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El Hijo de Dios

¿Qué pasa cuando uno muere? Es una pregunta qué ha estado en mente de todos desde el inicio de los tiempos, pero la verdadera pregunta es: si lo supieras ¿Guardarías el secreto? ¿Lealtad y honor? ¿Amor a la patria? Hay muchas razones para pelear en una guerra, pero son pocas las verdaderas para entregar la vida. Esta es la historia del joven Gustavo Montes, un soldado del ejército Mexicano, que por querer tener una vida digna, para él y su familia, murió asesinado en batalla. Pero por fortuna o desgracia, viajó a otro mundo, uno lleno de criaturas misteriosas, magia y aventura. ¿Qué le deparará el destino?

JFL · Fantasía
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El sonriente

Mantuvo una expresión estoica ante la acusación, pero su mente rápidamente proceso la intriga, teniendo dudas sobre la verdadera razón por la que el soberano de un reino al que acababa de salvar comenzaba una persecución en su contra.

—Nuestros agentes nos han informado que va en compañía de tres sirvientes: dos mujeres y un hombre. —Se quedó mirando por un breve instante al joven frente al pilar, que le mantuvo la mirada, pero su interés se perdió tan pronto como apareció—. Si se sabe de su paradero, tienen la obligación de informarlo a un servidor del trono. —Guardó el pergamino, solo para desenvolver uno similar al anterior, solo que con una diferencia en su contenido—. Recuerden la cara de ese bastardo.

Gustavo frunció el ceño al ver tan horrible dibujo, si bien no era un conocedor del buen arte como lo era la pintura, al menos en su tiempo en México había visto obras más decentes en la hacienda del padre de Monserrat que la que ahora le presentaban, y teniendo como cuestión que eso trataba de representarlo a él, volvía más desagradable la situación. Solo eran rayones sin sentido formando un rostro, ni siquiera uno reconocible.

—Lo he visto.

Se volteó de inmediato al ver al somnoliento hombre sentado a su derecha, que parecía estar enredado en un profundo sueño despierto. El soldado de mirada severa guardó silencio al escuchar tal afirmación, siendo forzado a verle, para luego apremiarle a hablar con un ademán de mano.

—Sí, lo vi antes de la lluvia, vestía de negro y en sus ojos se podía ver la maldad ¡Por los dioses! —Tocó su pecho en ceremonia, el miedo en sus ojos era real, al menos eso intuía Gustavo al ver qué le miraba—. Una bestia, una criatura del abismo es lo que es. No me atreví a interponerme en su camino, pues llevaba consigo la muerte... Soy un cobarde ¡Un cobarde! Desgracia de los hombres y los puros...

—¿Qué dirección tomó? —interrumpió uno de los soldados con una sonrisa ansiosa, deseoso por dar caza al hombre y obtener así la recompensa.

—¿Lo acompañaban sus sirvientes? —intervino el superior, dudando un poco sobre la veracidad del relato.

—Solo uno —Su voz se quebró, y por alguna extraña razón la gelidez que solo pertenecía a la madrugada rozó las espaldas de todos—, pero no estaba ni vivo ni muerto...

Gustavo siguió observando al borracho, preparado para el momento en que decidiera apuntarle con su dedo.

—¿Ni vivo ni muerto? —repitió, pero al verle eructar, su entrecejo se endureció tanto que daba la apariencia que entre sus pliegues podía partir fácilmente una roca—. ¡Vete al abismo, maldito gordo! ¿Qué mierda significa que no estaba ni vivo ni muerto?

—Fue lo que vi —dijo, recobrando el control de sus emociones. Sujetó el tarro de madera, acabándose su contenido—, usted, señor, decide si creerme o no. —Se colocó de pie, tambaleante.

—Bien, borracho, digamos que te creo... entonces, dinos ¿Qué rumbo escogió?

—Al norte, muy al norte, ahí lo encontrarás —dijo, solemne—... El peligro aguarda, la muerte espía, duden, duden, solo así llegarán al final —musitó, aunque en un tono no demasiado bajo.

—¿Al norte? ¿Qué hay en esa dirección que le pueda interesar? —Se cuestionó con duda, ignorando los siguientes desvaríos del borracho y panzón individuo.

—La ciudad de Lour, señor —dijo el soldado de expresión ansiosa—, tal vez esté planeando encontrarse con los enemigos.

El superior de la cuadrilla observó a la nada, en conflicto con sus propias ideas.

—Jura ante los Grandes que lo has visto —apremió.

—¿Jurar? —Hipó, tragándose el vómito que se había estacionado en su garganta—. Claro, claro. —Posó su mano derecha sobre su pecho, y con una mirada tambaleante observó a los soldados de túnica negra—. Lo juro.

—¿Qué mierda fue ese juramento? —Frunció el ceño, pero al ver el mal estado de la otra parte, prefirió no proseguir.

Se sostuvo del pilar, al tiempo que se apoyaba del hombro izquierdo del aventurero apodado Gus al rodearle para pasar.

—Cuidado, señor —dijo, ayudándole a mantenerse.

El techo compuesto de paja y arcilla no logró sostener mucho más la fuerza del torrencial, provocando la caída de una pequeña fuente de agua sobre la mesa donde anteriormente había estado el borracho, robando así la atención de todos los presentes, salvo la del antes mencionado y el joven de mirada solemne.

—Gracias, chico —asintió, logrando recobrar el equilibrio en sus siguientes pasos a la salida.

Dirigió su mirada al suelo al vislumbrar de reojo un objeto amorfo y opaco. Lo levantó, y al observarlo con detenimiento, una seductora atracción le obligó a mirar la entrada del establecimiento, solo para ver la sonrisa del borracho antes de salir y desaparecer tras la fuerte tormenta.

—Maldito loco —dijo uno de los soldados.

—¿Qué hacemos, señor? Si lo que dijo el borracho es verdad, el aventurero Gus lleva al menos medio día de ventaja.

—Lo alcanzaremos, de eso no hay duda —dijo, resuelto—. Conozco estos parajes mejor que nadie, y dudo mucho que no se haya refugiado de la tormenta. Puede que nos haya sacado ventaja, pero tan pronto como aminore la lluvia, saldremos en su persecución.

—Sí, señor.

Gustavo guardó el objeto amorfo en su bolsa de almacenamiento, se levantó con premura y discreción, dirigiéndose a la entrada con la cortina de tela roja, para inmediatamente cruzarla. No era largo el pasillo, cuatro o cinco habitaciones pequeñas por lado, pero por lo cuestionable que se estaba produciendo en cada una de ellas, cada paso que daba le resultaba eterno.

«Lo puedo soportar», pensó, bloqueando su oído para evitar ser mancillado por los fuertes gemidos de los alrededores.

—Eres tú.

Continuó caminando, incluso después de escuchar aquella declaración. Su corazón que, aunque acostumbrado a los más adversos incidentes, no logró evitar acelerarse.

—Creía que eras alguien educado —suspiró.

—Lo soy. —Se volvió a aquella voz, erguido y con una expresión ofendida, solo para encontrarse con la mirada de la moza que hace poco había "salvado"—. ¿Podría? —dijo con seriedad y con la mirada apuntando únicamente a sus ojos.

—¿Podría?

La muchacha bajó la mirada a sus senos, libres como los conejos en las praderas, para inmediatamente soltar una pequeña y encantadora risita, tomando la decisión de acercarse al joven de mirada impasible, con movimientos seductores de sus anchas y juguetonas caderas. Gustavo continuó mirando sus ojos, como si estuviera temeroso a perder la vida si se atreviera a desviar su atención a otro lado. Se mantuvo firme, como una asta, y con el temperamento ganado luego de morir en una guerra; estar atrapado durante ochenta años en el salón del dios del Tiempo; ganarse la buena voluntad de la muerte al ser tentando constantemente, y por último, pero no menos importante, luchar a muerte contra criaturas inimaginablemente poderosas observó a la muchacha.

—¿Algo que desee comentarme? —Interceptó su mano, que iba directo a tocarle el pecho.

—Tal vez —Levantó la vista, se lamió los labios y sonrió—, Tal vez...

Gustavo tragó saliva, sintiendo un extraño peligro provenir de la muchacha.

—Me despido. —Bajó la cabeza con respeto y premura, dando media vuelta, para ser detenido por la otra parte con extrema rapidez.

—La tormenta no terminará pronto —Se colocó a su lado, tentando el músculo debajo de su ropa, sin saber que estaba tocando carne putrefacta y corroída por la muerte—, tal vez deba pasar la noche dentro de este lugar, y no habrá mejor sitio que mi cama. Por lo que, le propongo compartirla a un precio razonable. Una...

—No estoy interesado —interrumpió, tajante—, y me disculpo, pero debo irme. Por favor, suelte mi túnica.

Comenzó a caminar al sentir la libertad del agarre, suspirando para sus adentros.

—Soy la mejor de este tugurio ¡La mejor! —afirmó, con un tono lastimero, y una pequeña mueca de derrota.

Guardó silencio, con el corazón en su límite.

«No vi nada, no vi nada», declaró con fervor al ser poseído por la culpa, una culpa que sentía muy merecida.

Llegó al final del pasillo, interrumpiendo sus pensamientos al notar la capa con capucha del expríncipe tirada en el suelo, se acercó, pero al ver la acalorada situación, rápidamente desvío la mirada.

—Primius... ¡Primius!

La muchacha con las piernas alzadas, y debajo del delgado cuerpo del expríncipe levantó la cabeza, observando con curiosidad la media silueta del individuo de fuera.

—Termino y voy contigo cariño... Ah... más despacio...

—¡Primius, por el amor de Dios! —Frunció el ceño, intranquilo ante la oferta anterior.

El expríncipe recuperó la lucidez en su salvaje y depravada mirada, haciendo que sus bruscos e intensos movimientos de cadera aminoraran. Cargó a la dama, sentándose sobre la cama de paja con ella en sus piernas.

—¡Oh, mierda! —dijo al ver la media silueta de su señor—. Señor, avise que está aquí.

Gustavo maldijo en su interior, sintiendo unas fuertes ganas por destrozar la sinvergüenza expresión de su nuevo compañero/subordinado.

—¿Señor? —preguntó la dama luego de gemir—. Cariño —Se volvió al guapo y sudoroso hombre—, no puedo con dos... Ah... aunque si me das otra pieza plateada... Ah... podría considerarlo...

—Señor, me disculpo, pero no tengo mucho interés en que se nos una. —Le sonrió con pena, aunque sabía que la otra parte no le miraba.

—Jovencita, te daré una moneda dorada si te detienes ahora mismo —dijo al recuperar la compostura.

La muchacha casi saltó del abrazo del expríncipe, y con una rapidez inhumana se dirigió al joven en el umbral.

—Señor —sonrió, con las gotas de sudor resbalando por sus sonrojadas mejillas.

—Toma. —Dejó caer la moneda dorada sobre sus callosas manos—. Vístete y ve a descansar a otro lado.

—Sí, mi señor. —Se apresuró a colocarse el vestido, mientras observaba con una sonrisa coqueta al expríncipe, que le miraba con cierto enojo.

—Tú también vístete —le ordenó, volviendo su atención a su compañero.

—Al menos me hubiera dejado terminar —dijo, desanimado—, además, ¿por qué la prisa? Dudo que extrañe mi compañía. —Se colocó los pantalones.

—Apresúrate, Primius. —Le arrojó la capa—. Ya habrá momentos para divertirte, pero ahora debemos salir de aquí.

—¿Por qué? —Abrochó el cinto en su cintura, acomodando su pantalón de cuero—. Creía que aquí pasaríamos la noche... Entiendo que huela a mierda —Se puso los zapatos—, que las mujerzuelas no sean tan atractivas, pero creo yo que es preferible a estar allá afuera bajo el ataque incesante de Lorna.

—Termina de vestirte, Primius, no tenemos tiempo que perder.

El expríncipe tronó la boca con disgusto, pero obedeció, colocándose al lado de su señor al culminar la encomienda.

—Los hombres de tu hermano me buscan —le dijo con tono calmo.

—¿Los hombres de mi hermano te buscan? ¿Por qué razón lo harían?

—Porque te asesine —respondió—, o al menos eso creen.

El regio individuo guardó silencio por un largo rato, sintiendo como brotaba una inmensa y pesada cólera saliente desde el fondo de su corazón, misma que le impidió controlar la densa y fúnebre intención de muerte.

—Ahora mismo hay un escuadrón de cuatro esperando detrás de esa puerta de tela. —Le tocó el hombro, ayudándole a sellar la intención—. Dudo que puedan reconocerme, pero contigo es otra historia. Y si lo hacen, tu plan infalible de hacerte el muerto será destruido en un segundo.

—Matemoslos...

—Piensa antes de abrir la boca, por favor —aconsejó con mala cara—. Matarlos solo empeorará la situación, sin decir que no estoy dispuesto a asesinar a nadie.

—Tiene razón, señor —dijo al profundizar en las consecuencias inmediatas y venideras si en realidad asesinaban a los hombres del rey—, lo que he dicho es una estupidez. Todavía están aquí los hombres de los Ronsi, y sin duda intervendrán si hacemos un movimiento.

—No haremos ningún movimiento contra ellos. Saldremos, iremos a por nuestros caballos y nos encontraremos con Meriel y compañía en la posada ¿Entendido?

—A sus órdenes, señor —sonrió, llevando con prontitud la capucha a su rostro al notar la tela roja de la entrada hacerse a un lado.

—Le pedí que descansará, no que encontrará otro cliente —dijo al ver a la muchacha de piel blancuzca adentrarse al pasillo, con una sonrisa en su rostro, pero para su sorpresa, quién entró no fue un cliente, sino el encargado, que tan pronto como lo observó, una sonrisa se dibujó en su rostro.

—Señor —saludó, deteniéndose a un paso de distancia.

Gustavo le urgió a callarse al notar al no tan sorpresivo invitado.

—Primius.

El expríncipe asintió, siguiendo con la cabeza gacha al joven de mirada solemne.

El encargado frunció el ceño, dudando si debía detenerlos, solo para desistir al final al escuchar sus instintos de tabernero.

Gustavo se irguió al pasar al lado del capitán de sus perseguidores, saludando con un asentimiento de cabeza que no fue correspondido, pues el interés del individuo estaba colocado en el joven que le acompañaba.

—¡Alto ahí! —ordenó al verles cruzar el umbral.

Gustavo se detuvo, volteando y con un sutil movimiento sujeto el brazo de Primius, que ya lo había llevado a la empuñadura de su cuchillo.

—¿Podría preguntar de dónde provienen?

No se acercó, pero sus jóvenes subordinados si lo hicieron, con calma y de forma imperceptible.

—Del sur —respondió Gustavo—. Muy al sur.

—¿Son aventureros?

—No, somos exploradores de mazmorras.

—Vaya, tenía tiempo que no me encontraba con uno ¿Qué rango tienes, muchacho?

—Cuatro estrellas.

—Un joven diestro —asintió— ¿Y tú?

—Lo mismo —respondió Primius.

—Al menos ten un poco de respeto y quítate la capucha cuando te dirijas a un soldado de Su Majestad.

Primius apretó los dientes, los puños y el entrecejo.

—Si me quitó la capucha tendría que matarlos a todos —musitó.

—Te detendría —respondió Gustavo.

—Eso pensé...

—Escuchaste hombre, quítate la capucha —dijo un soldado cercano, con una sonrisa ufana.

Gustavo comenzó a toser sin control, sus piernas temblaron, con la advertencia de no poder sostenerlo, teniendo que apoyarse en su compañero.

Los soldados cercanos fruncieron el ceño al ver al frágil muchacho, con la duda en sus ojos sobre su actuar posterior.

—¡JE, JE, JE, JE, JE, JA, JA, JA, JA, JA!

Una espeluznante y lúgubre risa envolvió el lugar, consumiendo la poca luz de los alrededores. El frescor del viento se transformó con rapidez en la gelidez del abismo, con una poderosa intención de muerte provenir de cada rincón de la taberna.

«No mates a nadie», ordenó mentalmente.