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Vendida al destino

Amelia no siempre fue Amelia. En una vida pasada, fue un joven que se dejó llevar por la apatía y la indiferencia, grabando en silencio una atrocidad sin intervenir. Por ello, una organización secreta decidió aplicar un castigo tan severo como simbólico: transformar a los culpables en lo que más despreciaban. Convertido en mujer a través de un oscuro ritual, Amelia se ve atrapada en un cuerpo que nunca pidió y en una mente asediada por nuevos impulsos y emociones inducidos por un antiguo y perverso poder. Vendida a Jason, un CEO tan poderoso como enigmático, Amelia se enfrenta a una contradicción emocional desgarradora. Las nuevas sensaciones y deseos implantados por el ritual la empujan a enamorarse de su dueño, pero su memoria guarda los ecos de quien fue, y la constante lucha interna amenaza con consumirla. En medio de su tormento personal, descubre que Jason, al igual que la líder de la organización, Inmaculada, son discípulos de un maestro anciano y despiadado, un hechicero capaz de alterar el destino de quienes caen bajo su control. Mientras intenta reconstruir su vida y demostrar que no es solo una cara bonita, Amelia se ve envuelta en un complejo juego de poder entre los intereses de Inmaculada y Jason, los conflictos familiares y las demandas del maestro. Las conspiraciones se intensifican cuando el mentor descubre en ella un potencial mágico inexplorado, exigiendo su entrega a cualquier precio. Para ganar tiempo, Jason e Inmaculada recurren a métodos drásticos, convirtiendo a los agresores de Amelia en mujeres bajo el mismo ritual oscuro, con la esperanza de desviar la atención del maestro. En un mundo donde la magia, la manipulación y la lucha por el poder son moneda corriente, Amelia deberá encontrar su verdadera fuerza para sobrevivir y decidir quién quiere ser en un entorno que constantemente la redefine.

Shandor_Moon · Urban
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96 Chs

080. La trampa se cierra

En un rincón oculto al norte de San Miguel, en Suryavanti, la penumbra envolvía a dos hombres como un manto de secretos y conspiraciones. El aire estaba cargado de una tensión casi palpable, como un hilo de acero tensado al borde de romperse.

—Maestro, el señor Jason Xiting lleva media hora esperando para su videoconferencia —informó Espinosa, su voz baja, impregnada de la gravedad de la situación. Aunque sus palabras eran formales, había una sutil urgencia en ellas, una advertencia encubierta.

El maestro, un hombre de cabellos canosos y mirada penetrante, permaneció inmóvil, su atención completamente absorta en uno de los gusanos que su "hija" le había traído. La luz tenue de la habitación proyectaba sombras inquietantes sobre su rostro, mientras sus ojos, oscuros como la noche, seguían cada movimiento del pequeño ser. Los minutos pasaron, eternos en su silencio, hasta que el gusano alzó la cabeza. Fue entonces cuando aquellos ojos implacables se clavaron en Espinosa, con una intensidad que lo hizo sentir como si una cuchilla helada hubiera atravesado su alma.

—Devuelve el gusano a su sitio y conecta la videoconferencia —ordenó el maestro, su voz tan firme como el acero, sin permitir que ninguna emoción se filtrara.

Espinosa asintió, sintiendo la presión invisible de la mirada del maestro. Guardó el gusano con la precisión de un cirujano y colocó un portátil frente a su superior, iniciando la videoconferencia. La pantalla se iluminó, revelando el rostro de Jason Xiting, de 28 años, un hombre cuya figura imponente no solo se debía a su altura de 1.90 metros, sino también a la intensidad casi palpable que emanaba de él. A pesar de su presencia dominante, Jason juntó las manos y se inclinó profundamente.

—Maestro —saludó humildemente, su voz resonó en la habitación, cargada de un respeto que bordeaba el temor.

Una sonrisa, apenas perceptible, curvó los labios del maestro. Disfrutaba viendo cómo incluso los hombres más poderosos, aquellos que gobernaban el mundo con mano firme, se doblaban ante él como árboles ante la tormenta.

—Cumpliste bien tu misión de devolver a mi hija —dijo el maestro, con una suavidad engañosa que ocultaba un filo afilado.

Jason asintió de nuevo, manteniendo la cabeza baja, sus pensamientos corriendo en todas direcciones, buscando la respuesta correcta, la que no despertara la ira de su maestro.

—Esa nueva novia tuya parece interesante —comentó el maestro, sus palabras deslizadas con la precisión de un bisturí, destinadas a cortar y explorar.

Jason sintió un escalofrío recorrerle la columna. Cada palabra del maestro era un recordatorio del abismo que lo separaba de su mentor, un abismo donde un solo paso en falso podría significar su perdición.

—Me gustaría conocerla. ¿Cuándo puedes traerla ante mi presencia? —continuó el maestro, su tono medido, cada sílaba diseñada para mantener a Jason en un estado de ansiedad constante.

Jason respiró hondo, intentando mantener el control. Sus ojos, generalmente llenos de determinación inquebrantable, reflejaban ahora un destello de preocupación.

—Para primeros de febrero, Maestro. Tenemos previsto dejar Hesperia y establecernos en Suryavanti. Por eso tardaré algo en poder ir a San Miguel y presentarle mis respetos —respondió Jason, con una voz que, aunque controlada, traicionaba la inquietud que sentía.

El maestro desvió la mirada hacia unos papeles sobre su escritorio, ojeándolos de manera distraída, como si lo que Jason acababa de decir careciera de importancia. El silencio que siguió fue espeso, cargado con la tensión de lo no dicho. Cada segundo que pasaba sin una respuesta era una gota de sudor frío que corría por la espalda de Jason.

—Mi pequeña ha dejado unos gusanos en Hesperia —dijo finalmente, su tono casual, pero su mensaje era cualquier cosa menos trivial—. Ella no volverá a Hesperia, por lo cual trae esos gusanos.

Jason sintió el nudo en su estómago apretarse aún más. Sabía que había algo más que el maestro quería decir, algo que podría cambiarlo todo. Quería hablar, tenía algo importante que decir sobre Amelia, pero el miedo lo mantuvo en silencio. Sabía que cualquier palabra equivocada podría ser fatal.

—Mi pequeña dice que el único producto interesante de esos gusanos es tu novia. ¿Lo has comprobado? —inquirió el maestro, sus palabras eran suaves, casi amables, pero el veneno en ellas era inconfundible.

—De momento ninguna parece tener esa característica interesante. Maestro, en cuanto a eso, me gustaría... —Jason comenzó a responder, sintiendo que debía explicar, pero fue interrumpido bruscamente.

—¿Te he dado permiso para hablar? —la voz del maestro se endureció, cortando el aire como un cuchillo.

—No, señor —Jason agachó la cabeza, cerrando los ojos para contener el impulso de defenderse. Sabía que debía mantener la calma, por su bien y por el de Amelia.

El maestro lo observó en silencio, disfrutando de la sumisión de Jason. Lo mantuvo así, en una humillación prolongada, deleitándose en el poder que ejercía sobre él. Tras lo que pareció una eternidad, decidió continuar.

—Un hombre faltó al respeto a tu novia. De seguro vas a castigarlo. Me gustaría oír tu plan —dijo el maestro, su tono volvió a ser neutral, aunque la petición llevaba un peso considerable.

Jason alzó la cabeza con una ligera sonrisa. Finalmente, tenía la oportunidad de hablar.

—En unas horas, el juez fijará su fianza para salir de la cárcel. En ese momento, depositaré el dinero para su liberación. Una vez fuera, será secuestrado. Lo mantendré oculto hasta tener preparado el gusano. Durante ese tiempo, quizás lo torture. Si, una vez administrado el gusano, resulta ser especial, se le entregará a cambio de la libertad de Amelia. Si no resulta especial, puede imaginar su destino —explicó Jason, su voz recobrando fuerza a medida que detallaba su plan.

El maestro permaneció en silencio, sopesando las palabras de Jason. Estaba satisfecho, pero solo en parte. Tras unos momentos, dio su veredicto.

—Hasta la administración del gusano, estoy de acuerdo. Pero ocurra lo que ocurra, me lo entregarás. Si no es especial, el señor Espinosa se encargará de su castigo —dijo, su tono era definitivo, como el golpe de un martillo en la sentencia.

Espinosa, que había permanecido en silencio detrás del maestro, esbozó una sonrisa fría. Estos eran los encargos que le deleitaban.

—En cuanto al destino de Amelia, no está en tus manos —continuó el maestro, su voz se tornó más severa, aplastante—. Yo evaluaré su potencial y decidiré si puede seguir contigo, si vive o si muere. Hoy me siento generoso porque me has devuelto a mi hija. Puedes elaborar un informe pidiendo que se le deje con vida y bajo tu custodia. Si veo la motivación adecuada, quizás puedas conservarla. No obstante, no tomaré una decisión definitiva hasta poder valorarla personalmente. Ahora déjame, tengo asuntos más importantes que tratar.

La pantalla se oscureció de golpe, dejando a Jason mirando su reflejo en la oscuridad. Un suspiro escapó de sus labios, pesado, cargado de la ansiedad que había contenido durante toda la conversación. Casi deseaba que el gusano fallara en producir esa característica especial en Sandro. ¿Qué podría escribir en ese informe? ¿Cómo podría convencer al maestro de que Amelia merecía vivir?

La duda lo asaltaba, y el peso de la situación parecía hundirlo más en su asiento. Sabía que lo que estaba en juego era más que su orgullo o su amor propio; era la vida de Amelia, y tal vez, la suya propia.

Mientras tanto, en una sala oculta cargada de secretos, Espinosa cerró el portátil con un gesto preciso, retirándolo de la vista del maestro antes de regresar a su lugar habitual a su lado. Durante la última semana, el maestro había estado completamente absorto en los misterios que rodeaban a esos gusanos, y Espinosa lo sabía bien. El escritorio frente al maestro estaba cubierto de montones de libros antiguos y el diario entregado por la señora Montalbán, con sus páginas esparcidas en una búsqueda febril de conocimiento prohibido. El maestro intentaba desentrañar si existía una forma alternativa de usar esas criaturas para materializar su visión: una nueva raza de superhombres y supermujeres, seres que trascenderían los límites de lo humano.

El silencio en la habitación era denso, casi tangible, interrumpido solo por el suave roce de las páginas al pasar. Espinosa, aunque acostumbrado a la presencia imponente del maestro, no podía evitar sentir un leve nerviosismo al pensar en interrumpir sus estudios.

—Señor, esa chica... —comenzó Espinosa con cautela, midiendo cada palabra mientras intentaba captar la atención del maestro sin parecer impertinente.

El maestro levantó la cabeza de los libros durante un instante, sus ojos oscuros y llenos de una concentración intensa se clavaron en Espinosa, evaluando la interrupción como un depredador acechando.

—¿Qué ocurre con esa chica? —preguntó, su voz baja y controlada, pero con un filo cortante que revelaba su impaciencia.

Espinosa tragó saliva, consciente de que cualquier sugerencia que no complaciera la voluntad del maestro podía ser peligrosa. Sin embargo, había algo en la situación que no podía ignorar, algo que lo inquietaba profundamente.

—Esa chica parece tener cierto valor para Jason e Inmaculada. Quizás podrías... —titubeó, seleccionando cuidadosamente sus palabras. No le gustaba contradecir al maestro, pero no podía olvidar cómo su superior había reaccionado tras castigar a Inmaculada.

El maestro entrecerró los ojos, y por un momento, la sala pareció enfriarse aún más. Espinosa sintió cómo la atmósfera se volvía casi opresiva bajo el peso de esa mirada, como si el aire mismo se hubiera vuelto espeso.

—¿Alguna vez me has visto ser generoso? —interrumpió el maestro, su tono era cortante como la hoja de un cuchillo—. La generosidad es solo una señal de debilidad.

Un escalofrío recorrió la columna de Espinosa. Sabía que el maestro no toleraba dudas ni muestras de compasión. Sus palabras, aunque duras, estaban impregnadas de una verdad cruel que gobernaba cada acción en Suryavanti.

—No, señor. Nunca ha sido generoso. Olvide mi estúpida osadía —respondió Espinosa, bajando la mirada con deferencia. Sabía que, en realidad, el maestro había mostrado generosidad en el pasado, al menos en lo que respectaba a Inmaculada. La muerte habría sido un castigo lógico, pero ella había sobrevivido. Un castigo severo, sí, pero no fatal.

El maestro volvió su atención a los libros, pero su mente seguía en ebullición. Aunque su rostro permanecía impasible, su interior luchaba con la idea de hacer daño a aquellos a quienes, de algún modo, consideraba su familia. Sin embargo, su obsesión por comprender la singularidad de esa chica, Amelia, y su importancia para Jason e Inmaculada, era más fuerte.

Finalmente, tras un largo momento de silencio, el maestro habló, su voz impregnada de una frialdad calculadora.

—Escribe un mensaje en mi nombre a Jason. Que use las mismas circunstancias que se usaron con su novia. Como sangre debe usar la de ella. Quizás, si la sangre ya contiene esa característica... —sus palabras se deslizaron como veneno, cada una cuidadosamente medida para cumplir su propósito—. Además, trae a Inmaculada y consigue cinco hombres y cinco mujeres. Vamos a experimentar con ellos.

Espinosa asintió, reconociendo la importancia y la gravedad de las instrucciones que acababa de recibir. Sin más palabras, se retiró de la sala con una eficiencia fría y calculada, listo para cumplir con las órdenes de su señor. Sabía bien cómo moverse en Suryavanti; conseguir a esos hombres y mujeres sería una tarea sencilla. Bastaría con una vuelta en la furgoneta al caer la tarde. Mientras caminaba por los oscuros pasillos, su mente ya comenzaba a planear cada paso con precisión, consciente de que en este juego de poder, la lealtad y la obediencia eran las únicas monedas que importaban.

Ajeno a las sombras que se cernían sobre él, Sandro se encontraba atrapado en el corazón de una prisión donde la crueldad y la violencia eran tan comunes como el aire que respiraba. En ese momento, su cuerpo era el blanco de una brutal paliza. Los golpes caían como una lluvia implacable, cada uno de ellos acompañado por el sonido sordo de sus puños y pies impactando contra su carne y huesos. El eco de su sufrimiento resonaba en las paredes frías y sucias de la celda, como una sinfonía macabra que solo presagiaba su caída.

Con cada puñetazo, con cada patada, la resistencia de Sandro se desmoronaba. Sus intentos de cubrirse y defenderse se volvían más débiles, más desesperados. Los ojos de sus compañeros de celda brillaban con un odio visceral, un odio que no buscaba otra cosa que su completa aniquilación. No había piedad en ellos, solo una sed de venganza que se saciaba con cada nuevo golpe que lanzaban.

Dos carceleros se acercaron a la celda, atraídos por el ruido. Sus figuras se recortaban contra la tenue luz del pasillo, pero no hicieron el menor intento por detener la carnicería que se desarrollaba ante ellos. Se quedaron observando, sus rostros impasibles, como si fueran espectadores de un espectáculo grotesco. En sus ojos brillaba una fría satisfacción, un desprecio absoluto hacia aquel ser despreciable que yacía a sus pies, que no merecía ni la más mínima misericordia.

Para ellos, Sandro no era más que una escoria, una criatura que había cruzado la línea de lo imperdonable. Sabían que la sociedad no lo echaría de menos, que nadie derramaría una lágrima por él. Sus vidas seguían adelante, y en ese momento, Sandro no era más que un paréntesis insignificante.

Solo cuando Sandro quedó reducido a un montón tembloroso y sangrante en el suelo, los carceleros decidieron intervenir. Su cuerpo estaba hinchado y cubierto de moretones, cada centímetro de su piel hablaba de la violencia que había sufrido. Sangre manaba de su nariz y boca, goteando sobre el suelo de la celda. Su respiración era un jadeo irregular, entrecortado por el dolor que lo consumía por dentro y por fuera. Los guardias apartaron a los otros presos, sin una palabra, y lo sacaron de la celda, dejándolo tambalearse mientras lo empujaban hacia la salida.

—Han pagado tu fianza. Puedes marcharte —dijo uno de los guardias con un tono que destilaba indiferencia, como si la vida de Sandro no fuera más que un trámite rutinario, algo que debía gestionarse antes de pasar a la siguiente tarea del día.

Las palabras resonaron en la mente de Sandro como un eco vacío, una promesa de libertad que no entendía del todo en su estado confuso. Salió de la prisión con una confianza renovada, apoyada en la creencia de que su abogado había logrado sacarlo de allí. Pero esa confianza era un espejismo, una última burla del destino.

Al cruzar las puertas metálicas, un hombre lo esperaba. Llevaba un traje impecable, su figura bien cuidada irradiaba una frialdad calculada. Con un maletín en la mano, parecía la encarnación de la eficiencia y el éxito, exactamente lo que Sandro esperaba de su defensor.

—Mi nombre es Juan Gómez. Soy el abogado contratado por su esposa para representarlo. Le llevaré a casa —dijo el hombre, con una sonrisa que parecía ensayada, sus ojos sin brillo no reflejaban empatía alguna.

—Gracias —respondió Sandro, con un alivio que le nublaba el juicio, incapaz de percibir la amenaza que latía bajo la superficie.

Sin sospechar nada, Sandro siguió al supuesto abogado hacia un BMW negro que estaba estacionado frente a la prisión. Se subió al asiento trasero junto con él, creyendo que finalmente estaba a salvo, que el peligro había pasado. El motor rugió suavemente al arrancar, y el coche comenzó a alejarse del lúgubre edificio. Pero a medida que avanzaban, una inquietud insidiosa empezó a arraigarse en el pecho de Sandro, una sensación que intentó ignorar.

No se habían alejado demasiado cuando el hombre a su derecha abrió el maletín con movimientos metódicos, casi rituales. Sin previo aviso, sacó un pañuelo impregnado en un líquido transparente y lo presionó contra la cara de Sandro. El contacto fue inmediato y aterrador. El olor químico invadió sus sentidos, y un pánico desesperado se apoderó de él. Forcejeó, sus manos arañando en el aire, pero fue inútil. El supuesto abogado era más fuerte, y la sustancia hizo su trabajo con una rapidez implacable.

El mundo de Sandro se oscureció. Su cuerpo, ya debilitado por la paliza, se rindió rápidamente a la sustancia que lo asfixiaba. Su resistencia, su lucha, todo se desvaneció en un suspiro, dejando atrás un vacío que pronto sería llenado por la nada.

Cuando el BMW se detuvo junto a una furgoneta blanca en una calle oscura y desierta, Sandro ya estaba inconsciente, su vida ahora totalmente en manos de aquellos que lo habían sellado. Con una eficiencia fría y calculada, los hombres lo sacaron del coche y lo trasladaron a la furgoneta. No hubo palabras, no hubo gestos innecesarios. Los vehículos tomaron caminos diferentes, el coche negro desapareciendo en la distancia, mientras la furgoneta emprendía su propio recorrido hacia un destino que Sandro jamás habría podido imaginar, uno del que nunca podría escapar.

En ese momento, la vida de Sandro había dejado de tener valor alguno. No era más que una sombra en un tablero de ajedrez, movido por fuerzas que jamás comprendería, su destino sellado por manos invisibles que no conocían la piedad.