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80. Hileane Vs. Marcha Sangrienta

—Ya me tiene harto. Vamos, ahí está la perra de hielo —dijo uno y dos de ellos comenzaron a adelantarse—. Si la matamos nos darán una fortuna en monedas de plata y de oro a cada uno. Seremos ricos.

—Esa bruja. Ni siquiera le puedo ver la cara —comentó otro.

—Sí, la tiene tapada por un velo morado.

—Esperen. Algo anda mal —dijo Hercus, tratando de detenerlos al escucharlo. Aunque no había conversado mucho con ellos. Pero él era el líder de ese grupo.

Hercus podía ver con claridad el rostro de la reina. Sí, ese rostro tan precioso y fuera de este mundo. Además de esos ojos grises. Acaso, ¿era él único que podía ver la cara de ella?

—Nosotros no seguimos mandatos tuyos, ¿acaso solo quieres matarla y que te den la recompensa solo a ti? Así como lo has venido haciendo durante todos estos días que estuvimos en ese estúpido entrenamiento —espetó con brusquedad, desobedeciendo lo que le había dicho—. Ahí está la zorra y solo debemos…

Aquel no alcanzó a terminar la frase cuando un pincho de hielo emergió del suelo y lo empaló por debajo. El puro y blanco hielo se tornó de rojo cuando de forma lenta, la sangre empezó a bajar por él. Luego la helada aguja descendió hasta el suelo y desapareció, provocando que el cuerpo golpeara con brusquedad el piso, mientras un charco carmesí iniciaba su formación. Los dos, al verlo, abrieron sus parpados y temblaron de miedo. Tragaron saliva y se miraron para retroceder.

—No me gustan las vulgaridades y menos si son dichas por hombres groseros —dijo la reina Hileane de manera imperativa. Sus imponentes e inexpresivos ojos parecían traspasar los de Hercus—. Y de ninguna manera en mi propia sala del trono. Ellos han injuriado contra una soberana, y por eso recibieron su castigo.

Esa bruja de hielo, sin mover un solo músculo, había matado a tres miembros de la marcha en cuestión de segundos. Los leones permanecían de pie, al lado del trono, y las aves lideres en el espaldar de la silla, sin tener la intención de unirse a la pelea, por mandatos de su gran señora.

Ellos habían muerto por no haberlo escuchado cuando se los advirtió.

—Hoy y será el día en que te haga pagar por lo que hiciste —dijo él, con brusquedad.

Hercus extendió su brazo y la señaló con la punta del dedo índice. Este sería su último encuentro. En ese día, uno de los dos perecerá, pues no creía que hubiera más oportunidad, ni perdón.

—Es que no te has dado cuenta —dijo su majestad Hileane con altanería e ira, con su etérea voz refinada—. Tú te mueves, respiras, caminas y aún vives, es por mí, por la reina, tu reina. Si estás aquí, es porque yo así lo quise. En mi escasa gracia te he permitido seguir con vida. Lo menos que debes hacer es agradecerme y no guiar un grupo de asesinos contra mí.

La rabia y el enojo comenzaron a llenar a Hercus solo con escuchar esas arrogantes palabras. Sin mostrar ningún arrepentimiento. La vida de las personas no le importaba en lo más mínimo, y mucho menos el dolor que causaba la partida de un ser querido: Heris, Herick, Rue y Ron. En ese momento, cobraría venganza por lo que les había hecho, su muerte no quedaría impune.

—Ahora te mostraré mi gratitud... —dijo Hercus con desdén. Miró a sus lados a sus compañeros—. ¡Fórmense!

Así, todos se movieron al unísono mientras sacaban sus escudos y armas.

—Ya veo, si eso es lo que desean. Entonces, les otorgaré una muerte gélida.

Los leones rugieron con su potente voz y las aves de presas cantaron con su fantasmal ulular par anunciar el inicio de la contienda, siguiendo la declaración de su gran señora.

Los ojos de la reina Hileane fulguraron y se tornaron por completo de plateados, borrando su parte blanca y su pupila negra. Su cabello se movía en ondas. Deslizó su cetro por debajo de cintura.

Hercus observó cómo un pequeño rastro de escarcha brillaba en el piso, dirigiéndose hacia donde él estaba.

Hercus endureció el músculo del brazo con el que sostenía el escudo y sintió el brusco golpe del templado pincho de hielo, que lo impulsó hacia atrás debido a la vehemencia del impacto. Lis le entregó la lanza que había estado sosteniendo. Avanzó con su cuerpo encorvado, con la rodela delante, a la altura de su cara. Veía a través de una de las media lunas de su diseño, mientras llevaba la otra mano hacia atrás. En su diestra apretó la lanza y la arrojó contra ella con mucha fuerza y velocidad. Mas, esa soberana movió su mano izquierda de abajo hacia arriba y moldeó un muro helado.

—¡Ahora! —gritó Hercus.

Esa fue la señal para que todos acometieran hacia la monarca. Al momento que ella hacía eso, tampoco podía verlos, por lo que Hercus indicó que se desplegaran por los lados. Aquella sala era espaciosa y lo único que ocupaba lugar era la silla real que estaba en el fondo y las columnas.

Lis, Warren, Darlene, Godos y él continuaron por el frente, mientras que los otros se habían dividido en dos grupos de tres. Pero Hileane tenía algo guardado; en la parte de la pared que estaba a la altura de su rostro, lo había vuelto transparente y solo se veían sus ojos brillantes.

Hercus y su grupo se detuvieron de inmediato. No sabía si solo él lo había notado, pero en el suelo vio una especie de brillo gris en forma circular, parecido al de la mirada de la reina Hileane, y enseguida supo lo que era.

—¡Escudos hacia el piso y den un paso atrás!

Los pinchos aparecieron de nuevo. Pero esta vez, su mortal ataque se encontró con el resistente acero de la rodela de Hercus.

La mayoría de ellos lograron protegerse y se colocaron de nuevo a la defensiva, pero dos de los otros grupos cayeron al suelo empalados y sin vida al piso.

—Esta forma de atacar no es de una mujer enferma —comentó Warren, molesto y preocupado. O, una hechicera—. A este paso, vamos a terminar muertos y con un enorme agujero frío en nuestros cuerpos. Esa reina da miedo. Es una bruja.

—Guarda silencio —lo reprendió Darlene—. No es momento para esos comentarios y estoy segura de que Hercus ya tiene algo en mente.

—Apoyo lo que dice y creo que pronto utilizaremos lo que estuvimos entrenando —intervino Lis, un poco más calmada que los demás.

Hileane ya había desvanecido su muro, mientras los miraba con desprecio y altivez, con sus centelleantes ojos grises, desbordantes de magia.

—¿Eso es todo…? ¡Patético! Esperaba una mejor batalla...

—¡Inicien…! —ordenó Hercus.

Hercus ignoró su discurso y ubicaron en las posiciones que habían ensayado. Lis y él en la vanguardia, Godos en segunda fila, Warren en la siguiente y por último Darlene.

Ellos sacaron sus espadas y empezaron a correr en patrones cambiables, como el movimiento de zigzag de una serpiente del bosque, pero sin chocar. Ya estaban tan cerca, habían llegado en solo unos instantes. Se colocaron en postura para hacer una estocada hacia y ella volvió a alzar la pared de hielo. Justo lo que habían planeado, la punta de sus armas golpeó en el mismo lugar. Repitieron varias veces hasta que Hercus vio esa luz que se formaba en el suelo.

—¡Cambio! —gritó Hercus.

Esa era la señal para que se impulsaran hacia atrás, esquivando las puyas de hielo. Apoyaron sus manos en el suelo para hacer un giro completo y se apartaron hacia un lado.

Así, cuando los pinchos se disiparon, Godos ya había empezado a arremeter contra la pared. Bastó un solo golpe del robusto hombre con el arma de doble cara para que la pared comenzara a agrietarse debido a la brusquedad de la acometida y a las anteriores punzadas que habían hecho Lis y Hercus.

—¡Cambio! —dijo Godos, con su feroz y rasposa voz que llenó la sala.

Iniciaron de nuevo la carrera hacia Hileane y fingieron hacer un ataque, pero solo era una distracción y había funcionado. Warren ya estaba cerca de ella con ambas manos sobre su espada larga, hizo una áspera agresión contra la muralla helada.

—¡Cambio! —gritó Warren.

Hercus apareció de nuevo en la escena. Si había alguien con la fuerza sobrehumana para rompe el hielo de la reina, era él. Tensó sus músculos y sus ojos azules se tornaron oscuros por una fracción de segundo. Agitó su espada con tanta vehemencia que cortó el muro en dos. Así, la protección de su majestad había sido destruida.

—¡Ahora! —dijo Hercus, rugiendo como un león y se apartó hacia un lado.

Detrás de él apareció la imagen de Darlene. Ya estaba corriendo hacia Hileane, con su lanza de doble filo, mientras realizaba un estruendoso grito. Arrojó la pica hacia ella sin demora. Los iluminados ojos de Hileane reflejaron la trayectoria del arma como espejos, cuando vio la trayectoria que iba directo hacia ella.

Hercus gritó con enfado y exasperación. Alzó sus brazos de forma acelerada.

La reina Hilene logró levantar otra pared hasta su pecho. Para la mala suerte del grupo de asesinos, el arma alcanzó a quedar clavada en su fría albarrada. Pero no era tiempo de lamentos.

Hercus se mantenía con su semblante rígido. Si hacían cuenta de los miembros de la marcha que se encontraban combatiendo: tres que murieron al principio y luego los otros dos, hasta ahora ellos cinco que habían quedado empalados. Los otros cuatro que habían logrado sobrevivir y, Lis, Warren, Darlene, Godos y él. Si hacían la cuenta, eran catorce y quince habían sido los escogidos. El que faltaba era Arcier, que se encontraba en el balcón interno del lado izquierdo. Cuando venían por el pasillo, Hercus le hizo una señal, la cual habían acordado para que no entrara por la puerta principal. Aprovechando su habilidad de ladrón y su técnica con el arco, le indicó a Arcier que buscara otro lugar para aparecer en el mirador de la sala real y que no se hiciera ver hasta que les dieran la indicación para que lanzara su flecha, con la punta de acero bañada en veneno y prendida en fuego, la cual dispararía segundos después en dirección del corazón de la soberana. De esta forma, Darlene sería la gran distracción.

Hileane giró su cara y miró, con su ojos brillantes y plateados, como la flecha se aproximaba hasta su torso, justo en la zona de órgano más importante. Por instinto, logró alzar su mano hacia la flecha, pero no pudo detenerla. Arqueó su cuerpo hacia adelante cuando la saeta impactó sobre ella. Su pared se quebró como frágil cristal. Estaba lastimada, atravesada en el corazón con esa saeta ardiente. Si no era el fuego, su elemento contrario y su debilidad, sería el veneno que la mataría, debido a su enfermedad por no estar a plenitud de su salud. En la boca, empezó a brotar sangre pálida, que se congelaba a los pocos segundos, al estar en contacto con su piel albina y mágica. Varios segundos después se puso de rodillas. De manera lenta, cayó de espaldas en el piso de cristal, boca arriba. Era su deceso.

—¡Sí, le logré dar! ¡Les dije que no fallaría! —exclamó Arcier, con su arco en mano, celebrando su acierto.

Hercus volteó a ver a los demás y estaban sonriendo, mostrando la mayor de las felicidades. Su plan había funcionado y por fin había logrado vengar a su familia. Sin embargo, aún no había calma en su corazón.

—Lo hemos logrado —le dijo Lis. Se había acercado a él y Hercus no se había percatado.

—Ha sido difícil. Pero hemos conseguido hacer caer a la poderosa soberana invencible —dijo Hercus, fatigado por su esfuerzo—. A la reina de hielo.

—Pero lo hemos conseguido gracias a tu gran estrategia. —En los labios de Lis empezaba a figurar su linda y atractiva sonrisa.

—Infelices de ustedes que celebran mi muerte… —dijo una etérea y tétrica voz en medio del salón, que sonaba como un trueno rompiendo el cielo.

La voz de la reina Hileane, muerta, sonaba por todos lados en la sala del trono, como un canto sobrenatural.

—¿Qué? ¿Ella está viva? —dijo Warren, sorprendido por el cambio de los acontecimientos—.¿Dónde…? ¿dónde está?

Ellos se juntaron y se giraban en círculos, sin saber la procedencia. Los asesinos, después voltearon hacia donde estaba la reina Hileane, tirada en suelo. Esa figura se disipó como polvo y flotó hasta las alturas, donde se fue acumulando para dar forma en carne, hueso y hielo a la poderosa soberana de Glories. Después, se terminó de reunir.

Así, su majestad Hileane volaba en el aire, con la mitad de su cuerpo, de la cintura para abajo, convertido en una tormenta de escarcha. Sus piernas no eran visibles.

La bruja de hielo se mantenía suspendida en las alturas, envuelta por una ventisca mágica, con sus ojos grises, brillando sin pizca de humanidad como un ente sobrenatural. Sostenía su cetro en su diestra y la corona permanecía en su cabeza. Aquella mujer era arropada por un aura espiritual, inclemente, irreal.

Los leones miraron en la dirección de su ama y rugieron con fervor. Las aves de presa abrieron sus alas como símbolo de victoria y comenzaron con su espelúznate ulular. De un momento a otro, todos ellos guardaron silencio.

—Yo estoy aquí —dijo su majestad Hileane con arrogancia y presunción. Su voz tétrica y severa, hizo eco en la sala del trono.