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유령 역

Ahora puedo contarlo porque pasaron muchos años. Pero, en ese entonces, tuve miedo de estar loca. O de que todos me creyeran loca, que es parecido. Sin embargo, ya pasaron muchos años. Hoy lo recuerdo como un sueño, como una extraña pesadilla.

Yo aún era joven. Estudiaba de noche y trabajaba en un banco, en el centro de la ciudad. Pasaba allí casi todo el día, frente a una computadora. Al mediodía tenía una hora libre para comer. Iba siempre al mismo lugar: un barcito ruidoso, lleno de oficinistas, donde, según el día, servían milanesas, ravioles o arroz con pollo.

Aquel día se cumplían dos años de mi trabajo en el banco. Nadie se acordaba, salvo yo, que, en realidad, quería olvidarlo. Ese trabajo me aburría. Para colmo, la mañana había empezado mal. Mientras elaboraba unas complicadas plantillas en la computadora, la máquina hizo de golpe un ruidito y se apagó. Yo, con las manos todavía sobre el teclado, vi mi propia cara reflejada en la pantalla. Me vi pálida, aburrida, preocupada. Me vinieron ganas de llorar. Fui hasta el baño y me quedé un rato allí, junto a una ventanita. Llovía, y el agua, ligera y gris, más que mojar los vidrios, parecía arañarlos.

Cuando regresé al escritorio, vi que la computadora había vuelto a funcionar, pero todo mi trabajo se había perdido. Quise explicarle a mi jefe lo ocurrido, y él me respondió:

- Si no fueras una buena empleada, pensaría que me estás mintiendo...

- Usted puede pensar lo que quiera señor - dije, remarcando el "señor" para que él supiera que yo lo consideraba cualquier cosa, menos alguien respetable.

Salí del banco cuando ya casi era de noche. Aún lloviznaba. Los autos circulaban con los faros encendidos. Las luces de los carteles - rojas, verdes, azules - se reflejaban sobre las calles mojadas. Me levanté las solapas del piloto y caminé tres cuadras hasta la boca del subterráneo.

El andén estaba lleno de gente. Algunos leían el diario, otros miraban los televisores encendidos que colgaban del techo. No bien llegó el tren, la gente se abalanzó para entrar y conseguir un asiento. Yo quedé de pie, apretujada entre una señora que olía a cremas y un hombre que intentaba hablar por teléfono celular.

Me dolía la cabeza; quería llegar a casa lo antes posible y acostarme, ya que ese día no tenía clase. Miraba fijo por la ventanilla para no marearme: podía ver las paredes negras del túnel, con todos esos cables y esos tubos. Pasaron una, dos, tres estaciones... Cada vez subía más gente. Yo bajaba en la quinta estación. Sin embargo, entre la cuarta y la quinta, apareció de pronto una estación nueva, desconocida. Yo hacía ese viaje todos los días, pero jamás había visto aquella. Aunque el subte siguió corriendo a toda velocidad, sin detenerse, vi todo como en cámara lenta.

La misteriosa estación estaba sin terminar. Era muy vieja o, tal vez muy nueva. En sus paredes sucias había dibujos oscuros. Eran figuras grandes, extrañas, como de animales o insectos gigantes. Un tubo fluorescente colgaba medio suelto del techo y emitía una luz pobre, parpadeante. En el suelo había basura, y hasta me pareció ver ratas entre los desperdicios. En medio del andén pude distinguir a dos hombres, sentados en un banco de cemento. Parecían obreros. Tenían cascos y trajes de trabajo. Pero cuando el subte pasó frente a ellos, les vi las caras... o lo que quedaba de ellas. Los hombres tenían el rostro consumido; la piel sobre los huesos era amarilla, cenicienta y sus ojos..., sus ojos muy hundidos, eran blancos. Aquellos hombres estaban muertos y sus miradas vacías se clavaron durante unos segundos en mí. Me pareció que sonreían...

En ese momento sentí verdadero terror. Fue como si tuviera dentro del cuerpo un animal vivo, de muchas patas, que me subía desde la panza a la garganta. Después escuché un zumbido penetrante dentro de la cabeza, vi todo negro y me desmayé. Cuando desperté, estaba recostada en un banco, en la última estación. Un hombre me apoyaba un pañuelo húmedo sobre la frente.

- Hola - me dijo, sonriendo.

- ¿Dónde estoy? - pregunté asustada - ¿Qué me ocurrió?

- Creo que te bajo la presión - me explicó el hombre - No te caíste al suelo porque el subte estaba lleno.

- Gracias - dije, mientras le devolvía el pañuelo y trataba de incorporarme.

- ¿Te sientes mejor?

- Sí... No sé... Tuve un día largo - me excusé. No quería explicarle todo. Además, no estaba segura de lo que había visto.

Me arreglé un poco la ropa e intenté pararme. De pronto, recordé la macabra estación y las piernas se me aflojaron. El hombre me ayudó a sostenerme.

- ¿No quieres que te acompañe? - pregunto - Me parece que estás por enfermarte...

Lo miré. Tenía mi edad, más o menos. Algo en él me transmitió confianza. Le dije:

- Por lo menos salgamos de aquí. Necesito respirar aire fresco.

Afuera, la lluvia continuaba. Respire profundo y el aire de la noche me reanimo.

- Me llamo Jimin - dijo él.

Me presente, y caminamos un rato en silencio. Jimin preguntó:

- ¿No quieres tomar un café? Te va a hacer bien.

Le dije que sí. Todavía no quería quedarme sola y volver a casa.

Entramos en un bar pequeño y calido, y nos sentamos a una mesa junto a la ventana. Las paredes del bar estaban adornadas con cuadritos. Eran fotos en blanco y negro de puentes de todo el mundo.

- ¿Sabes...? - me dijo Jimin - Antes de desmayarte abriste muy grande los ojos. Pusiste una cara de susto tremenda... ¡Yo mismo me asuste!

Comprendí entonces que, en el vagón, Jimin me había estado observando. Sonreí, pero no dije nada. Realmente, Jimin era lindo. Me gustaron sus manos y su sonrisa. Tenía unos ojos pequeños pero intensos, que le daba un aspecto interesante.

Después de tomar café me sentí mejor. En la calle estaba dejando de llover.

- Me parece que voy a ir para casa - dije.

Cuando nos despedimos, Jimin me pidió mi número de teléfono. Se lo di. Y, antes de irme, le pregunte:

- Jimin, ¿Tú creés en fantasmas?

Él se quedó en silencio un instante.

- Me parece que no - respondió y después agregó - ¿Por qué? ¿Eres un fantasma?

Me reí. Le dije:

- ¡Ya sé que estoy pálida y doy miedo!

- A mí - soltó Jimin, sin vueltas - lo único que me da miedo es no volver a verte...

La verdad esque nunca me habían dicho una cosa así. Sentí que la sangre se me subía a las mejillas y, en un segundo, me puse todo colorada.

- ¿Ves? - dijo él - ¡Ya no estás pálida!

Nos despedimos.

Al día siguiente, en el trabajo, repasé lo ocurrido y empecé a sentir miedo. ¿Y si la estación no existía? ¿Y si todo había sido un producto de mi imaginación? ¿Y si la estación existía, pero solo yo podía verla? ¿Y si me estaba volviendo loca? ¡Justo ahora que había conocido a un hombre que me gustaba...!

A las seis salí del trabajo y camine hasta el subte. Para mi sorpresa, Jimin me esperaba allí, en la entrada. Tenía una flor en la mano.

Era una flor rara, de color anaranjado.

- Mi abuela decía que ahuyentaba a los fantasmas - dijo Jimin, acomodándome la flor en un ojal del abrigo - ¿Te molesta que viaje contigo?

- Para nada - le respondí.

Bajamos juntos al andén. Enseguida, empecé a temer que aquella estación volviera a aparecer y que otra vez me desmayara... Pasó una estación, luego otra y otra. Cuando dejamos atrás la cuarta, me puse muy tensa. Sin darme cuenta, le tomé la mano a Jimin. Él apretó mi mano en la suya. Fue muy lindo. Aún recuerdo la sensación. Era como si mi mano fuera un pajarito dentro de la suya.

El subte iba ya a gran velocidad y las vías chirriaban en las curvas. Nos estábamos acercando. Pero, justo en ese momento, las luces del vagón titilaron. Las bombitas, de golpe, se apagaron todas al mismo tiempo. Durante unos segundos, todo quedó a oscuras. Yo temblé. Cerré los ojos he inmediatamente, sin pensarlo, abracé a Jimin, apoyando mi cabeza en su pecho. Escuché su voz, mientras ponía su mano en mi cintura, que me decía al oído:

- Tranquila, es un apagón, solamente.

Y luego, cuando volvió la luz al vagón, ví que ya estábamos llegando a la siguiente estación. El subte aminoraba la velocidad. Yo no había visto nada, pero sudaba. No deje de abrazar a Jimin el resto del camino.

Desde ese día, nunca más quise tomar el subte. Preferí olvidarme, o tratar de olvidarme. Ni siquiera a Jimin le conté lo que había pasado. Y eso que empezamos a salir y nos pusimos de novios.

Pero lo cierto es que no me olvidé y, por eso, ahora lo cuento. Así que, si alguna vez pasan por ahí y ven lo mismo que yo vi, por lo menos saben que no son los únicos. Y eso, aunque no lo crean, a veces es un gran consuelo.