webnovel

63. La confrontación

Hercus era avasallado por una corriente de emociones que invadió su cuerpo: desesperación, rabia y aflicción. Sus lágrimas abandonaban sus ojos sin poder detenerlas. La tristeza lo consumía. Esto nunca había pasado ni un solo instante por su cabeza. Levantó el cuerpo con cuidado y tocó su herida; estaba fría al ser cortada por algo delgado, frío y filoso. La mujer que tanto quería defender y proteger, a la reina, le había quitado un pedazo de su alma. Ahora lo único que sentía por ella, era odio; un odio mezclado con desilusión; desde niño siempre la había admirado y respetado, pero ella lo había destruido, llevándose un pedazo de su vida. Acomodó con lentitud el cadáver en el suelo, coloco su mano sobre la de ella, donde estaba su sortija de matrimonio y le dio un beso en la frente a la cabeza decapitada de Heris.

—Esto no se quedará así, la culpable pagará por haber terminado con tu vida. La causante de tu muerte,será castigada. Lo prometo.

Hercus comenzó a caminar hacia donde estaba la reina. Sus piernas le pesaban, pero siendo consumido por su rabia, lograba andar. Un grupo de soldado llegó a la sala del trono, advertidos por la princesa Hilianis. Un guardia se apresuró y lo atacó con su espada.

Hercus movió sus pies y dobló su cintura hacia un lado para esquivarlo y le dio un golpe en el estómago. A pesar de la coraza que llevaba puesta, no sintió ningún dolor en su puño. Con rapidez le propinó otro violento impacto en la mejilla y otro en la parte trasera del cuello, haciendo que cayera al suelo. Sacó el arma de la funda, mientras su brazo temblaba; no podía detener el nervioso movimiento. Pero ya no era tiempo para amedrentarse, pues cinco guardias más se acercaron a él; unos con espadas y otros con lanzas. Todos los ataques que le hacían, los esquivaba con habilidad de percepción lenta y con su destreza adquirida. Aquellos, parecían más lento que de costumbre. Era su adrenalina y su don, que lo hacía que sus contendientes, apenas se desplazaran. Los evadía y con defendía con una sutileza y firmeza, provocando que el ataque de ellos rebotase hacia atrás, debido a su insuperable temple.

El enfurecido campesino parecía danzar con sus pies, logrando dejar inconsciente a uno al asestarle un choque en la noca. Sus huesos eran como el acero, más resistentes que las armaduras y escudos. Solo quedaban cuatro custodiándola, que se habían quedado atrás. El primero se acercó a él y chocaron sus hojas, que cantaron como una dulce melodía en una feroz batalla. El estruendo impacto hizo que se le cayera a su rival de las manos al no poder resistir su vehemencia. Ningún guerrero en todo Grandlia podría resistir la embestida de él o igualar su fuerza que, debido a su impulso de muerte y venganza, era como si su alma se hubiera liberado unas cadenas que lo mantenían bajo control. Dio una vuelta, impactándolo las piernas, haciendo que cayera al suelo y le dio un puñetazo en el rostro.

Hercus hizo alarde de su maestría en la batalla, sosteniendo combate con los tres guardias restantes. Mas, ninguno pudo tocarlo. Aunque, acometían contra él, al tiempo, eran incapaces de rozarlo. Su enojo y furia no sería detenida por ellos. Haciendo uso de sus habilidades y técnica de combate, que forjó a lo largo de su vida, uno por uno cayó ante él, sin poder detenerlo.

Los guardias yacían en el suelo, derrotados, por el que no era un simple plebeyo. Era Hercus de Glories, el gran campeón de los juegos de la Gloria, invicto e intratable en el arte de la guerra.

—La muerte es tu castigo, reina tirana —dijo él con enojo.

Hercus avanzó caminando, con su vista azulada, impregnado en rabia y dolor. Los dos leones dieron un paso hacia él, pero los miró por el rabillo del ojo, haciendo que se detuvieran. Mataría a cualquier cosa o animal que intentara detenerlo. El viento escarchado lo arropaba. Así, dobló su cuerpo y le arrojó con ferocidad la espada, que se iba acercando dando vueltas en el aire.

La monarca de Glories creó una pared de hielo evitando que la alcanzara. La hoja de hacer quedó clavada en el muro gélido.

Hercus agarró con firmeza una de las lanzas dispuestas en el piso de cristal. Su mirada se enfocó en la reina de hielo. Era lo que esperaba de tan poderosa señora, hija de los etéreos espíritus. Arremetió contra su majestad sin temor o duda. Sostuvo la pica con ambas manos y cuando el muro de álgido se desvaneció en el suelo, ya estaba a pocos pasos de ella.

La reina Hileane se mantuvo inxerobale e imperturbable. Sus ojos grises, aún tenían la esclerótica blanquecina y la pupila negra, pero su vista fue abarcada toda por completo de ese plateado, brillante. Aunque la magia de los espíritus de la naturaleza estaba en ella desde el día en que había nacido, pero eso no impediría su muerte. Llevó sus manos hacia atrás para realizar el ataque. Extendió la totalidad de sus brazos con fuerza. Mas, en una explosión de escarcha gélida y balnca, su alteza desapareció en un instante, antes de que pudiera alcanzarla.

Hercus gritó con enojo y frustración por no poder concretar su asalto. La reina Hilean apareció detrás de él, a pocos metros. Se apresuró a ir hacia ella y agitó la lanza de forma horizontal, pero su majestad solo volvió a desaparecer en un momento, envuelta en ese manto escarchado. Apretó los dientes y volvió a correr hacia ella con enojo, en el nuevo lugar de la sala del trono que se había hecho visible. La estuvo siguiendo y varias veces quiso herirla. Aunque, ni siquiera podía rozarla, ni un poco, dado que usaba talento sobrenatural para esfumarse como el humo. Además, había pasado días sin comer, ni beber, por lo que su fuerza no era óptima para la batalla. Su garganta estaba reseca y se hallaba agotado, mareado. ¿Por qué no dejaba de transportarse hacia otros sitios? ¿por qué no la atacaba de vuelta? Su reserva de resistencia estaba por acabarse, apenas iniciando la pelea. Su ritmo cardiaco se había acelerado, haciendo que sus pulmones necesitaran más aire y su respiración era forzada. Fue en una de sus embestidas, cuando ella no intentó desaparecer. Se quedó allí. Era su oportunidad para apuñarla.

Mas, la punta de la lanza apenas quedó a escasos centímetros su cuello pálido, sin tocarla. Intentó dar un paso para atravesarle por completo la garganta, pero no pudo moverse. Empezó a sentir un frío que lo abrazaba como un abrigo de lana. Bajó su cabeza y miró su cuerpo que, estaba congelado desde los pies hasta su cuello, sus brazos y sus manos. En un parpadeo se había vuelto una estatua de hielo, sin siquiera percatarse, por la adrenalina que quemaba su alma, habiéndolo confundido con su ardor del encuentro.

—Esto... —Él la miró con mucha rabia—. No me detendrá.

Hercus empezó a endurecer sus músculos. A pesar de que estaba cansando y sin energías, su temple era de acero, y no se detendría hasta haber acabado con ella. Escuchó como se comenzaba a quebrar el hielo, hasta que hizo un movimiento brusco y quedó libre de nuevo. Los fragmentos gélidos golpearon el suelo y sonaron como vidrios rompiéndose. Dio un paso hacia adelante, esta vez se aseguró de estar más cerca, pues la magia que ella poseía, no lograría librarla de su fatal destino. Una vez más llevó sus manos hacia atrás.

—Este será tu fin —dijo Hercus con severidad. Mas, sintió como fue tomado por ambos brazos, por su cintura y por sus piernas.

—¡Protejan a su majestad! —gritó Lady Zelara, la comandante de la guardia real y se colocó al lado de su gran señora.

Así, comenzó a llegar el resto de los escoltas de más alto rango y se replegaron alrededor de ellos. La confrontación había llegado a su final, pues había sido interrumpida.

—Yo soy la reina, tu reina, ¿cómo te atreves a levantar un arma en contra de tu soberana? —dijo su majestad con su acento refinado, mientras lo veía con altivez y de manera despectiva.

—¡Pagarás por lo que hiciste! —exclamó él, aun siendo retenido por los guardias.

—¡Yo soy todo! ¡Tú eres nada! —respondió su alteza real con desprecio, mirándolo con desagrado—. ¿Aun así dices que me harás pagar?

—Lo haré —respondió él con lentitud, casi en un susurro, clavando su mirada en los ojos despiadados de la reina.

La gélida y albina soberana también se mantenía firme y la expresión de su rostro no cambiaba. Mas que una mujer, era una bruja sin sentimientos, pues su corazón estaba congelado y no le permitía tener ningún sentimiento. ¿Y él quería servir y proteger a esta asesina sin humanidad? ¿A esa villana que no le importaba matar a inocentes? Nunca pudo estar más equivocado acerca de una persona; sus lamentos no eran suficientes para apaciguar la rabia que enardecía su alma.

—Llévenlo a la zona de castigos, mientras espera por su juicio en la corte real —dijo la reina Hileane con autoridad.

Antes de ser escoltado por los guardias, Hercus volvió a encontrarse con la mirada brillante y gris de la reina Hileane. Ella lo seguía mirando con desprecio y repugnancia, hasta que volteó y se perdió ante su vista cuando salió por la puerta de la sala del trono de hielo. Los custodios lo levantaron para llevarlo a la zona de castigos, que estaba dentro del jardín del palacio a la mirada de las sirvientas y nobles que servían a la gran señora. Fue rodeado por soldados, para vigilarlo. Ahora era tratado como un peligroso criminal, cuando antes había sido ovacionado por multitudes enteras. ¿Esperar su juicio o esperar su ejecución? Ni la reina ni los miembros del consejo pasarán esto por alto. Nadie se había siquiera atrevido a contradecir a la magnánima soberana de Glories. La gran señora Hileane era la dueña de la sabiduría y la verdad. Su palabra era ley, se cumplía y se respetaba. Lo que había dicho era cierto: "Ella era todo, él era nada", y un simple campesino había desafiado a ese todo. ¿Qué era lo que le esperaba? Eso era sabido, solo había un final para quien intentara retar a la reina: la muerte.

—Perdóname madre, padre. No pude proteger a mi hermano. Soy un mal hijo y un mal hombre. —Las lágrimas empezaron a brotar de él, sin poder controlarlas. Su corazón y su alma dolían—. No pude protegerte. No puedo proteger a nadie.

Los soldados lo colocaron al frente de una figura de madera y comenzaron a prepararlo. Trató de resistirse y sus ojos se abrieron en un fulgurante destello.

—Heris.

Ese fue el último nombre que dijo antes de recibir un golpe en su nuca era el de aquella mujer de la que se había enamorado. Su rostro cayó hasta el suelo y la luz que entraba en él se fue apagando poco a poco. Al final se fue sumergiendo en la oscuridad que lo acechaba como un agradable manto de ocaso.