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3._ El Sueño de Érica

Antes de despertarse por completo, o incluso a medias, sintió que algo se cerraba o, más bien, se enganchaba en alguna parte de su pecho, detrás del esternón.

Oyó un ruido similar al titilar de cadenas, alrededor y por encima. Finalmente sintió un tirón, algo la asía con fuerza, lentamente al principio, pero de un momento a otro a máxima velocidad. En ese instante Érica despertó completamente, y vio que lo que la tiraba del pecho era una cadena dorada. No sabía cómo se había enganchado a ella, ni le dolía, pero la tiraba a tremendas velocidades por un espacio negro con distintos terrenos. Vio montañas, mares y bosques por los lados, por arriba y por abajo; ríos, desiertos y junglas, todas pasando como ráfagas mientras la chica viajaba, y sin embargo todas en un plano distinto, como debajo de una capa oscura.

De un momento a otro, la cadena dejó de tirar y desapareció junto con el túnel negro. Érica parpadeó un par de veces, atónita, hasta que se dio cuenta que estaba en un lugar que nunca había visto antes. Era una especie de castillo construido de un material blanco. Su arquitectura era curva en varias zonas, agradable a la vista, pero nada muy reconocible.

Ella había aparecido en un pasillo exterior que conectaba una torre con la estructura principal. El cielo arriba era blanco como la leche, alrededor se veía una especie de ciudad ceñida en las tinieblas. Nada se movía, nada hacía ruido, era como si el tiempo se hubiese roto en ese lugar.

Curiosa, la muchacha se dirigió por el único camino que tenía en frente, hacia el castillo. Atravesó el umbral que conducía al interior, mas apenas entrar en la primera sala, el sonido de una puerta cerrándose a la izquierda le llamó la atención.

—¿Hay alguien más?— se preguntó.

Se dirigió a esa puerta, sin fijarse mucho en los pocos adornos del interior ni cuál era el propósito de esa sala. Abrió la siguiente, solo para encontrarse con una cola esponjosa y dorada deslizándose por una de las salidas de la sala a la derecha. Tendría que ir más rápido si quería alcanzarle.

Continuó corriendo detrás de lo que fuera que iba delante de ella, sin saber bien por qué, pero bastante entretenida. Cruzaron decenas de salas y un buen puñado de pasillos. Érica intentó arrojarse con todas sus fuerzas y correr a máxima velocidad, pero no consiguió ver más que esa cola desaparecer por una puerta o en una esquina. Pronto se encontró con unas escaleras que bajaban varios metros en una extensa espiral. Descendió un buen rato, a pasos cortos y rápidos, hasta que llegó a un pasillo oscuro.

Ahí se detuvo, tímida. Solo había un camino por donde su amiguito podría haber ido, pero sentía que no debía estar ahí, como si fuera un lugar prohibido. Aun así continuó sigilosamente pisando la alfombra roja. Por un lado había enormes ventanas que mostraban parte de la ciudad a lo lejos, con edificios oscuros y tétricos. Se preguntó si alguien viviría ahí, no se veía como un lugar muy amigable.

Al final del pasillo se topó con otra puerta, y luego de la puerta había más escaleras, solo que estas iban en línea recta hacia abajo. La sala era grande y oscura, sin otro propósito que atravesarla, pero provocaba la sensación de que algo había alrededor mientras se la cruzaba, como si la oscuridad tuviera vida en ese lugar. Érica sintió el mismo miedo de cuando era niña y se escapaba de su cama en medio de la noche para ir a tomar agua, y luego regresaba a toda velocidad para que los monstruos en su cabeza no la atraparan. Tensa, comenzó a descender más rápido. Estaba sola, no necesitaba actuar frente a nadie. Sin embargo, en medio de las escaleras notó una figura luminosa a lo lejos, al final de la sala. Era su amiguito, el de la cola. No alcanzó a ver qué forma tenía, pero resplandecía aun en la oscuridad, y eso la hizo sentir mejor. Pensó que la esperaría, pero apenas acercársele un poco, desapareció.

Pronto llegó al final de las escaleras y atravesó la puerta al fondo. Continuó por un pasillo corto y extrañamente estrecho, hasta que el camino se abrió. Se encontró con un cañón, un precipicio, un hoyo inmenso.

Estupefacta, se lo quedó mirando un buen rato, mas el cielo era oscuro y por los lados había paredes. No, ese no era un cañón, sino que una sala gigante. Era tan grande que si la llenaran de agua, podría haberse convertido fácilmente en un lago.

Había varios pisos circundantes, todos con vista al centro. Ahí, desde el cielo hasta el suelo se encontraban dos cadenas entrelazadas, ingentes, cada una tan ancha como una autopista. Se movían un poco, muy lento, como si respiraran; de cuando en cuando se contraían levemente, como si latieran. Eran doradas, tan resplandecientes que parecían emitir luz propia, o quizás lo eran.

Érica contempló las cadenas anonadada por su magnitud. Necesitó de un par de minutos para espabilarse. Su amiguito luminoso no se hallaba por ningún lado, pero no se sintió mal al respecto, pensó que tendría otras cosas que hacer.

Pronto notó que uno de los pisos inferiores tenía una saliente en forma de cuerno, que se acercaba a las cadenas. Precisamente en ese momento un sujeto caminaba por el cuerno hacia el extremo. Era un caballero cubierto de pies a cabeza en armadura blanca. Caminaba lento, pero seguro. Extrañamente, estaba rodeado de cadenas doradas de tamaño normal, que revoloteaban encima como pajaritos amaestrados o, mejor dicho, como peces alargados que nadaban en el aire.

El caballero avanzó hasta la punta de la saliente. Las cadenas chicas se detuvieron, se ordenaron y giraron a su alrededor, rápidamente al principio, luego se detuvieron. Seguidamente se alejaron de él y corrieron por el aire como si se dejaran llevar por una corriente. Subieron y giraron, rozando los límites de la sala, hasta que se acercaron a Érica y comenzaron a formar círculos en torno a ella, como si quisieran jugar. La chica no supo cómo sentirse, hasta que notó que el caballero la miraba a través de su yelmo.

—¡Wack!— pensó— Parece que me metí en problemas.

Dio media vuelta y se preparó para correr, pero en eso sintió una presión en su abdomen. Al mirar hacia abajo, advirtió una cadena dorada que la sujetó con fuerza. Intentó empujar con su cuerpo para zafarse, pero el caballero tiró de la cadena y la chica fue asida a través de todo el radio de la titánica cámara. Por un buen rato voló de espaldas por el aire, tan rápido que sintió que su cerebro se le iba a salir por la nariz. Un momento más tarde se detuvo. No se había lastimado, porque dos brazos la atajaron. Al mirar arriba se encontró sujeta por el caballero. Este, entonces, la afirmó bien de la cara y la acercó a su frío yelmo blanco para mirarla bien. Érica intentó ver su cara dentro del yelmo, pero no percibió más que oscuridad. Luego el caballero se giró hacia las cadenas grandes, sin soltarla. Las contempló varios segundos, respirando agitadamente. Después de un momento regresó su vista a ella y con la mano que tenía libre le tapó los ojos.

—¿Qué haces?— protestó la chica.

Intentó abrirlos, pero se le hacía difícil con la mano del caballero encima. Estuvo un buen rato luchando para abrirlos, hasta que se dio cuenta que ya no tenía nada que le tapara la vista, excepto legañas.

Sintió ruidos de alguien moviéndose alrededor. Adormilada, se refregó la cara y se sentó en la cama. Su papá estaba vestido e iba de un lado a otro, como si estuviera atrasado para un evento importante. Érica miró la ventana de su habitación del hotel, pero por ahí no entraba nada de luz; aún era de noche.

—¿Papá?— lo llamó.

Lucifer se detuvo y la miró, algo sorprendido.

—¿Te desperté, princesita?

Rápidamente se acercó a ella y se sentó en su cama.

—¿Qué pasa?— inquirió ella, suprimiendo un bostezo.

Lucifer le sonrió.

—Lo siento, algo surgió y…— desvió la mirada, cosa que nunca hacía. Érica notó que de pronto los ojos se le pusieron llorosos. Algo no andaba bien— tengo que ocuparme de algunas cosas, princesita.

Érica ladeó la cabeza, muy dormida y muy ignorante para comprender qué es lo que ponía tan mal a su papá.

—¿Hice algo malo de nuevo?— supuso.

—No, no. Para nada. Eres la más linda hija que pudiera tener.

Lucifer puso una mano sobre la oreja de la chica, y con su brazo grande de oso la atrajo hacia sí y le dio un beso en la frente.

—¿Entonces qué pasa?— preguntó ella.

Lucifer miró en otra dirección de nuevo, contemplando la idea de explicarle todo, saboreándola, sería tan fácil… pero prefirió no hacerlo.

—Son problemas viejos, de antes que tú nacieras— confesó— cosas que no necesitas ver. Si todo sale bien, volveré en tres días.

Érica asintió, algo afligida, pero confiaba en su papá. Lo siguió con la mirada mientras se levantaba, tomaba sus cosas y abría la ventana del décimo piso en que se encontraban.

—Espera— lo llamó su hija.

Lucifer se volteó, un poco más rápido de lo que le hubiera gustado. Se notaba alterado. Érica se sintió increíblemente impotente por no poder ofrecerle ayuda.

—¿Sí?

—Si no vuelves en tres días… ¿Cómo te encuentro?

—No lo hagas— le pidió— es peligroso.

Érica sonrió. Su papá sabía que ella no iba a obedecer esa orden.

—Cuando te encuentre, juguemos a las luchas— sugirió, suponiendo que después de tres días de no verlo, estaría deseosa de sentir sus brazos alrededor de ella— o bailemos, lo que tú quieras.

Lucifer sonrió también, preguntándose si llegaría esa ocasión. Seguidamente cerró la ventana tras de sí, saltó el balcón y desapareció en la oscuridad de la noche.