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El Señor del Norte (Modificado)

En un mundo envuelto en sombras y despiadada lucha por el poder, surge Vraken, una figura colosal entre los miles de señores del Norte. En un reino desprovisto de reyes, donde la ambición y la crueldad reinan despiadadamente, Vraken se alza como uno de los más formidables. Su sed de dominio es insaciable, su crueldad tan temida como su astucia. En esta tierra desolada por la brutalidad y la falta de avance tecnológico y social, Vraken ve la oportunidad de forjar su propio destino. Sin leyes más que las impuestas por la fuerza de sus armas y el filo de su espada, se abre paso entre cientos de miles de nobles y reyes con sus vastos ejércitos. Con una ambición desmedida y un deseo insaciable de poder y lujuria, Vraken no conoce límites en su búsqueda de dominio. En un mundo donde la moralidad es una ilusión y la ley es la voluntad del más fuerte, él se eleva como un titán entre hombres, dispuesto a todo por alcanzar sus oscuros objetivos en este vasto y cruel escenario.. [Algunos de mis personajes hechos con una IA. https://pin.it/4WAvbgTjs].

Itlen_tc · Militar
Sin suficientes valoraciones
4 Chs

Por fin acabó

El corazón de Vraken latía con fuerza mientras observaba cómo los elfos se organizaban para aplastarlos. «Carajo, carajo», pensó alarmado al ver cómo los elfos empezaban a formar sus líneas para devastarlos. «¿Estamos jodidos?», se preguntó alarmado. Pero no... Sus instintos le decían que aún había una oportunidad. Todavía tenían la infantería resistiendo las oleadas de elfos, y aún mantenían oculta la otra ala de caballería. Aunque casi toda la caballería presente estaba cansada, seguían siendo un gran número de jinetes pesados y caballeros de élite. Quizás podrían sobrevivir...

—¡Rey Aldric! —con su grito sacó del trance colectivo a los que estaban en el cuartel general, que estaba siendo rodeado—. OCÚPESE DEL EJÉRCITO PRINCIPAL Y MANTENGA LAS FORMACIONES DE LA INFANTERÍA. MANDE ÓRDENES CUANDO CREA QUE LA OTRA ALA DEBA ATACAR. YO TOMARÉ LA CABALLERÍA QUE TENEMOS AQUÍ Y IRÉ A DETENER A LOS ELFOS —le gritó al rey Aldric, dejando claro que no había margen para discusiones, mientras se volvía a poner el yelmo y tomaba su martillo y escudo que uno de sus jinetes sujetaba.

El rey Aldric solo asintió y mandó órdenes para mantener las formaciones.

—¡Cory, QUÉDATE CON EL REY Y MANDA ÓRDENES A LOS ARQUEROS Y BALLESTEROS. QUE LA MITAD NOS DEN COBERTURA Y MANDA A LLAMAR A THORGAL. QUE ABANDONE EL ALA IZQUIERDA Y VENGA CON SUS JINETES. ENCÁRGATE DE QUE LA GUARDIA DEL REY MANTENGA EL FLANCO DERECHO! —ordenó a Cory, mientras daba indicaciones con su gran martillo a los jinetes pesados y caballeros, que rápidamente se formaban en una cuña según sus instrucciones.

—Nos superan diez a uno y siguen apareciendo —dijo Baelgard con voz tranquila, ya desenfundadas sus enormes hachas dobles llenas de sangre élfica, mientras cabalgaba a su lado en la vanguardia, listos para cargar.

—¿Tienes alguna mejor idea? —le gruñó Vraken, mientras veía cómo las oleadas de elfos se acercaban cada vez más.

Baelgard solo negó con la cabeza mientras cerraba su yelmo y Vraken hacía lo mismo.

—Si muero, cuida de mis hijas, Ironwind —dijo con una seriedad que resonó profundamente.

Vraken solo asintió mientras levantaba su enorme martillo.

—¡SANGRE Y MUERTE! —rugió, y fue seguido por el mismo cántico por parte de los norteños y un rugido por parte de los caballeros sureños, mientras comenzaban a cargar contra los bastardos con orejas puntiagudas.

El choque entre los ejércitos fue una carnicería inimaginable, una danza macabra de muerte y destrucción en la que ninguna alma estaba a salvo. Flechas y saetas, tanto aliadas como enemigas, llovían del cielo como una lluvia de púas mortales, ensartándose en cuerpos y empapando la tierra con sangre y dolor. Los gritos y rugidos de batalla se entrelazaban en una cacofonía de violencia, mientras los combatientes se abalanzaban unos sobre otros con una ferocidad salvaje. 

Vraken, montado en su Muerteblanca, se abrió paso entre la marea de cuerpos con un ímpetu feroz, su gigantesco martillo arrasando con todo a su paso. Cada golpe de su arma era un espectáculo de brutalidad, lanzando cadáveres de elfos y ciervos al aire como si fueran meras muñecas de trapo. El campo de batalla se transformó en un paisaje de horror y desolación, con montones de cuerpos destrozados cubriendo el suelo. A su lado, el viejo Baelgard luchaba con una furia igualmente despiadada, sus hachas dobles segando vidas con una precisión mortal. Los jinetes del norte avanzaban como bestias rabiosas, cada paso lleno de ira y firmeza, aplastando a sus enemigos bajo los cascos de sus caballos.

Los caballeros sureños, agotados pero decididos, luchaban con una valentía desesperada. Sus espadas y lanzas destellaban en el aire, resistiendo el embate de los elfos con todas sus fuerzas. Los arqueros a caballo, los arqueros y los ballesteros disparaban sin descanso, sus flechas y virotes sembrando el caos y la destrucción en las filas enemigas. El enfrentamiento era una prueba de resistencia y brutalidad, con cada bando luchando por su supervivencia con una pasión desenfrenada.

Vraken y sus hombres se enfrentaban a una marea interminable de elfos, pero su determinación era inquebrantable. A pesar del cansancio que empezaba a sentir, Vraken no dejaba de masacrar a todos los elfos que se atrevían a enfrentarlo. Cada golpe de su martillo retumbaba con la fuerza de un trueno, aplastando armaduras y cuerpos con igual facilidad. A su lado, Baelgard seguía el ritmo, manteniendo el constante flujo de cabezas y cuerpos cercenados de elfos con sus hachas. Era sorprendente que, a pesar de haber dejado casi todas sus fuerzas en la anterior carga, los guerreros del contraataque mantuvieran una ferocidad tan implacable.

El flujo de jinetes ligeros élficos no cesaba; por cada cien que Vraken y sus hombres mataban, otros cien aparecían. Y aún no habían llegado los jinetes pesados élficos, una amenaza que se cernía sobre ellos como una sombra ominosa. Pero no importaba. El improvisado plan de Vraken, que consistía en una contracarga de caballería liderada por él y Baelgard, estaba funcionando. La idea era atravesar el cerco enemigo y rodear a los jinetes élficos, actuando como un martillo, mientras la guardia real y los jinetes de Thorgal servían de yunque y punto de apoyo para el flanco, evitando un rodeo élfico. 

La situación era crítica, pero Vraken mantuvo la esperanza. Su plan también incluía que Thorgal y sus jinetes, todavía frescos, rodearan uno de los flancos de los elfos y proporcionaran un punto de estabilidad. Este plan estaba teniendo un éxito relativo cuando Vraken vio, a lo lejos, los estandartes negros y carmesí con el círculo negro y el corazón negro en llamas, rodeado de espinas, que identificaban a Thorgal y sus seis mil jinetes pesados. Los jinetes de Thorgal cabalgaban contra el flanco izquierdo de los elfos, que ya estaban empezando a rodear a la caballería de Vraken. La llegada de Thorgal fue un golpe decisivo, un rayo de esperanza en medio de la desesperación.

Thorgal y sus jinetes irrumpieron en el campo de batalla con la fuerza de una tormenta desatada. Sus caballos galopaban con furia, levantando nubes de polvo y tierra mientras avanzaban. Las lanzas y espadas de los jinetes brillaban bajo el sol, preparadas para abrirse paso entre las filas élficas. Con un estruendo ensordecedor, Thorgal y sus hombres chocaron contra el flanco izquierdo de los elfos, desatando el caos y la confusión entre las filas enemigas.

Vraken observó con satisfacción cómo el flanco izquierdo élfico empezaba a desmoronarse bajo el ataque implacable de Thorgal. Con renovada energía, dirigió a sus propios hombres en una carga devastadora, aprovechando el momento de debilidad en las filas élficas. La coordinación entre los diferentes grupos de combatientes era crucial; los jinetes del norte, los caballeros sureños y los arqueros trabajaban en una sincronía perfecta, cada uno desempeñando su papel en el brutal ballet de la batalla.

El campo de batalla, ahora un mar de cuerpos y sangre, vibraba con la intensidad del enfrentamiento. La determinación de Vraken y sus hombres, la furia de Baelgard, la precisión de los arqueros y la llegada oportuna de Thorgal formaban una combinación letal. Poco a poco, empezaban a ganar terreno, empujando a los elfos hacia atrás, rompiendo sus líneas y sembrando el pánico entre sus filas.

Aunque la batalla estaba lejos de terminar, Vraken sabía que habían logrado un avance crucial. La llegada de Thorgal había inclinado la balanza a su favor, al menos por el momento. Con una última mirada hacia el horizonte lleno de enemigos, Vraken levantó su martillo al cielo y rugió con toda la fuerza de sus pulmones, un grito de desafío y victoria que resonó sobre el estruendo de la batalla.

Cuando por fin lograron romper el cerco de los jinetes ligeros, Vraken y sus jinetes pesados emergieron de la batalla como verdaderos demonios del infierno. Estaban exhaustos, con flechas clavadas en sus cuerpos, sus armaduras abolladas y destrozadas, bañadas de pies a cabeza en la sangre élfica de sus enemigos caídos. Muchos de ellos llevaban heridas profundas donde las hojas élficas habían penetrado sus defensas, dejando una estela de destrucción y muerte a su paso. 

Baelgard y sus jinetes, compañeros en la carnicería, mostraban signos de agotamiento y desesperación similares. Sus cuerpos estaban marcados por el sufrimiento, pero sus ojos ardían con una rabia y un deseo de vivir que no conocían límites. Habían perdido un número devastador de hombres en la batalla, sacrificados en el altar de la guerra sin piedad ni remordimiento. Sin embargo, el avance debía continuar. Detenerse significaba la muerte segura a manos de los jinetes pesados élficos que se abalanzaban sobre ellos con sed de venganza y sangre.

Con un sonido ensordecedor de cuernos, indicando que el ala izquierda había iniciado su avance en el campo principal, y con un último rugido animal de los guerreros norteños, que luchaban por sobrevivir, Vraken y sus hombres se lanzaron de nuevo a la carga. Muerteblanca corría con una furia indomable, su aliento convertido en vapor en el aire de la batalla. Los jinetes norteños cabalgaban con una ferocidad salvaje, atravesando las filas enemigas con una fuerza que parecía sobrenatural. Los cuerpos de los elfos caían a su paso, sus gritos de agonía mezclándose con el clamor de la batalla. La ira y la desesperación impulsaban a Vraken y sus hombres hacia adelante, aunque cada paso les costara sangre y dolor. No había escapatoria, no había retirada. Solo quedaba la lucha desesperada por la supervivencia, el deseo de sobrevivir a cualquier costo, incluso si eso parecía una batalla imposible de ganar. Para Vraken, la derrota no era una opción. "La muerte antes que la vergüenza, la sangre antes que la rendición", dictaba el culto a Mukon.

Baelgard y sus jinetes, que se mantenían a su lado, se veían igual de jodidos que ellos. Muchos solo se mantenían conscientes por la rabia o el deseo de supervivencia. Baelgard había traído más jinetes pesados que todos los otros señores del norte, doce mil, y Vraken quince mil. Ambos habían pedido como máximo un diez o quince por ciento de sus jinetes, pero ahora estaba seguro de que habían perdido al menos un treinta por ciento o más. Con todas las fuerzas que les quedaban, se adentraron más y más en el mar de acero verde de los elfos. Con una rabia e ira inhumana, Vraken atravesó los cuerpos de todo lo que se le interponía. Su fuerza siempre había sido sobrenatural, y su resistencia legendaria. Pero incluso para él, que había luchado en varias y salvajes batallas contra casas, tribus y clanes norteños, esta pelea era la más desesperada.

Aunque hubiera querido escapar, no había dónde. Enfrente de él estaba el ejército de Lirion y atrás, los malditos elfos. Si escapaba por los flancos, perdería su infantería y arqueros. No es que apreciara a esos bastardos, simplemente que Vraken había gastado mucho oro y recursos en su entrenamiento. Perderlos significaría perder gran parte de su élite, y eso sería convertirse en la burla de gran parte del norte. Muchos de sus hombres le perderían el respeto y el miedo.

Cada paso en el campo de batalla era un esfuerzo titánico, un combate contra la desesperanza y el agotamiento. La rabia de Vraken era una llama inextinguible, una fuerza que lo mantenía en pie cuando cualquier otro habría caído. Su martillo se movía con la fuerza de una tormenta, aplastando cráneos y rompiendo huesos con cada golpe. La sangre de los elfos manchaba su armadura, convirtiéndolo en una figura aterradora, un gigante envuelto en el rojo de sus enemigos.

A su alrededor, los jinetes luchaban con una ferocidad similar. Los gritos de los heridos y moribundos llenaban el aire, una sinfonía de dolor que se mezclaba con el clamor de las armas y el rugido de los guerreros. Cada avance era un pequeño triunfo, cada metro ganado un testamento de su determinación y fuerza. Baelgard, a su lado, blandía sus hachas con una precisión letal, abriendo brechas en las filas élficas y protegiendo el flanco de Vraken.

La batalla continuaba, implacable y cruel, pero Vraken y sus hombres no cedían. Sabían que su única esperanza era seguir adelante, seguir luchando hasta el último aliento. La furia y la desesperación los impulsaban, dándoles la fuerza para continuar cuando todo parecía perdido. Con cada golpe, con cada enemigo caído, reafirmaban su determinación de sobrevivir, de no rendirse jamás.

Después de un tiempo de frenesí desenfrenado, donde sus instintos primarios se mezclaron con el deseo ardiente de sobrevivir, Vraken se convirtió en algo más que un guerrero: se transformó en una fuerza de la naturaleza que solo conocía la brutalidad y el caos. Había perdido su martillo y escudo en algún punto, y ahora luchaba con su gran espada y hacha. Estas armas se convirtieron en extensiones de su propio ser, y él, perdiendo conciencia de sus movimientos, entró en un estado de concentración tal que sus reacciones y ataques eran casi automáticos pero certeros, gracias a su entrenamiento y a tantas batallas. Su memoria muscular actuaba como herramientas de muerte y devastación, partiendo a la mitad todo lo que se interponía en su camino.

Cada golpe de su espada y hacha era un acto de destrucción pura. Con cada barrido, la sangre y las entrañas de elfos y ciervos salpicaban el suelo, pintando el campo de batalla de un rojo oscuro y macabro. Las cabezas volaban, los torsos eran abiertos de par en par, y las extremidades caían como hojas en otoño. El sonido de los huesos crujientes y los gritos agonizantes llenaban el aire, una sinfonía de muerte que alimentaba el frenesí de Vraken. Se movía con una ferocidad despiadada, sus músculos trabajaban al máximo, cada fibra de su ser clamaba en agonía, pero su voluntad de sobrevivir lo mantenía en pie.

El sudor y la sangre cubrían su cuerpo, una mezcla repugnante que solo servía para alimentar su rabia animal. Los ojos de Vraken ardían con un brillo febril, su respiración era un rugido constante y sus movimientos, aunque agotadores, eran precisos y letales. Con cada enemigo que caía, su furia crecía, y el número de cuerpos a su alrededor aumentaba.

En medio del caos, Vraken era una figura imponente. Sus movimientos eran rápidos y letales, cada golpe era un vendaval de acero que desmembraba y destruía. Los elfos caían a su paso, sus cuerpos eran cortados, perforados y aplastados sin piedad. La tierra bajo sus pies se volvía fangosa con la mezcla de sangre y barro, un recordatorio constante de la carnicería que había desatado.

Finalmente, cuando la ola de elfos comenzó a adelgazarse, Vraken sintió un enorme alivio y un destello de esperanza en medio del caos. Con un último y violento golpe de su gran espada, logró deshacerse de dos elfos de gran tamaño que intentaron detenerlo con enormes gujas mortales. Sus cuerpos se dividieron limpiamente por la mitad, sus ojos todavía mostrando el asombro y el terror mientras caían al suelo, muertos antes de tocarlo.

La sangre de sus enemigos salpicó su ya manchado yelmo, una última marca de su brutalidad. Por fin, rompiendo el cerco élfico con una mezcla de rabia y sed de sangre, Vraken emergió de la batalla dejando atrás un sendero de destrucción y muerte. Los cuerpos mutilados y desmembrados marcaban su paso, una prueba tangible de su furia imparable. Cada respiración era un esfuerzo, cada movimiento un desafío, pero su determinación era inquebrantable. Había superado el horror y la desesperación, convirtiéndose en un símbolo viviente de la brutalidad y la supervivencia.

Antes de que pudiera empezar a rodear a los jinetes élficos, la sombra de la muerte se cernió sobre ellos en forma de diez mil elfos oscuros, más temibles y siniestros que los elfos comunes. Estos guerreros, vestidos con armaduras negras adornadas con detalles rojizos y púrpuras, emanaban un aura de malicia y crueldad que sólo había visto en los clanes caníbales del norte. Bestias que apenas podían considerarse seres humanos.

Sus monturas, enormes mantícoras negras con armaduras púrpuras, rugían con ferocidad mientras avanzaban hacia Vraken y su séquito. Los ojos de estas bestias ardían con una luz demoníaca, y sus colmillos goteaban con la promesa de muerte y destrucción. Las mantícoras eran criaturas imponentes, sus cuerpos musculosos y escamosos cubiertos por una coraza natural que hacía casi imposible penetrar sus defensas. Sus alas, enormes y membranosas, batían con fuerza, levantando nubes de polvo y escombros mientras se acercaban a la batalla.

Los elfos oscuros, seres de una belleza sombría y una ferocidad inigualable, se alzaban como señores de la muerte. Sus ojos, fríos y despectivos, brillaban con una malevolencia que helaba la sangre. Sus rostros, esculpidos con una perfección casi inhumana, estaban distorsionados por una crueldad que trascendía lo mortal. Las armaduras que llevaban no solo eran funcionales, sino también símbolos de su estatus y poder. Talladas con runas oscuras y adornadas con gemas que brillaban con una luz siniestra, estas armaduras parecían absorber la luz del entorno, proyectando una oscuridad palpable a su alrededor.

Los guerreros elfos oscuros blandían armas de diseño exótico y letal: espadas largas y curvas que podían partir a un hombre en dos con un solo golpe, lanzas de puntas serradas que desgarraban carne y hueso, y arcos cuyas flechas, recubiertas con venenos desconocidos, podían paralizar o matar al instante. Sus movimientos eran precisos y coordinados, una coreografía de muerte y destrucción.

—¿Qué-qué son esos, mi señor?— preguntó Dougal, uno de sus jinetes, con la visera de su yelmo destrozada, dejando a la vista su gran barba castaña manchada de sangre. Sus ojos reflejaban un miedo palpable, algo raro en un veterano de tantas batallas.

—Elfos oscuros...— gruñó Vraken, su voz casi ahogada por el agotamiento. Según los rumores, su presencia en el campo de batalla es una advertencia de que la muerte y la destrucción los siguen de cerca, listos para consumir a cualquiera que se cruce en su camino.

La aparición de los elfos oscuros cambió el tono de la batalla. Estos guerreros no eran meros combatientes; eran fuerzas de la naturaleza, antiguos y experimentados guerreros con años de experiencia. Sus ojos, brillando con un odio inhumano, se fijaron en Vraken y sus hombres con una intensidad que prometía sufrimiento y muerte. La atmósfera se volvió más densa, cargada con la expectativa de la carnicería que estaba a punto de desatarse.

Vraken, con cada fibra de su ser gritando en contra del agotamiento y el miedo, levantó su espada y hacha, sus ojos fijos en la marea de elfos oscuros que se acercaba. A su lado, sus hombres, aunque agotados y heridos, se prepararon para el choque. La rabia y la desesperación se mezclaban en sus corazones, dándoles una última chispa de fuerza para enfrentar a estos nuevos horrores.

Las mantícoras rugieron al unísono, un sonido que resonó como un trueno, anunciando el inicio del ataque. Los elfos oscuros se lanzaron al galope, sus gritos de guerra una cacofonía de odio y furia. Vraken y sus hombres, con un rugido final de desafío, cargaron contra ellos, dispuestos a enfrentar la muerte en una última y desesperada batalla.

—¿Qué hacemos, Vraken?— preguntó Baelgard con cansancio, su rostro demacrado mostrando las cicatrices de la batalla. Junto a él, varios de sus jinetes que también habían logrado atravesar el último cerco miraban con temor el contingente élfico cargando contra ellos.

—Toma el mando de la caballería que está cruzando antes de que los elfos puedan reaccionar— respondió Vraken, su voz grave y decidida. —No tenemos mucho tiempo. Seguramente el ejército principal ahora está peleando contra Lirion y sus tropas de élite, así que lo más seguro es que no envíen refuerzos. Además, el flujo de flechas ha bajado, lo que probablemente significa que los arqueros están cansados y ya no tienen flechas o los reagruparon para enfrentar al ejército principal de elfos. Entonces nuestra única esperanza es que tomes el mando y rodees a los elfos, mientras yo tomaré algunos de mis hombres para enfrentar a los elfos oscuros. Tengo un presentimiento que si no los enfrentamos apropiadamente, nos matarán a todos—. 

Vraken terminó de hablar en tono serio, mientras empezaba a cabalgar junto a Muerteblanca. Acompañado de alrededor de cinco mil de sus jinetes pesados que habían llegado y lo seguían de cerca, estos hombres eran lo mejor de lo mejor de sus tierras, veteranos curtidos en miles de batallas. Hombres que habían enfrentado cosas peores que los elfos oscuros, así que cada uno podría asesinar al menos a diez elfos oscuros.

—¡Prepárense para la cacería!— rugió Vraken con un fervor implacable, su voz resonando sobre el estrépito de la batalla. Los jinetes norteños, con sus armaduras completamente empapadas de sangre y sus miradas llenas de una ira y rabia animal, respondieron con un clamor de guerra que hizo temblar el suelo bajo sus monturas.

Con un último gesto de rabia y furia, Vraken dio rienda suelta a Muerteblanca. El semental blanco relinchó con una ferocidad salvaje mientras se abalanzaba hacia el enemigo. Los elfos oscuros, sorprendidos por la embestida repentina, apenas tuvieron tiempo de reaccionar antes de ser engullidos por la marea de furia que se les venía encima.

Los jinetes norteños, que apenas superaban los cinco mil, se lanzaron al ataque con una violencia despiadada. Las espadas, hachas, mazas y alabardas cortaban el aire con un silbido mortal, encontrando carne y hueso con una precisión letal. El sonido de los huesos rompiéndose, los gritos de agonía y el choque de acero llenaban el aire, creando una cacofonía de muerte y destrucción.

Antes del impacto, Vraken lanzó sus dos hachas hacia las cabezas de dos mantícoras, dejando una abertura y dándoles una pequeña ventaja en el choque. Las hachas volaron con precisión, clavándose profundamente en los cráneos de las bestias, que cayeron al suelo con un rugido sordo. Esto desorganizó momentáneamente a los elfos oscuros, permitiendo a los jinetes norteños aprovechar la ventaja.

Vraken, blandiendo su gran espada y hacha, se abrió paso entre la marea de enemigos. Sus golpes eran brutales y precisos, partiendo cuerpos en dos, decapitando elfos y desmembrando mantícoras. Cada ataque era una manifestación de su fuerza y determinación, una declaración de que no se rendiría sin luchar hasta el último aliento.

A su lado, Baelgard y sus jinetes luchaban con una ferocidad igual de implacable. Las hachas de Baelgard brillaban con la sangre de los elfos oscuros mientras cortaban cabezas y desmembraban cuerpos. Sus movimientos eran un torbellino de muerte y destrucción, y sus hombres, inspirados por su liderazgo, combatían con una furia similar.

El campo de batalla se convirtió en un infierno de sangre y acero. Los elfos oscuros, aunque feroces y letales, no pudieron resistir la embestida de los jinetes norteños. Cada paso de Vraken y sus hombres dejaba un rastro de cadáveres, una prueba tangible de su fuerza y determinación.

Con el tiempo, el contingente de elfos oscuros comenzó a flaquear bajo el implacable asalto. Vraken, cubierto de sangre y sudor, levantó su espada en señal de victoria. A su alrededor, los jinetes norteños rugieron en triunfo, habiendo demostrado una vez más que, incluso ante la más oscura de las amenazas, su espíritu indomable y su ferocidad en combate eran inigualables.

El choque entre las fuerzas de Vraken y los elfos oscuros fue una carnicería de proporciones apocalípticas. La sangre brotaba en ríos escarlata, mientras los cuerpos caían al suelo con un estruendo sordo. Era un infierno de gritos y gemidos, donde el choque de metal con metal resonaba como un himno macabro a la muerte. Las mantícoras se abalanzaban con ferocidad, sus colmillos y garras desgarraban las bardas de acero y la carne de los caballos, mientras los elfos oscuros, hábiles y despiadados, aniquilaban a cualquiera que fallara en sus ataques.

Pero Muerteblanca y las monturas de los jinetes de Vraken no eran presa fácil. Con patadas brutales y herraduras afiladas, desgarraban las entrañas de las mantícoras, mientras sus norteños, llenos de una ira brutal, contratacaban con una furia implacable. Cada golpe de los jinetes norteños era una descarga de pura brutalidad, una explosión de violencia que dejaba a su paso cuerpos destrozados y sangrantes. 

A pesar de la ventaja en fuerza bruta de los norteños, la batalla era una lucha desesperada por la supervivencia. Cada estocada fallida era una invitación a la muerte, y los elfos oscuros no desaprovechaban la oportunidad de infligir dolor y muerte a sus enemigos. Los hombres de Vraken luchaban con una rabia feroz, pero incluso su valor y su ferocidad parecían insuficientes para detener la marea de elfos oscuros que los rodeaba. La sangre salpicaba el suelo mientras las espadas se hundían en la carne enemiga, y los gritos de agonía se mezclaban con el rugido de los corceles y mantícoras.

Muerteblanca pisoteaba a los caídos con una furia incontenible, sus cascos aplastando cráneos y huesos con una ferocidad implacable. Vraken, en medio del caos, se movía con una furia salvaje. Su espada, manchada hasta el mango de sangre, brillaba con la promesa de la muerte. Cada golpe era un golpe mortal, cada movimiento calculado para infligir el máximo daño a sus enemigos. Los elfos oscuros caían a su paso, sus cuerpos destrozados por la furia del señor del norte. 

El campo de batalla se convirtió en una pesadilla de carne desgarrada y huesos rotos. Los elfos oscuros, aunque feroces, eran abatidos por la furia inhumana de los jinetes norteños. Las armas cortaban carne, separaban miembros y partían cráneos. Las mantícoras rugían en agonía mientras las espadas norteñas se hundían en sus cuerpos, desgarrando carne y destrozando huesos. La sangre salpicaba el aire, creando un espeso rocío rojo que cubría a los combatientes.

Vraken, blandiendo su espada y hacha con una precisión letal, se abrió paso entre la marea de enemigos. Sus golpes eran brutales y precisos, partiendo cuerpos en dos, decapitando elfos y desmembrando mantícoras. A su lado, Baelgard y sus jinetes luchaban con una ferocidad igual de implacable. Las hachas de Baelgard brillaban con la sangre de los elfos oscuros mientras cortaban cabezas y desmembraban cuerpos. Sus movimientos eran un torbellino de muerte y destrucción, y sus hombres, inspirados por su liderazgo, combatían con una furia similar.

El suelo temblaba bajo el peso de la batalla, y el aire estaba lleno de un hedor acre a sangre y sudor. Los gritos de los moribundos resonaban en los oídos de los combatientes, mezclándose con el rugido de la batalla. El campo se llenaba de cadáveres, un mar de cuerpos destrozados y sangrantes. La sangre corría en ríos, empapando la tierra y creando un paisaje infernal de muerte y destrucción.

Con cada paso, Vraken y sus hombres dejaban tras de sí un rastro de cadáveres. La batalla se convirtió en un torbellino de violencia y caos, una danza macabra de muerte y destrucción. Los elfos oscuros, aunque feroces y letales, no pudieron resistir la embestida de los jinetes norteños. Cada golpe de Vraken era un martillazo de muerte, cada movimiento una declaración de que no se rendiría sin luchar hasta el último aliento. Y así, en medio del caos y la carnicería, los jinetes norteños demostraron una vez más que, incluso ante la más oscura de las amenazas, su espíritu indomable y su ferocidad en combate eran inigualables.

Después de partir en dos a un enorme elfo oscuro con su mandoble, el aire se puso extremadamente tenso. Incluso Muerteblanca se alteró, algo que solo ocurría cuando peleaban contra los jefes de asalto de los Gigantes y Trolls del norte. No tardó en comprender la razón de esa tensión cuando vio acercarse a un imponente elfo oscuro.

Este elfo oscuro, casi tan alto como Vraken, vestía una armadura aún más ornamentada que la de los otros elfos oscuros, llena de detalles siniestros y runas malditas que parecían pulsar con una energía propia. La armadura estaba adornada con filigranas de color púrpura y rojo oscuro, creando un contraste que hacía que su figura se destacara aún más en medio del caos de la batalla. 

La espada que portaba era una obra de arte macabra: enorme y pesada, con un filo tan negro que parecía devorar la luz a su alrededor. La hoja estaba tallada con runas arcanas y oscilaba ligeramente, como si estuviera viva, resonando con una energía oscura y sedienta de sangre.

Montaba una mantícora monstruosa, mucho más grande y feroz que las que habían enfrentado hasta ahora. La criatura tenía una musculatura impresionante, con un pelaje negro azabache que brillaba con un brillo maligno. Sus ojos rojos ardían con una furia salvaje, y sus colmillos goteaban con un veneno mortal. La armadura que llevaba la mantícora estaba hecha a medida, con placas negras y púrpuras que protegían sus puntos vitales sin limitar su agilidad o fuerza.

Cada paso de la mantícora hacía temblar el suelo, y su respiración pesada era un rugido constante que resonaba en el campo de batalla. A medida que se acercaba, los combatientes cercanos, tanto amigos como enemigos, se detenían momentáneamente, atrapados por la aura de poder y terror que emanaba de la criatura y su jinete.

El elfo oscuro, con una mirada que podía atravesar el acero, avanzaba con una confianza y una crueldad que se sentían en el aire. Su presencia era una declaración de poder absoluto, y cada movimiento suyo parecía premeditado, como si ya supiera el resultado de la batalla.

—¡Me llamo Drahkor El Azote de las Sombras, tercer y más fuerte general del verdadero rey de todos los elfos, inmundo gusano! ¿Y tú, escoria humana? ¿Qué título de mierda llevas tú?—. Escupió con desprecio, su voz gutural cargada de veneno y asco.

—¡Lord Vraken Ironwind El Terrible, señor de Zokya y el único que te desollará, hijo de puta!—. Respondí con un tono áspero, mientras empuñaba la espada con violencia, listo para derramar sangre élfica. Tomé las riendas de Muerteblanca, preparado para cargar en cualquier momento.

—¿Vraken Ironwind? Tienes el nombre de un pedazo de mierda, no el de un puto cobarde que viene a morir patéticamente contra un verdadero guerrero—. Mis puños se cerraron con rabia ante su provocación, mi sangre hirviendo con cada insulto que salía de su boca repugnante. Con un grito lleno de rabia, cargué hacia Drahkor con Muerteblanca, el semental blanco relinchando con una ferocidad desenfrenada. La mantícora de Drahkor respondió con un rugido que estremeció los cimientos del suelo, lanzándose al encuentro con una furia igualmente salvaje.

Mis ojos azules brillaban con una furia demoníaca mientras tomaba mi espada con rabia, listo para enfrentar a este bastardo con todo lo que tenía. Los ojos rojos de Drahkor ardían con una intensidad infernal mientras blandía su espada con una destreza mortal. Alzamos nuestras espadas al unísono. El choque entre ambos fue como el estallido de un trueno, con chispas danzando en el aire mientras nuestras armas chocaban con un estruendo ensordecedor.

Nuestras espadas cantaban una sinfonía de odio y violencia, cada golpe lanzando chispas de furia al aire. Blandía mi espada con una ferocidad implacable, soltando violentas y fuertes estocadas y cortes, mientras Drahkor, sorprendentemente ágil para su tamaño, se defendía y respondía con movimientos letales, cada uno destinado a abrir una herida mortal en mi carne. Muerteblanca y la mantícora se enredaron en su propio duelo, con garras y colmillos chocando en un frenesí de violencia contra las pezuñas y embestidas del semental.

El semental blanco relinchaba con furia mientras intentaba deshacerse de su enemigo, pero la mantícora, con su ferocidad innata, no cedía ni un ápice en su ataque. Los rugidos y relinchos llenaban el aire, mezclándose con los gritos de dolor y la sangre derramada. El duelo entre Vraken y Drahkor continuó, cada golpe, estocada y esquive llevando consigo el peso de la muerte.

Ambos guerreros luchaban con una intensidad salvaje, alimentados por la sed de sangre y una rabia animal. Cada golpe de mi espada era una promesa de muerte, cada esquive una burla a la parca. Mientras tanto, los jinetes pesados de Vraken y los elfos oscuros de Drahkor se lanzaban en una lucha feroz alrededor de nosotros, con la sangre y el caos llenando el campo de batalla.

Las espadas se hundían en carne y hueso, arrancando gritos desgarradores de los labios de los combatientes. Las cabezas rodaban y los cuerpos caían, convirtiendo el suelo en un pantano de sangre y vísceras. El aire estaba impregnado del hedor a hierro y muerte, cada respiro una tortura. Los gritos de los moribundos se elevaban como un coro macabro, acompañando la sinfonía de la destrucción.

El destino de ambos líderes se decidiría en medio de este pandemonio de violencia y muerte, donde solo el más despiadado y el más brutal prevalecerá. La sangre empapaba nuestras ropas, nuestros cuerpos marcados por innumerables cortes y heridas. Cada movimiento era una batalla en sí misma, cada respiración un triunfo sobre la muerte. La furia y el odio nos consumían, impulsándonos a seguir luchando hasta el amargo final.

El campo de batalla se transformó en un infierno de carne desgarrada y huesos rotos, un verdadero testimonio de la brutalidad y el odio que nos impulsaban. La victoria solo sonreiría al más despiadado, al que pudiera soportar la marea de muerte y destrucción sin titubear. Y en medio de todo esto, nuestros destinos estaban entrelazados en un abrazo mortal, con la promesa de la muerte como única certeza.

El enfrentamiento entre Vraken y Drahkor se desató con una violencia salvaje y una sed de sangre insaciable. Los golpes resonaban en el aire como truenos, acompañados por el rugido de las bestias y el estruendo de las armas. Cada movimiento era una danza macabra de muerte y destrucción, mientras ambos luchadores se esforzaban por obtener la ventaja sobre su oponente. La batalla era un espectáculo de brutalidad sin igual, donde la sangre, el sudor y la furia se entremezclaban en un ballet de caos y devastación.

Vraken, con su enorme espada manchada de sangre en mano, desataba golpes poderosos y precisos, cada uno destinado a cortar el alma misma de su enemigo. El odio y la sed de sangre ardían en los ojos de Vraken, transformándolo en una bestia demoníaca rabiosa y despiadada. Cada golpe que lanzaba era como el martilleo de un verdugo, destinado a enviar a su enemigo al abismo del infierno. Sus músculos se tensaban y se relajaban en un ritmo feroz, cada movimiento una combinación de fuerza bruta y técnica mortal. La espada de Vraken cortaba el aire con un silbido mortal, buscando la carne de Drahkor con una precisión implacable.

Drahkor, sin embargo, no retrocedía ante el desafío. Sus ojos rojos ardían con una furia sobrenatural mientras se defendía con una ferocidad inhumana. Cada golpe que lanzaba estaba cargado de rabia y cólera desenfrenada, dispuesto a destrozar a su enemigo con cada movimiento. Su espada destellaba con una luz oscura y sus ojos destellaban con un desprecio y una ira sobrehumana. Cada golpe que lanzaba era como una ráfaga de viento cortante, llevando consigo la promesa de la muerte. La espada de Drahkor se movía con la gracia mortal de una serpiente, buscando las aberturas en la defensa de Vraken con una precisión letal.

La batalla se intensificaba con cada momento que pasaba, los dos combatientes igualados en fuerza y habilidad. El suelo se teñía de rojo con la sangre derramada, los cuerpos de los caídos creando un tapiz macabro a su alrededor. El clamor de la batalla era ensordecedor, los gritos de los heridos y los moribundos mezclándose con el sonido del acero chocando contra el acero. Muerteblanca y la mantícora continuaban su duelo, Muerteblanca golpeando a la mantícora con sus poderosas patas y tratando de embestirla con su testera, que tenía una hoja afilada. Sus relinchos de furia se mezclaban con el clamor de la batalla, mientras la mantícora rugía con una furia igualmente salvaje, sus garras y colmillos buscando la carne del semental.

Muerteblanca y la mantícora se enredaban en un frenesí de violencia, con garras y colmillos chocando contra pezuñas y embestidas. La mantícora lanzaba zarpazos con sus garras afiladas, intentando desgarrar la carne del semental, mientras Muerteblanca respondía con potentes patadas y embestidas. El suelo temblaba bajo el peso de su enfrentamiento, los rugidos y relinchos llenando el aire con una cacofonía de furia y dolor. La sangre salpicaba el aire con cada impacto, creando una escena de carnicería y destrucción.

El destino de ambos guerreros pendía de un hilo, cada movimiento crucial en determinar quién sería el vencedor y quién sería el caído. En medio del caos y la destrucción, solo uno de ellos emergería como el vencedor absoluto, en ese campo de batalla donde solo los más fuertes y los más despiadados prevalecerán. Cada uno de sus movimientos estaba imbuido con una rabia demoníaca que no se rendiría ante nada salvo la muerte misma.

Los golpes resonaban en el aire, y la tierra temblaba bajo el peso de su enfrentamiento. Vraken, montado en Muerteblanca, aprovechaba la fuerza y la velocidad de su corcel para atacar con ferocidad, mientras que Drahkor, sobre su mantícora, se movía con la gracia de una bestia depredadora, buscando siempre el punto débil de su enemigo. El choque de sus armas llenaba el campo de batalla con chispas de sus espadas, cada golpe llevando consigo la promesa de marcar la victoria o la derrota de toda la batalla.

Vraken dirigía a Muerteblanca con una mano firme, haciendo que el semental se moviera con agilidad y potencia. Con cada carga, Vraken lanzaba estocadas y tajos, buscando romper la defensa de Drahkor. Cada embestida del semental era un alarde de fuerza bruta, una tormenta de pezuñas y acero. Muerteblanca relinchaba y bufaba, sus ojos salvajes brillando con una furia bestial.

Drahkor, por su parte, se movía con una agilidad sorprendente sobre su mantícora. La bestia rugía y lanzaba zarpazos, sus alas batiendo el aire con fuerza. Drahkor se inclinaba y giraba, esquivando los ataques de Vraken con una gracia letal. Su espada se movía como un relámpago oscuro, buscando cualquier abertura en la defensa de Vraken. Cada movimiento era calculado, cada ataque una danza mortal de precisión y furia.

La batalla se transformó en una vorágine de violencia pura, un duelo de titanes donde la victoria solo llegaría al más fuerte y despiadado. La sangre empapaba el suelo, los cuerpos caían en torno a ellos, y el clamor de la batalla alcanzaba un crescendo de destrucción y muerte. En medio de todo esto, Vraken y Drahkor seguían luchando, cada uno decidido a ser el que emergería como el vencedor absoluto en ese campo de batalla infernal.

Con un grito que impulsaba su fuerza, Vraken lanzó varias estocadas que fueron paradas por Drahkor, quien casi logró cortar una parte del yelmo de Vraken. Pero en un movimiento inesperado, Vraken aprovechó la oportunidad y lanzó un golpe con su puño, desorientando al elfo oscuro. Esta desorientación fue suficiente para que Vraken, con una precisión mortal, hundiera su espada en el pecho de Drahkor, atravesando su armadura y perforando su corazón.

El elfo oscuro soltó un rugido de agonía mientras caía de su montura, su cuerpo golpeando el suelo con un estruendo sordo. Su campo de batalla se llenó de un silencio ominoso, roto solo por el sonido distante de otros combates y el susurro del viento entre los cadáveres. Vraken, respirando pesadamente, miró el cuerpo inerte de su enemigo caído. Su yelmo ocultaba una sonrisa siniestra que curvaba sus labios. La victoria era suya, pero sabía que la batalla aún no había terminado.

Los elfos oscuros, viendo a su líder caer, intentaron abalanzarse contra Vraken con una furia desesperada, pero sus hombres, leales y valientes, formaron un muro protector a su alrededor, repeliendo a los atacantes. En medio de este frenesí, Muerteblanca, el semental blanco, se alzó sobre sus patas traseras, y con una poderosa patada, atravesó el cráneo de la mantícora de Drahkor, que estaba aturdida por la muerte de su amo. La bestia cayó muerta al instante, su cuerpo enorme desplomándose con un golpe sordo.

Vraken, rápido y letal, se recompuso y con su espada partió a la mitad a los elfos oscuros que lograron evadir a sus hombres. Su espada cortaba el aire con un silbido mortal, segando vidas con cada golpe. La sangre salpicaba en todas direcciones, mezclándose con el polvo y el sudor en el aire. Los elfos oscuros caían ante su furia, sus cuerpos destrozados y su moral hecha añicos.

La vista era un paisaje de carnicería y caos. Cadáveres de elfos oscuros yacían desmembrados, sus cuerpos inertes formando un macabro manto sobre el suelo ensangrentado. Vraken, con su yelmo cubierto de sangre y su armadura marcada por la batalla, se erguía como un coloso de muerte y destrucción. Sus hombres, alentados por la victoria de su señor, luchaban con renovada fuerza, empujando a los elfos oscuros hacia la retirada.

El viento susurraba entre los cadáveres, llevando consigo el eco de los gritos y los lamentos de los caídos. En medio de este infierno, Vraken se mantuvo firme, su mirada fija en el horizonte, sabiendo que aunque esta batalla estaba ganada, la guerra aún no había terminado. Pero en ese momento, en ese campo de muerte y gloria, Vraken Ironwind, el Terrible, era indiscutiblemente el vencedor.

Después de acabar de masacrar a los elfos oscuros sobrevivientes, ordené que le cortaran la cabeza a Drahkor. La cabeza del elfo caído fue separada de su cuerpo con un golpe limpio, y su expresión congelada en una mueca de dolor y sorpresa.

—¿Cuántos siguen con vida?—. Pregunté al jinete que estaba a mi lado, si mal no recordaba, se llamaba Angus.

—Tres mil quinientos doce, mi señor—. Respondió la gruesa voz del hombre.

—¿Y los que están masacrando a los otros elfos?—. Dije, observando cómo los jinetes norteños y caballeros habían rodeado y estaban exterminando a los jinetes elfos restantes.

—Bien, forma a los hombres, iremos al campo principal—. Ordené, y el hombre asintió sin decir palabra.

—¡¿Alguno aún tiene alguno de mis estandartes?!—. Grité, buscando entre los jinetes.

Uno de los jinetes se acercó con su larga alabarda. Su estandarte estaba manchado de sangre, pero aún se podía distinguir el enorme lobo rojo oscuro en un campo gris opaco, rodeado de espadas negras y con runas de un rojo oscuro en los bordes.

—Bien, tú cabalgarás a mi lado, que el estandarte esté en alto en todo momento—. Le dije al jinete, que asintió en respuesta, con el estandarte ondeando a su lado.

—¡Wolfrar! ¡¿Estás aquí?!—. Llamé a mi guerrero más imponente.

De entre los jinetes emergió un hombre enorme, de dos metros y veinte centímetros, con su armadura empapada de sangre y la barda de su caballo destrozada y bañada del mismo líquido carmesí. Su figura era un testamento de la brutalidad del combate que acababa de librarse. Se acercó con su enorme maza completamente ensangrentada y llena de pedazos de huesos.

—Mi señor—. La voz del gran hombre norteño era grave y ronca, resonando con autoridad.

Le entregué una lanza y la cabeza de Drahkor.

—Empala la cabeza y cabalga a mi lado. Di que Drahkor, El Azote de las Sombras y tercer general del ejército elfo, ha muerto por mis manos—. Había llamado a Wolfrar porque su voz resonaba como un trueno, una de las pocas voces capaces de ser escuchadas durante el caótico campo de batalla.

Wolfrar asintió, su figura imponente se alzó sobre su caballo, la cabeza de Drahkor clavada en una lanza que se alzaba sobre su hombro. La vista de la cabeza decapitada del líder enemigo sería un símbolo de nuestra victoria y una herramienta de terror para nuestros enemigos.

Con pasos pesados y cansados, mis jinetes se prepararon junto a su señor para liderar la comitiva que anunciaría nuestra victoria. Nos movimos en formación, el estandarte con el lobo rojo oscuro ondeando en alto, seguido por la lanza con la cabeza de Drahkor. Esta visión infundiría fuerza a nuestros aliados y sembraría el terror entre los elfos, reafirmando mi supremacía en el campo de batalla.

A medida que cabalgábamos hacia el campo principal, la atmósfera estaba cargada de tensión y expectativa. La sangre y los cuerpos de los caídos cubrían el terreno, y el aire estaba impregnado del hedor de la muerte. Mis hombres, a pesar del cansancio, mantenían la cabeza en alto, sus miradas llenas de determinación y orgullo.

—¡¡¡Hombres del norte!!! ¡¡¡Hombres del sur!!! ¡¡¡Escuchadme y temblad ante la grandeza del señor de Zokya, Vraken Ironwind El Terrible!!! ¡¡¡Hemos hecho pedazos a los fieros elfos oscuros!!! ¡¡¡Vraken Ironwind ha aniquilado y decapitado al más fiero de sus generales, Drahkor, El Azote de las Sombras!!! ¡¡¡Con nuestras manos, hemos traído la muerte a aquellos que osaron desafiar nuestra supremacía en este campo de batalla!!!—. Las palabras de Wolfrar resonaron en el aire, cargadas de autoridad y poderío. Los norteños y sureños respondieron con un estruendoso rugido, sus gritos llenando el cielo mientras intensificaban la masacre de los jinetes elfos atrapados en la formación que él había ideado.

Vraken, montado en Muerteblanca, observaba con satisfacción mientras sus hombres y él se dirigían al campo principal. Con la cabeza de Drahkor como trofeo y la voz de Wolfrar como su heraldo, sabía que había sembrado el terror entre los elfos y les había pisoteado la moral. Cuando llegaron al campo principal, fueron recibidos por el rugido de miles de hombres de infantería, arqueros y ballesteros masacrando elfos, una masacre que se intensificó cuando Wolfrar hizo resonar su victoria. Mientras tanto, la caballería norteña y sureña, que incluía al rey y a una parte de su guardia real, estaba en un encarnizado combate contra la guardia de Lirion en su cuartel general.

A medida que se adentraban más en el campo principal, rodeado por sus hombres y Wolfrar, cuya voz retumbaba como un trueno en el aire, Vraken emanaba un aura de supremacía y poderío indiscutible. La sangre y la destrucción que había dejado atrás eran testimonio de la fuerza imparable de los hombres del norte bajo su mando. Las cabezas de los elfos oscuros adornaban las lanzas y alabardas de los jinetes, mientras el suelo que pisaban estaba empapado con el líquido carmesí de ambas razas.

La voz de Wolfrar, resonante y autoritaria, se elevaba sobre el estruendo de la batalla, proclamando la grandeza y la ferocidad de su señor. Sus palabras encendían el corazón de los guerreros, infundiendo en ellos un fervor insaciable por la victoria y el poder. Al llegar al epicentro de la encarnizada pelea entre la caballería y la guardia de Lirion, el anuncio de la muerte de Drahkor fue como desatar la última chispa que la caballería norteña y sureña necesitaba. La noticia de la caída del Azote de las Sombras inundó a los combatientes de un vigor renovado, dándoles un último impulso.

Los guerreros del norte y del sur rugieron con fuerza renovada, sus gritos llenando el aire con el sonido de la victoria. El impacto de la noticia se reflejaba en los ojos de los elfos, cuya moral se derrumbaba ante la realidad de la derrota inminente. La guardia de Lirion, ya mermada y desmotivada, cedió ante la embestida final de los jinetes.

El clamor de la batalla se tornó en un estruendo de victoria. Las cabezas de los enemigos caídos adornaban las lanzas y estandartes, mientras la sangre de los caídos empapaba el suelo. Muerteblanca relinchaba con furia, sus ojos reflejando el ardor de la batalla. Vraken, con la cabeza de Drahkor alzada en la lanza a su lado, levantó su espada ensangrentada al cielo.

—¡Hoy es un día de gloria! ¡Hoy es el día en que los elfos oscuros cayeron ante la furia de los hombres de Zokya! ¡Hoy es el día en que demostramos nuestra supremacía!—.

El campo de batalla resonó con el estruendo de los cuernos y trompetas que anunciaban la victoria. El aire estaba cargado con el eco de los gritos de júbilo y los lamentos de los vencidos. La caballería norteña y sureña, liderada por su formidable líder y sus valientes capitanes, se alzaba triunfante sobre el campo de batalla, bañada en la sangre de sus enemigos y envuelta en la gloria de la victoria.

Vraken, con el yelmo manchado de sangre y una mirada de acero, sabía que esta victoria no solo había asegurado su dominio sobre el campo de batalla, sino que también había enviado un mensaje claro a todos los que osaran desafiar su poder. La cabeza de Drahkor, empalada y exhibida como un trofeo, sería un símbolo de su victoria y un recordatorio de la implacable fuerza de los hombres de Zokya.