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4._ Una Excusa para Dejar de Esperar

Al despertar a la mañana siguiente, lo primero que notó fue la cama vacía de su papá. Durante cinco segundos se preguntó en dónde estaría, antes de recordar vagamente su última conversación nocturna y su extraño sueño.

¿Qué negocios podían mantenerlo lejos? Sus últimas palabras habían sido muy terminantes, como que si no volvía en tres días, era porque habría muerto, algo virtualmente imposible para él ¿Acaso había alguien capaz de matarlo? Debía de ser un viejo enemigo ¿Pero por qué entonces y no antes? ¿Estaría involucrado con alguna especie de milicia, de mafia?

Pero Érica no era ninguna detective, ni siquiera una aficionada. Fuera lo que fuera que su papá estaba haciendo, solo le quedaba esperar. Así que se quedó ahí por tres días. Trataba de distraerse con caminatas y juegos, pero las ansias la carcomían por dentro. Quería saber en qué andaba su papá, por qué no la había llevado consigo, cuándo lo volvería a ver.

La noche del tercer día se quedó despierta en su habitación, esperando a que llegara por la puerta o la ventana, quizás incluso atravesando el techo, nunca se sabía con él.

No apareció.

Así que esperó otros tres días sin saber nada sobre él. Cada vez que despertaba y lo buscaba en la habitación vacía, sus ansias crecían. El encargado del hotel le preguntaba a dónde había ido el señor Sanz, y eso la irritaba aun más.

El séptimo día fue algo más extraño. Cuando Érica se llevó de nuevo la desilusión de encontrarse sola en la habitación del hotel y bajó a tomar desayuno, se topó con mucha gente en el pasillo, un gran número de turistas corriendo por todos lados, vestidos apresuradamente y con las maletas en mano. En el recibidor era mucho peor, todos querían salir en ese mismo instante y los empleados del hotel apenas podían contenerlos.

A Érica no le agradaba interactuar con gente desconocida, era extenuante, así que decidió quedarse parada en una esquina oyendo los alegatos de los clientes que querían salir y del recepcionista que intentaba hacerlos pagar antes de que se fueran.

—…una invasión…— oyó a una señora.

—…ciudad sitiada…— dijo un hombre gordo

—…hombres rojos— explicó una madre a su hijo

—…catástrofe…

—…extraterrestres…

Después de cinco minutos sintió que tenía todo. El comedor estaba vacío, por lo que se sirvió desayuno como todos los días y volvió a su habitación, donde decidió encender la tele por si en las noticias había algo de esos extraterrestres que comentaba la gente.

Efectivamente, nada más encenderla se encontró con una toma aérea de una ciudad cercana, una en la que había vivido un tiempo de niña: Santa Gloria. Los edificios estaban destrozados, las casas barridas, había incendios y fogatas en algunos lados. Advirtió tanques de extraños diseños junto a grandes soldados de piel roja y cuernos en la cabeza. No pudo apreciarlos con todo detalle, pues los reporteros no se acercaban mucho, pero se notaba que no eran humanos.

¿Una invasión extraterrestre? Parecía un sueño, una broma muy bien construida, pero no veía cómo podría serlo. Todo se parecía tan auténtico, casi le daban ganas de ir y patear algunos traseros alienígenas, solo por diversión. Se giró para decírselo a su papá… pero él no estaba. Érica se llevó las manos a la cabeza, cansada de la desilusión de no verlo, y así permaneció por un buen rato.

La tele seguía encendida. En vez de apagarla decidió distraerse con la voz preocupada de la periodista. En poco tiempo comenzó a concentrarse en lo que decía, en qué se sabía de los seres rojos y qué se podía hacer.

Al parecer eran físicamente fuertes, y estaban bien organizados. Además, eran más altos y pesados que las personas, y contaban con armas y vehículos muy avanzados. Incluso mostraron a uno disparando su rifle, que en vez de lanzar balas de metal, arrojó un láser mortífero que cortó un auto por la mitad.

Érica se quedó mirando a los extraterrestres por largo rato, a través de las imágenes que repetían cada tantos minutos. Se veía serio, los seres rojos parecían tener una gran ventaja y estar bien entrenados. El ejército no era rival para su fuerza y sus armas. Estaban pidiendo refuerzos a todo el resto del mundo, pero, según los reporteros, eso no le daría suficiente tiempo a Santa Gloria para resistir.

Una idea extraña apareció de pronto en su cabeza y se rehusó a marcharse; ella podía ir allá, podía pelear contra esos extraterrestres rojos. Tenía mucha frustración acumulada y una excusa para golpear a alguien era exactamente lo que necesitaba. Además, se veía entretenido ¿Quién podría decir que había luchado contra extraterrestres?

Ese mismo día tomó sus cosas, tomó una bicicleta abandonada en el hotel y partió hacia la ciudad sitiada.