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57. El ataque

—¡Hercus! ¡Hercus! ¡Hercus!

Los cánticos de la multitud hacían eco en el cielo y sus aplausos hacían retumbar la tierra. Los plebeyos de marca negra, en cada rincón del mundo se regocijaban de la victoria del campeón, que había arrasado en los juegos de gloria y se había hecho con la victoria al derrotar a dos brujas, la de viento y la de agua. Esa, a las que ningún otro hombre se hubiera atrevido a hacerles frente, y mucho menos, ser capaz de doblegarlas.

La reina Hileane luego lo soltó de la mano y quedó frente a él. Ella era más alta y agregaba más centímetros por los tacones. Su atuendo era puro y elegante como la soberana que era. Sobre la faz de la tierra no había nadie que se acercara a su magnificencia.

—He dicho que te mostraría mi cara —dijo su majestad con su voz gélida e imperativa—. Has demostrado ser digno y yo cumplo mi palabra.

El velo blanco fue desapareciendo de abajo hacia arriba, libreando fragmentos como de un polvo álgido. Así, desapareció por completo ante él. Después de veinte años que la joven señora había llegado como princesa, se había convertido en la reina consorte del rey, para luego desterrarlo y coronarse como soberana absoluta de Glories, por fin podía contemplarla de forma directa. El rostro de su majestad era blanco y los labios eran finos y de un rojo pálido. Por los costados de la frente se formaba un camino de escarcha, que se acentuaba en la parte superior de sus mejillas, en la zona cerca de su vista. Sus ojos eran de un plateado mágico que brillaban por cuenta propia, sin necesidad de estar expuestos al sol. Sus manos temblaron y se sintió mareado, solo por verla. Era difícil mantenerle la mirada.

Hercus sintió como si su alma se estuviera incendiando por dentro. Cuando en realidad era el mismo frío que le quemaba las entrañas. Se halló cansado y débil, como si la fuerza se la escapara de su ser. En su boca, percibió como si tuviera un pedazo de hielo. Pero eso no quitó el hecho de seguir atestiguando a la su reina, que por fin le enseñaba como lucía su cara.

Una enorme cabellera como blanca, grisácea, ondulada, se formó en su espalda, pero también había mechones en su parte delantera. En sus orejas había largos pendientes y resplandecientes, en su frente había una gema azul, que hacía juego con la fascinante corona de cristal que adornaba su cabeza. Se olvidó de respirar al presenciar a la mujer más hermosa sobre la faz de la tierra. La belleza de su monarca no era de este mundo. Era la bruja más temida y poderosa de todas y destacaba en cada atributo y virtud conocida. En algún momento pensó en su gran señora como un interés romántico. Pero eso era imposible, jamás podría estar con alguien de tal estrato, que era tan superior a él en todos los aspectos. La expresión que tenía era inexpresiva, fría, imperturbable, pero que, a la vez, causaba miedo y respeto. Solo daban ganas de hincarse ante ella, por tan magnánimo semblante y esa aura poderosa que poseía. Sin embargo, ante la perspectiva de las demás personas, excepto de las brujas y algún excepcional, todos seguían viendo a la soberana de Glories con su rostro cubierto por la prenda que siempre había utilizado para ocultar sus facciones faciales, y era más por la seguridad de los otros, ya que, de solo contemplarla, se convertirían en inertes estatuas de

Hercus se puso de rodillas. Las palabras de sus padres que siempre recordaba. Luego de tantos años, llegarían a su destino y a quien debía escucharlas.

—En nombre de mi padre, le doy las gracias, mi reina. Usted me salvó —dijo Hercus con orgullo y sentimiento. Sus ojos se cristalizaron de la emoción—. De parte de mi madre, espero protegerla.

—Levántate —dijo su gran señora y él obedeció. Pero se mantenía con su cabeza baja—. Mírame.

Hercus aclaró su garganta y reunió el coraje para mirar de nuevo a los ojos a su monarca. Quería hacerlo, por su puesto, pero esos ojos plateados, tan mágicos y brillosos, eran difíciles de observar. Le causaban una especie de mareo y le hacía sentir los parpados pesados.

En ese tramo de la vida, solo los dos quedaron en medio de la plataforma de cristal, que había sido el escenario para formidables batallas entre los participantes de los juegos de la gloria. Nunca imaginó que un hombre que trabajara la tierra, un campesino, le podría ser permitido de ver con confianza a la estrella más alta y brillante del cielo, que era su poderosa y preciosa reina Hileane.

Hercus por fin había visto a su venerada monarca. Sus oscuras pupilas grabaron en su retina aquella mujer tan hermosa y temida por todos. Pero a la que él anhelaba servir con lealtad. Moldeó una sonrisa ligera de la felicidad que conocía por conocer a la persona que más adoraba. Su corazón se regocijaba de la dicha y su alma estaba enardecida por al fin poder haberla conocido. Antes se había sentido lejos de ella, pero ahora, solo estaba a pocos pasos de su soberana.

—Usted es a quien más admiro, mi reina —dijo Hercus, atreviéndose a confesar su reverencia por ella.

—Entonces, ¿cuál es tu deseo? —preguntó su gran señora con su voz etérea.

Hercus respiró profundo, preparándose para exponer su deseo. Pero se vería interrumpido por esas extrañas figuras que habían tomado forma, sin que nadie se percatara.

Aquellos entes estaban ocultos en la oscuridad. Aparecieron en los rincones más lúgubres. Algunos tenían forma humanoide, mientras que otros eran criaturas más grandes con extremidades largas y algunos eran como panteras. Eran sombras que había emergido desde las tinieblas. Los que tenían forma de arqueros, que estaban sobre los muros del coliseo, apuntaron con sus arcos hacia su majestad Hileane y liberaron una lluvia de flechas negras.

Hercus vio aquellas figuras que liberaron esa cantidad de saetas. Al estar por decir su deseo, guardó silencio y ser acercó a la reina Hileane, tal como había practicado para ser un guardián, sujetó la espalda de su majestad y la pegó con fortaleza hacia él, sin medir su vigor debido al imprevisto de la situación. Su instinto de protección había actuado por su propia cuenta y si era por la seguridad de su majestad, cada parte de sí estaba en alerta y disposición máxima. Además, hizo que ella inclinara su postura, mientras la agarraba por el dorso. Alzó el escudo de acero que la bruja Earendil Water había forjado con su agua mágica, y se expandió, pasando de ser una rodela a un diseño rectangular que tapaba desde sus cabezas hasta sus pies. Las flechas iniciaron a estrellarse contra la defensa y la plataforma de cristal, haciendo agudos zumbidos al surcar el aire.

Hercus había reaccionado por instinto y se había concentrado en la total seguridad de su monarca. Pero al estar de esa manera, dobló su cuello hacia su reina. Fue cuando se dio cuenta de que sus rostros habían quedado demasiado cerca. Al estar así podía apreciar hasta los más mínimos detalles su monarca. Los ojos grises, brillantes, con ese pequeño punto de tonalidad negra en el medio, lo veían de vuelta con fijeza. En cada parte de su ser sintió un escalofrío por la proximidad a la que estaban expuestos. A pesar de que no eral momento ni el lugar para tener ese tipo de pensamientos.

Desde su nacimiento habían pasado veintiséis años, solo oyendo comentarios sobre la reina de hielo, que era una de las hechiceras de la profecía. Un plebeyo no podría aspirar a verla, a dirigirle la palabra y mucho menos a tocarla. Pero allí estaba él, un campesino de marca negra, sosteniéndola por la espalda y con su rostro tan cerca de la su soberana, que casi podría besarla. Se quedó sin aliento y el mundo exterior se desvaneció ante él. En verdad, no era una mujer ordinaria, la belleza de la reina Hileane era como la de una bruja. Esos ojos grises, desbordantes de magia, ese rostro tan hermoso, con esas mejillas blancas y el cabello blanco, plateado, lo encantaron. Su alma tembló y su cuerpo experimentó una descarga eléctrica, como los rayos al surcar los hielos en las tormeras. Sentía que su propósito estaba conectado a ella, que su vida no le pertenecía a él, sino a esa monarca gloriosa y sobrenatural. Al verse tan cercanos y el intercambiar miras, supo que su existencia era solo para estar con esa mujer… No, se corrigió, con esa hechizante bruja a la que desde siempre había querido conocer. La reina Hileana era su principio, su gloria, su final, su todo. Protegerla era su destino.

Solo siguió admirando la belleza sobrenatural de su majestad, que no tenía igual en este mundo. Era la mujer más preciosa que habitaba la tierra. Era un ser profético, una hija de los espíritus de la naturaleza que la habían dotado de singulares talentos y de peculiares atributos mágicos que nadie más tenía, a excepción de las otras hechiceras, cada uno con su respectivo elemento.

El tiempo pareció detenerse. Hercus notaba cada detalle del divino rostro de su majestad Hileane Hail, que lo había embelesado y absorto con su hermosura. Aquellos labios rojos, pálidos y carnosos eran demasiado tentativos. Pero él solo quería servirle como guardián y él ya estaba casado con Heris. Ella era su destino, a quien debía proteger, incluso con su vida. Eso era lo que había contemplado desde niño y su motivación para convertirse en un formidable guerrero. No podía desear, ni querer a su majestad como mujer, porque eso era un amor imposible. Una reina y un plebeyo, eso era impensable. Además, en su corazón ya estaba Heris. Veneraba e idolatraba a su monarca. Pero nunca traicionaría a su amable y bella esposa que lo había salvado. Serviría a su gran su alteza real, como un guardián a su gran señora.

Mas, todo ya estaba escrito por los sobrenaturales espíritus que habían dado forma y sentido a la existencia. Descubriría que la fortuna que había sido dada para ellos, era opuesta y contraria a sus deseos. Su designio etéreo estaba marcado por hielo, sangre y oscuridad, y pronto estaba por comenzar. Los juegos de la gloria apenas eran el preámbulo que desencadenaría los inminentes sucesos de su historia.

El hielo de la reina se mancharía de rojo y el alma pura y blanca de Hercus se teñiría de oscuridad.