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El Hijo de Dios

¿Qué pasa cuando uno muere? Es una pregunta qué ha estado en mente de todos desde el inicio de los tiempos, pero la verdadera pregunta es: si lo supieras ¿Guardarías el secreto? ¿Lealtad y honor? ¿Amor a la patria? Hay muchas razones para pelear en una guerra, pero son pocas las verdaderas para entregar la vida. Esta es la historia del joven Gustavo Montes, un soldado del ejército Mexicano, que por querer tener una vida digna, para él y su familia, murió asesinado en batalla. Pero por fortuna o desgracia, viajó a otro mundo, uno lleno de criaturas misteriosas, magia y aventura. ¿Qué le deparará el destino?

JFL · Fantasía
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Viejos enemigos

Su confusión fue interrumpida por el pequeño cuerpo de su fallecido amigo postrado en la roca plana, que, al parecer, no tenía el estado que había pensado. Pudo sentir la vida en su cuerpo y escuchar el suave latir de su corazón.

—Por Dios Santo, Wityer, estás vivo. —Lo tomó en sus brazos, apretándolo contra su pecho como si no quisiera soltarlo nunca. Observó el cielo, cerrando los ojos—. Gracias, muchas gracias.

Al pasar el júbilo recordó la otra presencia en el lugar. Se sentó al lado de Ollin, y a los pocos segundos la poción que había estado buscando por fin se mostró. La destapó, dándole de beber en sorbos pequeños. Estuvo tentado a brindarle su energía pura para acelerar su sanación, pero la advertencia sobre la corrupción que poseía le impidió hacerlo.

—Mi señor —dijo Meriel al aparecer, junto con Xinia. Ambas mostrando la perceptible agitación en sus respiraciones.

Amaris y Primius tardaron unos segundos más, casi desmayándose por el esfuerzo impuesto.

—¿Qué ocurrió, mi señor?, ¿alguien lo atacó? —Llevó su mano a la empuñadura de su espada, sin quitar la vista de los alrededores.

—No lo creo —negó con la cabeza—, no hay rastros de vida —Repasó el área que anteriormente había observado—, salvo por las muestras.

—¿Qué piensa sobre aquel feroz rugido, mi señor?

—No lo sé —Observó a su pequeño amigo—, será mejor esperar por respuestas cuando despierte, mientras preparen las tiendas, aquí descansaremos.

—Como ordene, mi señor.

Amaris ordenó sus pensamientos luego de recuperar el aliento, pero la quietud la dominó al observar la gran sonrisa de su amado y el cariño con el que sujetaba al lobezno.

—Primius, recoge las ramas y haz fuego —ordenó Meriel—. Xinia, ayúdame a preparar el refugio.

—Como órdenes, pelirroja —sonrió con descaro, recibiendo una amenazante mirada de la fémina guerrera.

—Busca atención —dijo Xinia al ver desaparecer a su compañero.

—Busca una paliza —repuso, pero su atención fue retenida por el temblor continúo en las manos de la guerrera del hacha—. Yo también tengo miedo.

—No es miedo —dijo, resuelta, calmando el temblor por un instante—, es terror. Desde hace días no me encuentro bien, Meriel —susurró—. No duermo. —Le miró sin pretenciones falsas—. Hay criaturas oscuras que afectan mi mente y mi corazón. Estoy luchando una batalla que sé que no ganaré...

La pelirroja le pidió alejarse, preocupada porque su señor escuchase, evitando así colocar un problema más en su torre de problemas.

—¿Qué tipo de criaturas?

—Es solo una, y es terrorífica.

Meriel inspiró profundo, no había palabras para aliviar una mente torturada, pues si las tuviera, hace bastante que las hubiera ocupado consigo misma.

—Si aquello que te atormenta aparece, te ayudaré a matarla, compañera.

—Gracias, Meriel —sonrió—, aunque rezo porque eso nunca suceda.

—Muy sabia petición.

La última luz que arrojaba el atardecer se despedía en brevedad. El frío viento azotaba sin clemencia las gruesas pieles del refugio, y el aguanieve congelaba.

—Estoy empapado —dijo Primius tronando los dientes, y con cada centímetro de su piel temblando por las bajas temperaturas—, si continúa el enfado de Lorna moriremos congelados.

—Deberíamos sacrificarte —dijo Meriel, en el mismo estado que el expríncipe.

—Los sacrificados no van al salón de los héroes —Exhaló en sus manos, tratando de calentarlas—, sino con mucho gusto moriría por ti, pelirroja.

—Ja, no trates de hacerte el mártir, Primius, no es lo tuyo. De todos nosotros eres el más egoísta, quién correría para salvarse, dejándonos atrás.

—Disfruto nuestras conversaciones, pelirroja, pero, en esta única ocasión optaré por ignorarte, pues tengo congelada hasta la voz.

Gustavo mantenía las altas llamas flotando en su mano, temblaba, su cuerpo no estaba hecho para este tipo de clima.

—En mi vida había sentido tanto frío —inspiró en pausas, observando el cuerpo del pequeño lobo en el regazo de la maga—. ¿Cree que le afecte?

—Son criaturas de frío, Gustavo —respondió con una sonrisa difícil de ejecutar por la insensibilidad de sus mejillas—, su pelaje los protege.

—Xinia, abrázame —solicitó el expríncipe—, recuerdo algo sobre juntar los cuerpos para reunir calor.

—No le hagas caso, compañera, este arrogante solo es un oportunista —aconsejó Meriel.

—No me importaría —dijo Xinia, acercándose a Primius—. ¿Te abrazo, o me abrazas?

El exregio quedó momentáneamente sorprendido, pero el frío le consumía, y debía intentarlo, pues no mentía en recordar información relacionada.

Meriel tronó la boca, disgustada por la mala previsión de su compañera.

—Yo te abrazaré, pero debes desnudarte...

—Primius, no te sobrepases —advirtió Gustavo con mala cara.

—No es mi intención, señor, pero debemos compartir calor, y todos estamos empapados.

Xinia asintió, quitándose la ropa de manera despreocupada. Gustavo esquivó de su punto de visión los morenos pezones que apenas si logró percibir.

«Cielos, que mujer», pensó, pero la inquietud comenzó a devorarlo en cuanto observó la penetrante mirada de la maga.

Primius hizo lo propio con su ropa, manteniendo únicamente la tela blanca que cubría su hombría. Llevó sus brazos a la guerrera, que aceptó el cobijo con indiferencia.

—No miente —dijo Xinia al minuto transcurrido—, se siente bien.

—Le ofrezco mi cuerpo, mi señor —dijo Meriel con prontitud.

Gustavo se quedó de piedra al escucharla, y al ver sus honestos ojos solo pudo experimentar indecisión, pues sentía un frío del demonio, pero lo más importante, ella también. Cerró los ojos, rogando a Dios que le diera la respuesta correcta, una que fuera a la par con sus valores... Tuvo un mal sabor de boca al recordar algo relacionado con la dama junto a él.

«Por Dios, ¿qué hice? Soy un maldito estúpido».

Amaris aguardó por la respuesta con las cejas levantadas, y la furia brotando de sus ojos, parecía que el frío la había abandonado, y ahora la calentaba la ira.

—Discúlpame, Meriel —dijo apenado—. Quédense aquí —ordenó, endureciendo su expresión y cancelando las llamas de su mano.

Tomó la vaina del sable puesta en la hierba, saliendo del pequeño refugio de pieles.

—¿Qué ocurre, Gustavo?

—Quédate adentro —observó la cabeza de Amaris con frialdad al verle sobresalir de la entrada de pieles.

Se forzó a resistir la fuerte helada, que también le arrebataba la claridad de los alrededores, y por primera vez agradeció después de mucho tiempo tener la maldición de la muerte, pues aquellos que osaban con emboscarlo estaban marcados por Carnatk, y exudaban esa energía que hasta dormido podría identificar.

—¡Voy a matarlos! —gritó, desenvainando en un movimiento y arrojando la vaina al suelo— ¡Sean lo que sean!

La caída de aguanieve pareció detenerse en cuanto un individuo encapuchado se introdujo al territorio del claro. Logró apreciarlo, era un cadáver andante, delgado, con parte del rostro destrozado, y su pecho cubierto por un material parecido a las hojas. Llevaba un carcaj a la espada, junto con un arco. Observó aparecer a otro, luego a uno más...

—Ustedes no son humanos —se dijo, algo desconcertado—. ¡¿Qué son?!

Esquivó la flecha rápida, que nunca creyó pudiera atravesar la agresiva lluvia.

—No estoy de humor —les advirtió.

Volvió a esquivar un par. Su ojo derecho comenzó a titilar de negro, y solo bastó de dos segundos para perderse en el abismo al que ya pertenecía.

—Yo soy quien gobierna la muerte, esclavos irrespetuosos.

Su sable se camufló con llamas negras que no fueron influenciadas por el aguanieve.

La siguiente flecha en ser disparada fue la última de ese arquero, pues en cuanto se percató de su objetivo, ya estaba enfrente suyo.