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El Reflejo De Una Promesa

Kirata levantó la manga de su saco, revelando las marcas negras que ahora se aferraban a su antebrazo, como si siempre hubieran estado ahí, incrustadas en su piel. Las líneas eran irregulares, pero con un patrón que parecía calculado, emitiendo una vibra inquietante. Le habían otorgado una fuerza increíble en su último enfrentamiento, aunque admitió con cierta inquietud que ese poder aún escapaba de su control. 

Kiyo escuchaba con los brazos cruzados, apoyado con aparente desinterés contra la pared, aunque en sus ojos brillaba una chispa de curiosidad contenida. Algo en todo aquello le parecía familiar, demasiado familiar.

—No es solo una coincidencia —dijo Kiyo, con un deje de misterio en su voz— Yo también tengo una marca.

Kirata frunció el ceño, sorprendido. Su mirada se clavó en la de Kiyo, buscando alguna señal de broma, pero no la encontró.

—¿Tú también...? —susurró, sin poder evitar que un escalofrío le recorriera la espalda.

Kiyo se desabrochó lentamente el cuello de su camisa, dejando al descubierto su pecho. Una tenue luz blanca comenzó a brillar en su piel, dibujando líneas intrincadas que serpenteaban como un mapa vivo. A diferencia de las marcas de Kirata, estas parecían frías, casi etéreas, y solo se manifestaban cuando Kiyo lo deseaba.

—Esta apareció después de lo que ocurrió en el parque —confesó Kiyo, su tono despreocupado contrastando con la tensión del momento—. He estado entrenando desde entonces, tratando de entender qué puede hacer. Hasta ahora, solo sé que me da fuerza y hace que todo se ralentice, como si el tiempo se distorsionara a mi alrededor.

Kirata bajó la mirada hacia su propio brazo. ¿Podría su poder funcionar de la misma manera? Antes de que pudiera preguntar más, Kiyo dejó caer una revelación inquietante.

—Ah, por cierto... Cuando tomaste la espada del demonio, no te pasó nada. Pero yo... —Kiyo se llevó una mano al pecho— sufrí quemaduras. Aún no entiendo por qué.

Kirata sintió cómo su mente se llenaba de preguntas. Si ambos tenían marcas similares, ¿por qué los demonios iban tras él y no tras Kiyo? La confusión lo envolvía, pero necesitaba respuestas.

—¿Por qué no te buscan a ti también? —preguntó Kirata, su voz apenas un susurro cargado de frustración.

Kiyo se encogió de hombros con esa sonrisa arrogante que siempre lograba irritarlo.

—Bueno, primero debemos encontrar la forma de deshacernos de NoToFu. Eso es lo urgente. Lo demás, ya lo averiguaremos. Te toca a ti liderar la carga, Yo ya e hecho suficiente.

—¿Me estás diciendo que debo encargarme de todo? —espetó con incredulidad.

—Por supuesto. Después de todo, tú nos metiste en este embrollo. —Kiyo sonrió, disfrutando del momento—. Además, necesito más tiempo para controlar mis poderes. No es algo que se pueda hacer de la noche a la mañana, ¿sabes?

Kirata lo fulminó con la mirada, pero antes de que pudiera responder, Kiyo cambió de tono, volviéndose más serio.

—Y hablando de cosas que debes enfrentar… Es hora de que le cuentes a tu hermana sobre mamá.

El aire pareció volverse más denso de golpe. La sonrisa burlona de Kiyo desapareció, dejando solo la verdad desnuda en sus palabras. Kirata sintió cómo el peso de esa afirmación lo golpeaba con fuerza, hundiéndose en su pecho como una piedra. Había evitado esa conversación durante demasiado tiempo, pero ya no podía seguir escapando.

—Lo sé —susurró finalmente, con un suspiro pesado.

Avanzando con paso titubeante, se acercó a Minata, quien lo recibió con una mirada llena de expectativa y confusión. El aire se volvió pesado, cargado de emociones no expresadas. Kirata se preparó para enfrentar la devastadora verdad.

—Minata... tengo que decirte algo.

—¿Qué pasó? —inquirió ella con inquietud.

—Nuestra madre...

—¿Qué le ocurrió? —susurró, su voz quebrándose.

—Murió.

La noticia cayó como un rayo sobre Minata. Sus ojos se abrieron de par en par, congelados en la incredulidad. Un grito ahogado escapó de sus labios, desgarrando el aire con su dolor.

—¡No... no puede ser! —exclamó, negando lo que acababa de escuchar.

Minata retrocedió un paso, incapaz de contener la angustia que crecía en su interior. Sin pensar, giró sobre sus talones, decidida a correr hacia su hogar, desesperada por encontrar respuestas. Sus pasos eran erráticos, impulsados por el caos de su mente.

—¡Minata, espera! —gritó Kirata, pero ella ya estaba a punto de escapar.

Con rapidez, él la alcanzó y la sujetó por los hombros. Minata forcejeó con furia, como un pájaro atrapado, luchando por liberarse de su agarre. Su respiración era un torbellino, y las lágrimas se acumulaban en sus ojos, listas para derramarse.

—¡Déjame ir, Kirata! ¡Tengo que saber la verdad! —gritó con desesperación.

Sin decir una palabra, Kirata la envolvió en un abrazo firme, protector, como si al hacerlo pudiera contener las piezas rotas de su hermana antes de que se dispersaran. Minata siguió forcejeando por unos instantes, pero la calidez del abrazo terminó por desarmarla. Sus sollozos se convirtieron en jadeos irregulares, cada respiración más corta y errática, como si el aire se le escapara junto con la fuerza de su voluntad. Finalmente, su cuerpo cedió, perdiendo toda tensión, y se desplomó en los brazos de su hermano, agotada por completo bajo el peso insoportable de su sufrimiento.

Kirata la sostuvo con cuidado, como si temiera que pudiera romperse. Luego, la levantó en brazos con delicadeza. La llevó hasta la habitación que Yuko les había indicado, asegurándose de que cada uno de sus movimientos fuera suave. Con la misma atención, la depositó sobre la cama y la arropó, procurando que estuviera lo más cómoda posible.

Mientras tanto, en la penumbra del pasillo, Kiyo observaba con los brazos cruzados y la mirada fija en Yukomy. Sus ojos reflejaban una mezcla de desconfianza y alerta. Algo en la serenidad aparente de la joven no encajaba del todo. Cada uno de sus movimientos parecía calculado, demasiado preciso, como si estuviera ocultando algo.

Kiyo no dijo nada, pero sus instintos le gritaban que había más de lo que Yukomy dejaba ver. Por ahora, decidió no confrontarla. Se limitaría a observar.

—Voy a salir un rato. Dile a Minata que volveré a verla —le indicó Kiyo, frunciendo el ceño.

—Está bien, cuídate —respondió Yukomy, con una sonrisa enigmática.

Cuando cayó la noche, Kirata permanecía inquieto en su habitación, luchando por encontrar descanso. Los pensamientos lo atormentaban, mezclando angustia y determinación en una vorágine imparable. Cerraba los ojos con fuerza, pero las imágenes del fatídico suceso volvían una y otra vez, como sombras persistentes.

La tristeza invadía cada rincón de su ser, pero también surgía una chispa de rabia y sed de justicia. Se levantó de la cama con pasos pesados y dirigió sus pasos hacia el baño. Necesitaba un respiro, un momento para enfrentarse a sí mismo y reunir fuerzas para lo que vendría.

Frente al espejo, su reflejo le devolvía la mirada con ojos enrojecidos y llenos de dolor. Sus manos temblorosas se aferraron al lavamanos, buscando algún tipo de apoyo. La voz temblorosa de Kirata resonó en el silencio del baño mientras pronunciaba su promesa en un susurro entrecortado.

"Juro que me haré fuerte, protegeré a Minata", murmuró, sintiendo un nudo en la garganta. Su mirada se volvió más intensa, y sus ojos, llenos de rabia, adquirieron un brillo sutilmente distinto, apenas perceptible, como un destello fugaz de color morado. Sin darse cuenta, la habitación comenzó a teñirse con una tenue luz del mismo tono, y sobre su brazo, el sello oscuro volvió a brillar como si respondiera a su emoción creciente.

"Juró implacablemente acabar con aquellos estúpidos", dijo en voz baja pero firme, negándoles cualquier posibilidad de perdón.

Sin embargo, en ese instante de intensa introspección, la voz de Minata resonó en el pasillo. Un escalofrío recorrió su espalda, y la luz morada que había invadido la habitación se desvaneció rápidamente. Kirata salió del baño apresuradamente, como si hubiera despertado de un sueño.

Minata, afectada por la pérdida y la incertidumbre, buscaba consuelo en su hermano. Kirata sintió cómo su corazón se estremecía al ver el sufrimiento en los ojos de su hermana, mientras la abrazaba con fuerza.