haber obligado a hacer? ¿Cuánto tiempo llevaría sobreviviendo de aquel modo?
- Mis disculpas, alteza. - murmuró.