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62. La ejecución

Hercus de rodillas, se sintió abatido y lastimado por las declaraciones que había dicho su monarca. Su respiración se tornó pesada. Pero si eso era cierto, no podía hacer nada, ni tampoco reclamarle a su reina. Alzó la cabeza, mientras sus ojos derramaban lágrimas, que abarcaron su cara. En su mente se repetía la palabra: no, varias veces. Se negaba a aceptar las acusaciones que se alzaban en contra de Herick, la señora Rue y el señor Ron. Eran justos y correctos y jamás se atreverían a robar, y mucho menos a la temida y poderosa soberana de Glories.

—¡No! —exclamó con apuro—. Yo la contradigo, su majestad. Ni mi hermano, ni mis padres son ladrones

—Insolente. Cómo te atreves a faltarle el respeto a tu gran señora y alzarme la voz —dijo la reina Hileane de forma despectiva y altiva—. He sido condesciende contigo por tus hazañas en la batalla. Pero nada ni nadie puede recriminarme a mí, porque…

—Yo la admiro y la sigo a usted. Pero eso que se cuenta, no es verdad. Yo no lo acepto —dijo Hercus con su voz quebrada.

Así, por primera vez en toda su vida alguien se atrevía a interrumpir a la temida bruja con el corazón gélido de la profecía. La reina de hielo que había destarado a un rey y conquistado un reino por sí sola.

—Has sido demasiado atrevido conmigo. Pero yo tengo la culpa por confiar en los hombres y por haberte elogiado. Además, non son solo ellos, también tengo otro juicio pendiente —dijo su majestad con severidad.

La reina Hielane movió el brazo de forma horizontal y en una tormenta de escharcha nublada que no dejaba ver nada emergió en la sala. Varios segundos después, al disiparse, apareció Heris, de rodillas. Estaba a escasos metros de él, mientras era sujetada por una cuerda blanca en los brazos.

Heris se mostró lastimada y se quedó tirada en el piso de la sala del trono de su majestad. Miró a Hercus con ese semblante inexpresivo, como siempre se mostraba. Pero había más sentimiento en su vista, como pidiendo ayuda.

Hercus se puso de pie y dio un paso hacia adelante. Pero los leones se adelantaron, mientras caminaban a la defensiva, amagando con atacarlo, por lo que se detuvo al instante. Alguna vez llegó a pensar que las dos eran la misma persona, que Heris era la reina Hileane, y que, la reina Hileane era Heris. Era algo que no podía explicar, pero que su alteza podía realizar gracias a su magia. Mas, cuanto se había equivocado. Heris, aunque fuera seria, era cálida y accesible. Mientras que la reina Hileane era inflexible y fría, como un témpano de hielo que no sentí nada. No había lo más minimo en lo que se parecieran.

—¿Qué hace ella aquí? —preguntó Hercus con confusión. Su esposa no tenía nada que ver en este asunto. ¿Cómo tenía un juicio pendiente?

—Esta extranjera ha insultado mi nombre. —En la sala se formaron los espejos de cristal y mostraron las escenas de cuando Heris había proclamado de que pensara que ella era la reina—. Pero solo hay una gran señora y esa soy yo. Nadie más. Cualquiera que se autoproclame en mi honor, solo hay un castigo para ellos: La muerte. Y su ejecución será inmediata.

La monarca de Glories, que estaba sentada en su imponente trono de hielo, se desintegró y apareció en una ventisca escarchada junto a Heris. Extendió su brazo derecho e hizo a aparecer una espada de hielo blanca, cuyo filo delgado era demasiado peligroso. Los leones con su potente regido acompañaron la escena. Las aves de presas albinas estaban sobre los balcones interiores, nada más observando lo que ocurría.

—¡Por favor! Ella solo intentaba ayudarme. No lo haga. Por favor. Castígueme a mí y no a ella. Es inocente y yo cargaré con su culpa —dijo Hercus, suplicando por la vida de su amada esposa. Desgarró su garganta por pedirle piedad a la implacable monarca de Glories.

Hercus avanzó para detenerla, pero los dos enormes leones caminaron hasta él, para cerrarle el paso. Además, el búho la lechuza se postraron en los lomos de felinos, como advirtiéndole de que no se moviera. Se halló lleno de impotencia, sin ser capaz de avanzar. Detalló la expresión sentida y melancólica de Heris. En sus ojos, la percepción lenta lo hizo detallar el acto segundo a segundo. Un escalofrío recorrió cada fibra de su ser y su corazón emitió un sonido de quiebre.

Heris, por primera vez desde que se había conocido, intentó sonreír para él, en su último instante. La reina Hileane ondeó el brazo y su arma gélida cantó en el aire, cortando la carne y los huesos cervicales del cuello sin ninguna dificultad, como, como una fina daga, separando la hoja de un pergamino.

El cuerpo de Heris se mantuvo hincado por algunos segundo más. La cabeza rodó algunos metros en la sala. Luego, el resto de ella se derrumbó, sin vida e impactó contra el piso de cristal de la sala del trono.

Hercus quedó atónito y perplejo al atestiguar la decapitación de su amada esposa frente a sus ojos, sin poder hacer nada. Se sintió mareado y débil. Su mente vagaba de un lugar a otro y su sentido del equilibrio se hizo nulo. Caminó con lentitud, tambaleándose con cada paso que daba. A pesar de tener su ropa, se sentía desnudo y expuesto al frío, que calaba sus huesos. Su visión se tornaba borrosa y los objetos se movían, como acercándose y alejándose a cada instante. Sus manos temblaban y sus dientes castañeteaban de la conmoción que.

Los leones y las aves de presa, se hicieron a un lado, para dejarlo pasar. Era como un muerto en vida. La reina Hileane, desapreció, arropada por un manto de polvo de escarcha blanca y apreció metros atrás.

Hercus, temblando, recogió la cabeza de Heris y se dirigió al cuerpo, donde se había formado un charco de sangre, cálida y rojiza. Se dejó caer, ido y distante de la realidad. Sus parpados le pesaban y el sueño lo invadió de manera insoportable, como si tuviera que ser llevado a otra zona, que no era de este mundo, sino donde yacen los difuntos. En ese instante, al parpadear, su realidad se tornó como un cuarto lleno de oscuridad. No había nada y estaba solo.

Luego un resplandor lo hizo andar hacia el brillo. Se vio así mismo, tumbado en suelo, con el cuerpo de su amada en sus brazos. Era como una perspectiva panorámica de él, en la sala del trono. Su reverencia por su reina era tanta, que solo deseaba protegerla. Era tanto su devoción y respeto, que, incluso, si había matado a la señora Rue, al señor Ron, y, desterrado a su hermano, podría haberlo soportado y lo habría aceptado si le hubiera enseñado las pruebas de los crímenes de su familia. Era su amada monarca a quien más ansiaba defender, la que lo había salvado, y a la que sus padres, le habían decretado agradecer con sinceridad en su lecho de muerte. No podía insultarla o dirigir una afrenta contra ella. Sin importar que fuera despiadada y malvada, pudo haber permitido otras muertes. Era un hipócrita por rendirle tanto clamor a su alteza real. Todo lo que había soñado, sus deseos, su voluntad, le pertenecían a su reina. Su motivación en la vida eran conocerla y servirle con lealtad. Convertirse en su guardián y mantenerla a salvo de cualquier peligro y de quienes la amenazaran. Su voluntad y su vida estaban determinados por su majestad. Ir en contra de ella y lastimarla iban en contra de su propia existencia y de sus ideales. Era apuñalarse el mismo. Había entrenado con un propósito, el de salvaguardar la integridad de su majestad, su sobrenatural bruja de hielo que domaba las ventiscas y la escarcha.

Rebelarse contra su soberana era algo que jamás había contemplado y que le hacía doler su alma. Echó a llorar de manera descontrolada y sin consuelo alguno. En ese día había perdido no solo a su familia y a su esposa, también había perdido su humanidad. Si quería vengarse, debía replantear cada uno de sus pensamientos y disposiciones. La idea de lastimar a su poderosa gobernante, iban en contra de su existencia, y si quería tomar represalias contra ella, debía volver a nacer y olvidar todo lo que había pasado con su gran señora, la reina Hileane Hail. Sus ojos azules resplandecieron por un corto momento, todo, de tonalidad negra, su iris azul y su esclerótica blanca, desaparecieron. Su alma, en forma de bebé, volvió a crecer como un destello. Su

—Este es el destino —dijo su majestad con altivez y supremacía, sin mostrarse afectada por lo ocurrido. Se había alejado, cuando Hercus se había acercado al cadáver de la que era su esposa.

Hercus pudo haber soportado la muerte de sus padres y el exilio de su hermano. Además de las duras palabras que había dicho contra ellos. Pero no podía dejar pasar la muerte de la mujer que amaba. Aunque veneraba e idolatraba a su reina, había cruzado un límite. La decapitación de Heris había sido el detonante que había colmado su paciencia y su lealtad por ella. Podría rendirle tributo y admirarla. Sin embargo, eso ya era cuestión del pasado. Acomodó, anonado, la cabeza de su esposa muerta en el piso. Se levantó y extendió el brazo empuñado hacia ella y clavó su mirada con determinación en esos ojos despiadados. Las gotas rojas chorreaban como ardiente acero derretido y le quemaban la piel de su palmar. Su llanto era su único consuelo. Había perdido a sus seres más queridos en un mismo día. Entre ello, había atestiguado como su esposa, la mujer que también lo había salvado de la muerte, que había tratado sus heridas, que lo había enseñado a leer y escribir, y que lo había educado y ayudado a prepararse para ser una mejor persona, como era ejecutada por su majestad, después de que le había rogado que no lo hiciera. Agarró con temple la lanza de bronce que le había quitado al soldado. Ella debía ser castigada, aunque fuera la soberana y a pesar de que desde niño nada más había querido servirle con fidelidad como su guardián. Sus mejillas estaban bañadas en sus lágrimas y su semblante era atemorizante. Nunca había tenido tantas ganas de matar y acabar con alguien, como ese preciso momento. Su sangre hervía de su cólera. Su deseo de protegerla y servirle se había vuelto en sentido contrario. Ahora anhelaba causarle el peor de los males.

—Pagarás por lo que hiciste, reina Hileane.