webnovel

El diario de un Tirano

Si aún después de perderlo todo, la vida te da otra oportunidad de recobrarlo ¿La tomarías? O ¿La dejarías pasar? Nacido en un tiempo olvidado, de padres desconocidos y abandonado a su suerte en un lugar a lo que él llama: El laberinto. Años, talvez siglos de intentos por escapar han dado como resultado a una mente templada por la soledad, un cuerpo desarrollado para el combate, una agilidad inigualable, pero con una personalidad perversa. Luego de lograr escapar de su pesadilla, juró a los cielos vengarse de aquellos que lo encerraron en ese infernal lugar, con la única ayuda que logró hacerse en el laberinto: sus habilidades que desafían el equilibrio universal.

JFL · Militar
Sin suficientes valoraciones
161 Chs

Dilación

Aquel rictus, arrobadoramente insinuado bajo la cascada de sus cabellos que, como hilos de oro pálido en rebeldía frente al rigor de un lazo ya demasiado fatigado, se precipitaban sobre su frente y mejillas. Cada mechón errante, un declamo a la insubordinación, danzaba al compás de esas invisibles melodías que solamente su espíritu altivo podía orquestar. Porque había en ella una soberbia silenciosa, una altanería que no precisaba de alardes, ni de voz, ni de gesto alguno que no fuera ese semiocultar y descubrir de su semblante. Esa fina sonrisa que a veces escapaba, como gacela perseguida.

El arma en su mano dominante manchaba la piedra, sumergida en la tierra, de color carmesí, con el anhelo de bañarse por completo.

—Matar un par de jargas no impresionará a Trela D'icaya —dijo Jonsa con una sonrisa traviesa, que se acrecentó al recibir la aviesa mirada de Alir—. Se escapa.

La islo regresó su atención a la criatura cuadrúpeda que se alejaba con prisa. Inhaló hondo, y con toda su intención hostil que su compañero le hizo el favor de provocarle, soltó un grito-rugido, que hizo que la bestia se detuviera, temblando de terror.

—Aprende tu lugar. —Le atravesó el cráneo con su espada, que inmediatamente limpió con el pelaje de la bestia.

—Tramposa —dijo Jonsa, sin quitar la sonrisa burlona de su rostro.

Alir se limitó a mirarle, pero en su mente ya lo había asesinado de una y mil maneras brutales, sintiendo que si no fuera por el edicto de su raza relacionado a los combates con muerte, Jonsa hubiera caído víctima de un islo hace mucho por su lengua imprudente.

—Elige, o tomaré la oportunidad.

—Y yo te cortaré la lengua por hacerlo —replicó, guardando la espada en su vaina—, pero, por esta ocasión me reservo la elección. Los jargas no fueron del agrado de Trela D'icaya, por lo que no me atrevo a llevarle estos cadáveres.

—No fue culpa mía —dijo de inmediato, pero su expresión de arrepentimiento era evidente—, he preparado a la bestia como mi madre lo ha hecho siempre.

—Dudo que haya sido la preparación —dijo al acercarse, y Jonsa se mostró sorprendido, no esperaba que su compañera no le culpara por la ofensa cometida—, siento que es la carne. Es demasiado distinta a la que le sirven en el palacio. Su olor, su color, el jugo que desprende, todo es diferente al rojo pálido de la carne del jargas.

—Tienes razón —asintió, mostrando en sus ojos los recuerdos del ayer—, he comido carne de esos animales grandes, y debo admitir que son increíblemente sabrosos. No hay comparación. Pero, entonces, ¿qué debemos llevarle de ofrenda?

—No lo he pensado. —Apretó los labios—. Cómo apreciaría tener la compañía del Ministro Astra, o la señora Fira, su sabiduría con respecto a Trela D'icaya es apreciada por toda nuestra raza.

Jonsa asintió.

—Me duele desperdiciar un buen jargas —Observó a las tres lamentables bestias inertes—, pero me dolería más una paliza de la Sicrela, así que vámonos. Encontremos algo bueno que dar de ofrenda.

Alir afirmó con la cabeza, siguiéndole en su camino desconocido.

∆∆∆

Orion, hombre de mirada imperturbable y postura sólida como una roca, observaba el pasar de las aves en el cielo, pero su atención se encontraba en el propio bosque, en los rincones oscuros donde la luz no tenía cabida. Algo le decía que le vigilaban, que seguían sus pasos, y tal sensación le provocaba molestia.

Mujina, hembra de mirada feroz, se encontraba a un paso detrás de su soberano, inspeccionando los alrededores con el completo de sus sentidos. Su mano no había abandonado la empuñadura de la espada, preparada para dar muerte a cualquier cosa que osara interponerse. Algo atravesó el cerco impuesto por sus sentidos, pero el olor familiar de la entidad provocó que desistiera de cualquier intento hostil.

—Señor Barlok —dijo Denis al aparecer, dejándose caer sobre su rodilla mientras mantenía la cabeza gacha.

Orion se dio media vuelta, posando sus ojos sobre la delgada integrante de Los Búhos.

—Habla.

—Para comunicar a mi señor —dijo luego de aclarar su tono nervioso—. Hemos encontrado indicios de la gran criatura. Anda, Demir y Throka vigilan el lugar, en espera de sus órdenes.

—Llévame al sitio —ordenó.

Denis asintió, levantándose al recibir autorización.

Tenía demasiado que no corría, tanto que había olvidado como se sentía la sensación del aire rozar su cuerpo, sus pies golpear con fuerza el terreno, y esquivar todo aquello que se cruzase en su camino. El trayecto fue largo, demasiado para su resistencia, permitiéndose un breve y necesario descanso, olvidando el rumor de la prisa en su pecho. El sudor perlaba su frente, y en el silencio repentino, con el correr de las gotas por su piel, reconoció el descuido de su decisión: había dejado atrás a sus fieles corceles, compañeros infatigables que con sus cascos firmes habrían domado la distancia, suavizando la carga del camino.

El sendero se transformó, paulatinamente, en un retorcido entramado de raíces y piedras, complicando la marcha de Mujina y de los presentes. Una inquietud empezó a tejer redes en torno a su corazón valiente; era un eco de aquel tenso temor, muy parecido al sentido tiempo atrás, cuando, al lado de su amado soberano, penetraron en las entrañas de las tierras malditas. Pero no fue comparable a la oprimente presión que antaño le había arrebatado más que el aliento, ni de cerca.

Descendieron con paso mesurado por la abrupta pendiente, donde la ausencia de árboles abría el escenario a sus ojos atentos. La desolada claridad del terreno les ofrecía una visión no obstaculizada, revelando la obra de la naturaleza en su esplendor crudo y sin adornos.

Ante ellos, se desplegaba la majestuosidad serena de un lago vasto, un espejo de aguas profundas que capturaba el cielo y sus cambiantes colores. Era el digno final del riachuelo que habían seguido, una corriente juguetona proveniente del oeste, que ahora terminaba su propia odisea con un último susurro en la inmensidad de las calmas aguas.

—Estamos en el hábitat de los escamosos, Trela D'icaya —comentó de forma involuntaria, ganándose la atención de su soberano.

—No tengo información sobre esas criaturas —dijo con ligero interés—, así que habla.

La capitana de su guardia personal asintió, manteniéndose en alerta para que nada la tomara por sorpresa.

—Sí, Trela D'icaya —asintió Mujina con deferencia, aunque su expresión traía la disculpa por la limitación de saberes de algo que nunca había creído de relevante, y que, ahora entendía de su error—. El último enfrentamiento tuvo lugar antes de mi primer aliento. —Orion le permitió proseguir, preparándose para incorporar en el recopilatorio de su interfaz una nueva especie—. Desde la infancia, las voces sabias de los ancianos tejieron cuentos entre nosotros, advirtiéndonos de no rondar demasiado cerca donde los ríos desembocan. Allí, se dice, se extiende el dominio de los escamosos: criaturas bípedas, grandes y robustas, y muy salvajes... —No obstante, Mujina levantó la mirada, y su voz se tiñó de una firmeza súbita—. Pero el miedo no corroe nuestros corazones. Es solo que no hallamos honor ni orgullo en segar las existencias de tales seres, pues son combatientes traicioneros y sin ningún valor.

—No nos hemos encontrado con ninguna —dijo Denis con rapidez al tomarse la libertad de intuir la mirada de su señor, percatándose de su error por el perverso y profundo semblante de Mujina.

Orion, por el contrario, se limitó a asentir, ignorante al insulto de su subordinada.

Ante ellos se encontraba la enorme entrada de la caverna, oscura y húmeda.

Anda, Demir y Throka emergieron de la nada, sus gestos impregnados de una devoción solemne. Con una sincronía que denotaba tanto su hermandad en armas como su cansancio, se inclinaron sobre una rodilla en un acto de respeto profundo ante la majestuosidad de su soberano. Sus ropajes llevaban el estigma de una contienda sangrienta. La sangre que manchaba sus tejidos era una crónica silente, revelando un relato de victoria contra adversarios de los que ya no se tenía conocimiento.

—¿La encontraron? —preguntó, ignorando sus estados.

Anda asintió.

—Eso creemos, señor Barlok.

Orion les permitió levantarse, y ellos lo hicieron de inmediato, la presencia de su soberano aligeraba la carga en sus corazones, pero la alerta constante de sus instintos provocaba este estado de nerviosismo.

—¿Vine por una suposición? —inquirió, y aunque su rostro se mantuvo solemne, su energía se cobró las respiraciones de los presentes, hasta la de Mujina.

—No, señor Barlok. Permítame explicarle, por favor. —Anda tragó saliva, la penetrante mirada de su soberano le aterrorizaba más allá de las palabras—... Cuando nos separamos de su lado partimos al oeste del camino que lleva al campamento minero, nos encontramos con un pedazo de madera, al parecer de las carretas de su caravana. Por lo que seguimos el rastro, fue difícil, señor Barlok, pero encontramos que todos los caminos nos conducían a esta caverna. Y como usted mencionó que debíamos informarle tan pronto tuviéramos indicio de la criatura, fue lo que hicimos. Me disculpo en nombre de Los Búhos, y acepto la responsabilidad de cualquier error cometido, señor Barlok.

—Bien hecho.

Los presentes se sorprendieron, quedando extasiados y mudos por el elogio recibido. Mujina sonrió de forma involuntaria, pero su sangre y lado competitivo salió a relucir, sintiendo las ganas de demostrar su valía para recibir un elogio similar.

—Así que aquí se esconde. —Anda asintió—. Enciendan una fogata, pues vamos a esperar a mis otros dos guardianes —dijo, tocando en su interfaz la opción de "llamar".