Amelia entró en la clínica privada de la familia Villalobos, rodeada por una atmósfera de lujo discreto que contrastaba drásticamente con el caos interno que la consumía. Cada detalle a su alrededor parecía subrayar la distancia entre la tranquilidad superficial del entorno y la tormenta que rugía en su interior. Jason permanecía a su lado, su presencia era un ancla en medio de la marea de terror que la invadía. Pero ni siquiera su cercanía podía aplacar el pavor que se apoderaba de Amelia a cada paso que daba por los pasillos impecablemente blancos. El eco de sus pasos resonaba en su mente como un martilleo constante, una cuenta regresiva hacia lo inevitable: el reconocimiento que podría revelar mucho más de lo que estaba dispuesta a enfrentar.
A medida que se acercaban a la sala de examen, Amelia sintió cómo el miedo se enroscaba en su pecho como un nudo de serpientes. La posibilidad de que las pruebas revelaran algo sobre el gusano que había transformado su cuerpo, que había reescrito su identidad en formas que ni siquiera ella había llegado a comprender del todo, la aterrorizaba. ¿Y si el doctor descubría su secreto? ¿Y si ese monstruo interior, que había remodelado su sexo y cambiado su orientación sexual, salía a la luz? El mero pensamiento de ser expuesta la hacía sentir como si el suelo bajo sus pies pudiera ceder en cualquier momento.
Al llegar a la sala de examen, fue recibida por el Dr. Samuel Alcántara, un hombre de mediana edad con una expresión amable pero que reflejaba la presión de su responsabilidad. Detrás de su fachada de calma, sentía el peso de la llamada que había recibido de la Señora Villalobos: la instrucción había sido clara y directa, la atención a Amelia debía ser impecable, sin margen para errores. La reputación de la clínica y la suya propia estaban en juego. Con años de experiencia en medicina forense y atención a víctimas de violencia, sabía que este no sería un simple reconocimiento físico. Había visto demasiadas veces cómo los cuerpos contaban historias que las palabras no podían expresar, y aunque estaba preparado para leer cada marca en la piel de Amelia, también era consciente de que cualquier cosa fuera de lo común podría desencadenar una tormenta que ni él ni la clínica podrían controlar.
—Señora Antúnez, entiendo lo difícil que debe ser esto para usted —comenzó el Dr. Alcántara con una voz suave pero firme, mientras la guiaba hacia la camilla—. Voy a proceder con el examen, pero si en cualquier momento necesita que me detenga, por favor hágamelo saber.
Amelia asintió en silencio, su mirada perdida en algún punto del suelo. Sentía como si estuviera flotando, como si su cuerpo no le perteneciera realmente, una sensación de desconexión que solo el trauma podía provocar. Pero sabía que este examen era necesario. Cada marca en su cuerpo era una prueba, una evidencia de la monstruosidad que Sandro había intentado infligirle. Algo por lo cual pagaría por el resto de sus días.
El doctor comenzó con el reconocimiento, sus movimientos eran meticulosos y cargados de una cautela casi reverencial. Sus dedos, fríos y precisos, se deslizaron suavemente sobre las muñecas de Amelia, donde las marcas rojas y moradas se extendían como ramas de un árbol retorcido, testigos mudos de la brutalidad con la que Sandro la había atado. Las líneas amoratadas serpentearon bajo su piel como cicatrices recién abiertas, y cada presión suave del doctor sobre esos puntos desencadenaba una oleada de dolor, no solo físico, sino emocional, que amenazaba con desbordarla. Las heridas no eran solo superficiales; eran abismos de sufrimiento donde su memoria caía en picado, reviviendo con cada toque el terror asfixiante de esa noche. Amelia podía casi sentir de nuevo la fuerza despiadada con la que Sandro había apretado las ataduras, como si su piel aún estuviera atrapada en ese momento oscuro y aterrador.
—Estas marcas en las muñecas son consistentes con una atadura fuerte, probablemente con un cinturón de cuero —comentó el Dr. Alcántara mientras tomaba notas—. El tejido está inflamado, y hay indicios de daños en los nervios, pero no parece haber fracturas. ¿Le duele mucho cuando muevo su muñeca así?
Amelia cerró los ojos, intentando bloquear la oleada de dolor agudo que le recorrió el brazo cuando el doctor movió ligeramente su muñeca. Pero el verdadero tormento no estaba en el dolor físico; era el dolor emocional que se desbordaba como un torrente oscuro, arrastrándola de nuevo a esos momentos de absoluta impotencia. Sentir sus manos inmovilizadas detrás de su espalda, atrapadas como en una trampa sin salida, la había llenado de una desesperación tan profunda que casi había perdido la esperanza. Cada vez que el doctor manipulaba su muñeca, el recuerdo volvía con una claridad insoportable: la fuerza con la que había sido sometida, la incapacidad de defenderse, de luchar, de escapar. Asintió ligeramente, con los labios apretados, intentando mantener la compostura, pero por dentro, las cicatrices del miedo y la humillación se abrían de nuevo, dejándola vulnerable y temblorosa, reviviendo esa terrible sensación de estar completamente a merced de alguien más.
—Es soportable —respondió en un susurro, aunque sabía que su umbral del dolor estaba siendo puesto a prueba, no solo por las heridas, sino por la necesidad de mantenerse fuerte.
El doctor continuó con el examen, despojando cuidadosamente a Amelia de su vestido, exponiendo su espalda y sus costados a la fría luz de la sala. Al hacerlo, las marcas de la brutalidad se revelaron con una crudeza que hizo que hasta el profesional más experimentado frunciera el ceño. Las contusiones eran grandes y oscuras, manchas amoratadas que se extendían como sombras bajo su piel, recordatorios imborrables de la violencia a la que había sido sometida. Las zonas enrojecidas, inflamadas y sensibles al tacto, mostraban claramente dónde su cuerpo había sido lanzado contra el lavabo y el espejo, cada golpe marcado en su piel como una firma indeleble del horror vivido. Algunas de las áreas ya comenzaban a oscurecerse, revelando la gravedad de los impactos, mientras otras se inflamaban, pulsando con el dolor latente de un trauma reciente. Cada contusión era una prueba silenciosa de la fuerza con la que había sido maltratada, una cruda representación de su vulnerabilidad en esos momentos en los que no tuvo más remedio que soportar la agonía física y emocional.
—Tiene varias contusiones aquí —indicó el doctor mientras señalaba las áreas afectadas—. Son el resultado de un impacto contundente, posiblemente al ser lanzada contra una superficie dura. Esto corrobora su relato sobre cómo fue atacada. Voy a prescribirle algo para el dolor, y le recomiendo reposo para permitir que estas heridas sanen.
Amelia asintió de nuevo, agradecida de que el doctor estuviera tomando todo con tanta seriedad, pero también deseando que todo terminara pronto. Sentía como si cada segundo que pasaba en esa sala de examen fuera una eternidad, un recordatorio de su vulnerabilidad, de cómo había estado a merced de un hombre que no había tenido piedad.
—Ahora necesito examinar su cuello y su garganta —dijo el Dr. Alcántara, con una delicadeza que reflejaba su experiencia con pacientes en situaciones similares—. Sabemos que su agresor intentó asfixiarla, y es importante verificar si hay daños internos.
Amelia tragó saliva con dificultad, y el simple acto fue suficiente para que los recuerdos la asaltaran con una intensidad abrumadora. Revivió el momento exacto en que había sido brutalmente empujada contra el lavabo, su cabeza sumergida en el agua fría y turbia. La sensación de asfixia regresó como una sombra pesada, recordándole la desesperación absoluta que había sentido mientras luchaba por respirar. Más allá del horror de ser violada, había un miedo primigenio que la había consumido en esos segundos eternos: el miedo a morir allí, ahogada e impotente, sin poder siquiera gritar por ayuda.
Su corazón latía con fuerza mientras el doctor inclinaba su cabeza hacia adelante para examinar su garganta. Cada toque de sus dedos en su cuello la hacía estremecer, trayendo de vuelta la angustia de sentir cómo el aire se le escapaba, cómo su pecho ardía con la necesidad desesperada de respirar, cómo la vida misma parecía desvanecerse con cada segundo que pasaba bajo el agua. Amelia cerró los ojos, intentando contener el pánico que amenazaba con consumirla, pero el recuerdo del agua que llenaba sus pulmones, de la oscuridad que se apoderaba de su visión, era tan vívido que casi la hizo temblar.
—Hay signos de presión en su garganta —indicó el doctor, su voz llena de profesionalidad y calma—. Nada que parezca permanente, pero los músculos están tensos, y hay hinchazón en las cuerdas vocales. Esto es consistente con el intento de asfixia que describió. Le recomiendo que evite hablar en exceso durante los próximos días para permitir que su voz se recupere completamente.
El médico dio un paso atrás, observando a Amelia con una mirada de preocupación genuina. Entonces, con la misma meticulosidad que había mostrado hasta ahora, procedió a examinar las marcas en su cabeza. El golpe contra el espejo había dejado un hematoma notable en su frente, mientras que el impacto posterior contra el lavabo había producido una hinchazón en la parte superior de su cráneo.
—Voy a solicitar una radiografía para asegurarnos de que no haya daño interno —anunció el doctor, su tono era firme, pero reconfortante—. Hemos de estar seguros de que no hay fracturas o signos de hemorragia interna. Sabemos que el cuerpo es resistente, pero no queremos dejar nada al azar.
Amelia sintió un nudo en el estómago al escuchar esas palabras. La idea de someterse a una radiografía solo intensificaba su miedo, no tanto por el procedimiento en sí, sino por lo que podría revelar. Mientras la preparaban para la radiografía, cerró los ojos y se obligó a respirar profundamente, tratando de ahuyentar las imágenes aterradoras que volvían a su mente. La sensación de ser golpeada, de perder el control sobre su propio cuerpo, de estar a merced de un hombre que no mostraba ninguna piedad... Todo eso se entrelazaba con el terror de no saber si los golpes habían dejado secuelas invisibles pero permanentes.
Una vez tomadas las imágenes, el doctor las examinó con la misma seriedad que había mostrado durante todo el reconocimiento. Cada detalle era observado meticulosamente, cada sombra en la radiografía era evaluada con cuidado. Después de lo que pareció una eternidad, el doctor finalmente exhaló con un leve gesto de alivio.
—No hay signos de fracturas o hemorragias internas —dijo, girándose hacia Amelia con una pequeña sonrisa tranquilizadora—. Afortunadamente, los golpes no han causado daño cerebral. Aun así, es posible que experimente dolores de cabeza o mareos en los próximos días. Si esto sucede, no dude en regresar para un seguimiento.
El alivio fue temporal para Amelia, quien, a pesar de estar físicamente intacta, sabía que las heridas más profundas eran las que no se veían. Mientras el doctor completaba su informe, Amelia luchaba por mantener la compostura. Sabía que aún quedaba un largo camino para su recuperación, y aunque la radiografía no mostraba daño cerebral, las cicatrices invisibles de su experiencia tardarían mucho más en sanar.
—Señora Antúnez, quiero que comprenda que estas lesiones, aunque dolorosas, no son lo único que debe preocuparnos. El impacto psicológico de lo que ha pasado es significativo. Quiero sugerirle encarecidamente que consulte con un psicólogo especializado en traumas. Este tipo de experiencias pueden dejar cicatrices invisibles que tardan en sanar.
Amelia asintió, aunque en su interior la idea de hablar sobre lo sucedido la aterrorizaba tanto como el ataque en sí. ¿Cómo podría revivir todo aquello frente a otra persona? Pero sabía que el doctor tenía razón. El dolor que sentía no era solo físico; estaba profundamente arraigado en su mente y su alma.
—Gracias, doctor —dijo, con una voz apenas audible—. Consideraré su consejo.
El Dr. Alcántara la observó por un momento más antes de continuar.
—Hay algo más que debemos abordar, señora Antúnez. Su relato sugiere que su agresor intentó ahogarla en el lavabo. Esto cambia la naturaleza del ataque, lo eleva de un intento de violación a un intento de asesinato. Las pruebas que hemos recolectado aquí serán cruciales para asegurar que este individuo enfrente las consecuencias de sus acciones.
Las palabras del médico resonaron en la mente de Amelia, recordándole cuán cerca había estado de perder su vida. Sentía un nudo en el estómago, una mezcla de miedo y rabia que la hacía querer gritar, pero se contuvo. En lugar de eso, simplemente asintió, guardando silencio mientras el médico finalizaba el examen.
Cuando el Dr. Alcántara terminó, le ofreció a Amelia un vaso de agua y una pequeña sonrisa de apoyo.
—Hemos terminado por ahora, señora Antúnez. Lo que sigue es su decisión, pero por favor, no se enfrente a esto sola. Hay personas dispuestas a ayudarla, y eso incluye a mí y a mi equipo.
Amelia tomó el vaso de agua, sintiendo lo refrescante del líquido al deslizarse por su garganta seca. La amabilidad del médico era un pequeño consuelo en medio de todo lo que había vivido, pero aún sentía que tenía que mantener su fortaleza. Jason, que había estado esperando pacientemente a un lado, se acercó a ella y le tomó la mano, su expresión era una mezcla de preocupación y determinación.
—Gracias, doctor —dijo Jason con seriedad—. Haremos todo lo necesario para que Amelia reciba la mejor atención.
El Dr. Alcántara asintió, y tras unos instantes más, se retiró, dejando a Amelia y Jason a solas en la habitación. Amelia respiró hondo, sintiendo que el peso de todo lo que había pasado la estaba aplastando lentamente. Sabía que la recuperación no sería sencilla, y que las marcas en su cuerpo eran solo el comienzo de un proceso que tomaría tiempo.
Jason se inclinó hacia ella, su voz era baja y llena de promesas silenciosas.
—Vamos a superar esto, Amelia. Y te prometo que Sandro pagará por lo que te ha hecho.
Amelia asintió, aunque sus pensamientos estaban lejos, sumidos en una oscuridad que aún no sabía cómo disipar. Una parte de ella se sentía desconectada de la realidad, como si estuviera observando todo desde fuera, pero sabía que no podía permitirse el lujo de ceder al desánimo. No permitiría que este ataque la definiera. No era una víctima; era una superviviente. Y con cada paso que daba hacia la salida de la clínica, reafirmaba su resolución de luchar, no solo por ella, sino por todas las mujeres que habían sido heridas por hombres como Sandro.
En ese momento, la puerta de la habitación se abrió nuevamente, y Isabel Ferrer entró con un vestido impecablemente envuelto en una funda protectora. Su expresión era solemne, pero sus ojos reflejaban una determinación feroz. Se acercó a Amelia, extendiéndole el vestido con un gesto cuidadoso.
—He traído esto para ti, Amelia —dijo Isabel, su voz era suave pero firme—. Sé que no puede borrar lo que pasó, pero Jason pensó que te gustaría cambiarte.
Amelia miró el vestido, un elegante diseño que contrastaba con el estado en el que se encontraba, y asintió lentamente. Aceptó el gesto con gratitud silenciosa, sabiendo que Isabel entendía lo que significaba para ella recuperar algo de control sobre su apariencia, aunque fuera solo un pequeño paso hacia la normalidad.
—Gracias, Isabel —murmuró Amelia, mientras tomaba el vestido y se dirigía hacia el pequeño vestidor adyacente.
Jason e Isabel intercambiaron una mirada, y él decidió darle un poco de espacio a Amelia, saliendo de la habitación con una excusa para hacer una llamada. Isabel se quedó en la habitación, esperando mientras Amelia se cambiaba.
Cuando Amelia terminó de vestirse, se miró en el espejo, viendo a una mujer diferente a la que había entrado en la clínica horas antes. Las marcas en su cuerpo eran un recordatorio de la brutalidad que había sufrido, pero el vestido limpio y elegante era una declaración de que no dejaría que esas heridas la definieran.
Isabel se acercó a ella cuando salió del vestidor, su expresión se endureció al ver el estado emocional de Amelia.
—Ese cerdo va a pagar caro por lo que te ha hecho —dijo Isabel, su voz baja pero cargada de una intensidad peligrosa—. Ya me he asegurado de que durante su estancia en la cárcel no tenga un solo día de paz. No se merece otra cosa.
Amelia levantó la vista, sus ojos brillaban con una mezcla de agradecimiento y furia contenida. Sabía que Isabel era capaz de cumplir esa promesa, y la idea de que Sandro sufriera, de que pagara por cada momento de terror que le había hecho vivir, le daba una sensación de justicia que la ley no podía ofrecerle.
—Gracias, Isabel —dijo Amelia, su voz era un susurro, pero cargado de una determinación renovada—. No voy a descansar hasta que todo esto termine, hasta que él reciba todo lo que se merece.
Isabel asintió, colocándole una mano firme en el hombro.
—Tranquila, ejecutaremos tu venganza como estaba prevista. Antes de juicio saldrá bajo fianza, en ese momento lo atraparemos. Sandro recibirá lo que le corresponde. En cuanto a si necesitas un hombro para apoyarte, cuenta también conmigo.
Amelia asintió, y juntas, comenzaron a caminar hacia la salida de la clínica. Sabía que su venganza no hacía más que comenzar, pero con cada paso, sentía cómo su fuerza volvía poco a poco. La promesa de venganza era un bálsamo en sus heridas, y aunque la recuperación sería larga, tenía claro que no permitiría que Sandro o nadie más volviera a hacerla sentir débil o vulnerable. Era una sobreviviente, y estaba lista para enfrentarse a lo que viniera.