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El Hijo de Dios

¿Qué pasa cuando uno muere? Es una pregunta qué ha estado en mente de todos desde el inicio de los tiempos, pero la verdadera pregunta es: si lo supieras ¿Guardarías el secreto? ¿Lealtad y honor? ¿Amor a la patria? Hay muchas razones para pelear en una guerra, pero son pocas las verdaderas para entregar la vida. Esta es la historia del joven Gustavo Montes, un soldado del ejército Mexicano, que por querer tener una vida digna, para él y su familia, murió asesinado en batalla. Pero por fortuna o desgracia, viajó a otro mundo, uno lleno de criaturas misteriosas, magia y aventura. ¿Qué le deparará el destino?

JFL · Fantasía
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Lo primordial

Habían cruzado el velo que separaba la realidad con la de un hechizo de apariencia ilusorio, pero que al explicarse resultó ser una dimensión separada, inestable, pero lo suficiente para mantenerlos a salvo.

Lucan retribuyó el favor a su salvador, respaldándolo en cuanto sus hermanos de raza quisieron rechazar su entrada al percatarse de la oscuridad que invadía sus ojos, pues les daba una impresión semejante a la del villano de quién se escondían. Rava, la Sacerdotisa, abogó por el joven humano, el interés por su raza y las historias que podría contar le cegaron en esos momentos.

Le fue permitido el ingreso, al igual que a sus compañeros, quienes no habían avanzando hasta ver que su señor lo hacía.

La pequeña villa gozaba únicamente de un par de refugios que la naturaleza brindaba de forma natural, con el invierno desaparecido de sus tierras verdes.

Alrededor de un monolito sin forma se congregaban la mayor parte de los residentes temporales. Entre ellos, destacaba una especie peculiar que le desconcertaba a primera vista, pero, a medida que su atención se enfocaba en ella, se volvía indescriptiblemente maravillosa. Tenían una silueta humanoide de tamaño diminuto, comparable a la palma de un adulto, con tres pares de alas traslúcidas a sus espaldas que reflejaban los exóticos colores de la luz artificial del extraño paraje. Su piel era pálida como la leche.

Una de estas criaturas se acercó a él y, entre maravillado y desconcertado, tragó saliva. Esta enigmática figura tenía el cabello verde y un rostro que recordaba vagamente al de los ber'har, aunque no se asemejaba en absoluto. Carecían de dientes y poseían unos enormes ojos de colores del arco iris, deslumbrantes y llenos de una sabiduría ancestral, que reflejaban la pureza y la conexión espiritual con la naturaleza. Vestía un hermoso traje de hojas diminutas que ondeaba sin ser afectado por el viento. El joven, embelesado, extendió involuntariamente su mano en un gesto de invitación, deseando que aquella criatura descansara en su palma. Sin embargo, su acción no fue bien recibida por los desconocidos, quienes rápidamente se levantaron.

La diminuta criatura se quedó momentáneamente desconcertada, pero, al perderse en sus profundos ojos color marrón, no encontró nada más que calma. El silencioso aleteo de sus alas cesó cuando se dejó caer como una hoja en el viento, posándose sobre la mano del humano. Sus alas desaparecieron, dejando la ilusión de nunca haber existido.

—Me llamo Gustavo Montes —dijo en el idioma de los ber'har, con su característica voz humana.

—Alalina —respondió, su voz aterciopelada y etérea parecía llegar directamente a sus oídos como el susurro de un amante, acariciando sus sentidos hasta dejarlo estremecido. No habían palabras suficientes para describir lo experimentado—, le recibo en este, más espero no sea el único refugio de nuestras razas.

Acercó su mano lentamente, era incapaz de tratar con dureza tan bello regalo de la naturaleza.

—Le agradezco nos permita compartir su refugio —dijo, aunque su corazón deseaba decir algo más... una promesa que no había olvidado, una profecía que debía cumplirse, pero se abstuvo, lo primordial era su amigo, o eso se decía.

«Primero está Wityer». Reforzó el pensamiento, necesario para un corazón noble que estaba acostumbrado a tenderle la mano al desvalido.

Alalina notó lo profundo de sus emociones, sentimientos que nunca había logrado experimentar, ni ahora, cuando la extinción de su raza y razas hermanas pendía de un hilo.

—¿Me permite hablar con el humano, Matrina (hija de la madre)? —dijo Rava con sumo respeto.

Los ojos de Alalina se volvieron a la sacerdotisa sin hábito, sus ojos resplandecieron de dorado, al tiempo que desplegaba sus alas para volver al aire.

—Estoy interesada en ti, Gurusbo —dijo al retirarse al monolito, donde sus hermanas de raza y demás gente descansaba.

—Le he ofendido —dijo la Sacerdotisa con una sonrisa tenue, parecía no estar afectada por su acción.

Gustavo mantuvo su expresión impavida, la ansia por preguntar sobre el paradero de aquellos lobos le consumían el alma, pero quería hacerlo con sobriedad, sin que se notase su urgencia, pues por la charla con Lucan sabía que los lobos eran seres sagrados, probablemente igual que Wityer, por lo que no quería ganarse nuevos enemigos al ser malinterpretado.

—¿Prefiere un sitio privado? —Gustavo asintió—. Sígueme.

El joven acató la orden sin vacilar. Rava, con un gesto rápido de sus dedos, desató un relámpago blanco que los envolvió, transportándolos a la cima de un majestuoso árbol. Allí, tablas formaban una plataforma firme mientras las ramas del imponente gigante de madera ejercían de techo y paredes. El resplandor del falso sol se filtraba sin obstáculos, iluminando el escenario.

Gustavo se despojó del abrigo con la misma ansiedad con la que lo hubiese hecho un niño al correr hacia su madre luego de una pesadilla. La pesada túnica, que había sido su fiel compañía en este viaje tumultuoso, cayó al suelo con un suspiro resignado, liberando su cuerpo de su opresión. Los guantes de piel, testigos de innumerables ocasiones en las que había tenido que ocultar su verdadera naturaleza, se deslizaron lentamente por sus manos, revelando su piel morena. Los guardó en su bolsa de cuero, quedándose únicamente con una camisa color hueso y un pantalón café, ambas prendas apestaban a perro mojado.

—No pareces sorprendido. —Le miró, y Gustavo no sabía porque, pero tenía la sensación que estaba en presencia de una jovenzuela traviesa.

—En el pasado tuve un encuentro parecido —respondió con sinceridad, mientras su nariz notaba el disonante olor de su cuerpo. Bajó la mirada, avergonzado, sin saber cuánto tiempo había tenido ese aroma—. ¿Hay un lago, un río, o un lugar con agua que pueda ocupar para lavarme?

—Lo hay —asintió—, pero me gustaría conversar contigo antes de quitar la suciedad de tu cuerpo.

Gustavo estuvo renuente con la petición, ya estaba incómodo, y entre más tiempo pasará con esa sensación, menos a gusto estaría, pero aceptó, era más importantes su amigo, y tampoco parecía que la mujer estaría dispuesta a escuchar su negativa.

—También me gustaría hablar con usted.