Miranda
Durante los actos fúnebres de papá, hablaba con mamá respecto a los problemas financieros que este nos dejó tras su fallecimiento. No le había comentado nada de la mujer que lo llevó a tomar sus malas decisiones, ni de la llamada del primo Irving, pues no quería hacerla sufrir más.
Por otra parte, se me dificultó dejar de pensar en lo mucho que idolatraba a mi padre, a quien consideraba un hombre sabio e inteligente.
Así, llegué a la conclusión de que, a fin de cuentas, los sabios también cometen errores, y seguiría sumida en mis pensamientos si no fuese por la cantidad de personas que asistieron al funeral y se nos acercaban para darnos el pésame.
A mamá esto no le gustó, le costaba aceptar que papá había fallecido, así que se alejó de todos y se sentó sola cerca del féretro; lo único que le permitía asimilar la realidad.
—Oh, querida mía —dijo un señor de repente—, cuánto lamento la muerte de Román, era mi mejor amigo desde la infancia y me siento culpable por su deceso.
Se trataba el señor Federico Vallenilla, un reconocido inversionista y dueño de la casa de apuestas más grande de Puerto Cristal; deduje su pesar al instante.
—Usted no sabía por qué mi papá se vio en la necesidad de apostar, no se mortifique con la culpa —dije en medio de una batalla interna, pues quería que la compresión fuese más fuerte que el resentimiento.
—Aun así, no era propio de él apostar —musitó con voz quebrada.
—Eso es verdad —musité.
El señor Vallenilla no se alejó de mí a pesar de mi silencio, y cuando alcé mi vista hacia él, noté en sus ojos algunas lágrimas; el sentimiento de culpa lo agobiaba.
—No tiene que sentirse culpable, señor. Fue algo…
—Es que no sé cómo decirte lo que me mortifica —me interrumpió avergonzado y triste.
—Le sugiero que me lo diga ahora que me hundo en el pesar. Si es un problema más, no me afectaría tanto como podría hacerlo en caso de superar todo esto —dije recelosa.
El señor Vallenilla rascó su entrecejo y luego sacó un pañuelo del bolsillo de su gabardina con el que limpió sus lágrimas. Luego miró a su alrededor y se me acercó un poco para revelarme lo que tanto lo mortificaba.
—Román dejó una deuda muy grande conmigo, y ahora que falleció, corro el riesgo de perder todo ese dinero.
«Más problemas con el dinero», pensé furiosa.
—¿Es mucho dinero? —pregunté.
—Sí, y pienso que no es oportuno decírtelo ahora —respondió, su mortificación persistía.
—Dígalo de una buena vez. Así ya me hago la idea de todo lo que tenemos que sacrificar para pagar las deudas que dejó papá.
Cuando el señor Vallenilla reveló el monto que papá apostó bajo crédito, casi me desmayo. El mareo que sentí hubiese sido peligroso si no estuviese sentada. Así que le pedí que me dejase sola un momento y me permitiese asimilar la cantidad de dinero que se sumaba a la deuda.
Papá no solo nos dejó sin fondo para pagar las facturas que se seguían debiendo a los proveedores, pues también dispuso del dinero con el que pretendíamos cancelar las prestaciones sociales de nuestros empleados; estábamos en un gran aprieto.
Esto nos llevó a considerar la venta de todos nuestros bienes. Solo así podíamos solventar esas deudas.
En cuanto a los préstamos bancarios que solicitó papá para mantener a flote el supermercado durante la crisis, no nos preocupaba tanto como nos dolía, pues el banco pasaba a poseer todo lo que les costó a mis padres construir; era la cláusula de la hipoteca comercial.
Estuve pensando mil y una formas de comentarle a mamá que teníamos otra deuda, pero no me sentí valiente como para mortificarla más; ya le ocultaba tres cosas.
Mi remordimiento entonces pasó a ser una gran tortura, junto con el pesar y el dolor. La estaba pasando bastante mal, hasta que de repente lo vi a él, vistiendo un traje negro y mostrándose alicaído.
Su mirada al encontrarse con la mía pudo ser un gran motivo para sonreírnos, pero la situación ameritó que se acercase rápido hacia donde yo estaba y dejase que me hundiese en su pecho al abrazarnos.
Que Axel estuviese presente en un momento tan complicado fue un gran alivio, aun cuando lloraba inconsolablemente.
Desde su llegada, estuvo cada minuto a mi lado, escuchando mis problemas y limitándose a opinar cuando exageraba con mis ideas. Fue él quien me aconsejó que fuese sincera con mamá respecto a la llamada de mi primo, la deuda en la casa de apuestas y la infidelidad de papá. Incluso me acompañó para revelar esas verdades que la dejaron en shock.
Por suerte, Axel también consoló a mamá y la ayudó a reencontrarse con la calma, y hasta se tomó el atrevimiento de aconsejarnos respecto a la venta de nuestros bienes.
Muy en el fondo, me hizo feliz que estuviese presente, mostrando un aura distinta y un reforzamiento de la madurez que lo caracterizaba. Axel había cambiado un poco desde que nos separamos, supongo que por enfrentar problemas casi tan graves como los nuestros.
♦♦♦
Axel estuvo en Puerto Cristal durante una semana, ayudándonos a vender la mayor cantidad de bienes posibles y haciendo las diligencias que a mamá y a mí nos costaba realizar. Con él, concreté la venta de mi auto, la colección de relojes de papá y convenció a quien sería, en el transcurso de un mes, el comprador de la casa.
El apoyo de Axel fue el gran consuelo que mamá y yo tuvimos.
Sus palabras nos ayudaron a dar los primeros pasos hacia la aceptación de nuestras pérdidas y su optimismo fue nuestro motor para seguir adelante.
Nunca insinuó algo de nuestra relación, y en su comportamiento, recordé al chico que fue mi mejor amigo en la universidad. Esto en el fondo me alegró al mismo tiempo que me entristeció, pues también deseaba que me demostrase su amor pasional una vez más; estaba muy vulnerable.
Entonces pasó esa semana y, una vez más, me tuve que despedir de Axel, a quien acompañé hasta la terminal con la idea de que, en el último minuto de nuestra mutua compañía, me diese un ansiado beso.
Sin embargo, cuando anunciaron la salida hacia Ciudad Esperanza, solo me miró a los ojos, me dijo que podía siempre contar con él y me abrazó durante unos segundos; su calor fue reconfortante, aunque no era el calor que deseaba sentir.
♦♦♦
Con el paso de un mes, luego de vender la casa y el auto de papá, mamá y yo nos sentamos en la sala de estar de un departamento barato que rentamos antes de partir a Nueva París, ciudad en la que vivía mi tía Alma y donde nos ofreció empleo en su tienda de perfumes. Ahí, echamos un vistazo a todas nuestras cuentas bancarias e hicimos una sumatoria del dinero recaudado; lo habíamos vendido casi todo, salvo nuestra ropa y unos pocos objetos preciados.
Nos tranquilizó que, con lo recaudado, podíamos solventar las deudas y las prestaciones sociales de nuestros empleados. Incluso, nos quedaba una suma con la que pretendíamos establecernos en Nueva París.
Ya con el dinero a disposición, mamá pagó la deuda a los proveedores y las prestaciones sociales de los empleados, incluso sumó un pequeño bono a la familia de David, quienes nos informaron que, desde la muerte de papá, este dejó de ser el mismo, al punto de que consideraron como solución recluirlo en un centro psiquiátrico. «Pobre David», pensé.
Yo, por mi parte, me encargué de entregarle un cheque al señor Vallenilla, quien me había dado un plazo sin límites para pagar la deuda de papá, lo cual le agradecí antes de despedirme y decirle que mamá y yo nos íbamos de la ciudad.
El señor Vallenilla lamentó que tomásemos semejante decisión y que perdiésemos todo lo que tanto les costó a mis padres construir.
Él, más que nadie, sabía sus esfuerzos a la hora de invertir, y recordó con cariño que en su terquedad nunca quiso asociarse con él; a papá no le gustaban las apuestas, irónicamente.
De regreso al departamento, con el olor que salía de la cocina, supe lo que mamá preparaba; estaba ansiosa por comer.
Mientras tanto, encendí la laptop de papá, una de las pocas cosas que conservamos, y entré a su cuenta de Facebook para suspenderla. No había entrado desde el día de su fallecimiento, por eso me asombró que su examante le dejase varios mensajes, aunque solo leí el más reciente.
«Sí, ahora desaparece e ignórame, Román…
Sabes muy bien lo que haré por dejarme de mandar dinero, no me importa dar la cara, ¡mándame dinero ahora mismo! O les diré a tu adorada esposa y a tu hijita lo que hicimos. Tienes todas las de perder».
Si bien no sabía que papá había fallecido, era evidente que esto no le hubiese importado si lo supiese. Su único interés era el dinero. Así que me tomé la libertad de responder con un breve mensaje contundente y un poco insultante; sin revelar su muerte y haciéndome pasar por él.
«Lee esto con mucha atención, zorra…
Tus amenazas ya no me asustan, haz lo que quieras, pero déjame en paz. Chantajea a la puta madre que te parió. Ya he soportado muchas de tus tonterías, así que haz lo que te venga en gana. ¡Adiós!».
Me sentí demasiado bien después de enviar ese mensaje, razón por la cual mamá preguntó el motivo de mi sonrisa traviesa. Yo le comenté que le escribí a la examante de papá y le menté la madre con una despedida que creí digna antes de suspender su cuenta de Facebook.
Después de almorzar con mamá y hablar de nuestro viaje a Nueva París, decidí dar un paseo por el centro de la ciudad hasta llegar a las escalinatas de la Plaza Central. Me senté en lo más alto de estas para apreciar a lo lejos el océano y la costa; fue relajante estar ahí.
Mirando el paisaje, lloré porque, nuevamente, iba a dejar a mi ciudad natal, aunque mi tristeza se debía a que, en ese entonces, había perdido a los dos hombres más importantes de mi vida; mis grandes amores. Fue difícil procesar la forma en que se me fueron arrebatados, pues a uno se lo llevó la muerte, y a otro la distancia.