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CAPITULO 2:

Ambos, padre e hija, permanecieron en silencio, hasta que una de las partes decidió iniciar.

—No esperaba verte aquí, papá —dijo ella, su voz era baja, pero tan dura y fría como el acero—. Pensé que habías renunciado a este tipo de cosas.

Mallory sostuvo su mirada, intentando encontrar en esos ojos el reflejo de la niña que una vez había acunado en sus brazos, la hija que había amado más que a nada en este mundo, que había hecho lo imposible para darle una mejor vida mientras buscaba la manera de hacer pagar a los responsables de experimentar con ella como ratón en laboratorio. Pero no había nada de eso ahora. Solo había hielo, distancia y dolor.

—Grace, yo. —empezó a decir, pero las palabras se quedaron atrapadas en su garganta, estranguladas por la culpa.

—No, papá. No lo hagas —lo interrumpió ella, su tono cortante—. No intentes justificar lo que pasó. No intentes decirme que lo sientes. Nada de lo que digas cambiará lo que pasó.

Mallory cerró los ojos por un segundo, sintiendo como si cada palabra de su hija fuera un puñal que se clavaba en su corazón.

Ella tenía razón, nada cambiaría lo que pasó.

Quería hablar, quería decirle que lo lamentaba, que si pudiera cambiar el pasado, lo haría sin dudar. Pero sabía que esas palabras serían vacías para ella. Sabía que Grace lo culpaba por la muerte de sus hijos, sus nietos, y no había nada que pudiera hacer para borrar ese odio. Por qué el era responsable, el tenía la culpa.

—Grace. solo quería que sepas que es bueno volver a verte. Solo quería... —Intentó alcanzar su mano, pero ella dio un paso atrás, evitando el contacto.

—¿Verme? ¿Para qué? ¿Para aliviar tu conciencia, papá? —escupió ella, con el dolor teñido de furia—. Mis hijos están muertos. ¡Tus nietos están muertos! Y todo por tu maldita obsesión con Vought. ¡Nos pusiste en su camino! Los expusiste a ese mundo de mierda del que tanto dices combatir. Pero, ¿a qué precio? ¿A qué maldito precio, papá?

Mallory sintió que el mundo se desmoronaba a su alrededor, pero mantuvo la compostura, aferrándose a la única cosa que le quedaba: su odio hacia Vought, hacia aquellos que le habían arrebatado lo que más amaba. Pero ahora se daba cuenta de que ese odio lo había consumido, había destruido todo lo que alguna vez había sido bueno en su vida.

—Grace, nunca quise que. —Empezó, pero la voz de su hija se alzó por encima de la suya.

—¡Claro que no lo quisiste! —exclamó, sus ojos brillando con lágrimas que se negó a dejar caer—. Pero eso no cambia nada. ¡Nada! Mis hijos están muertos, papá. Y nunca podré perdonarte por eso. Nunca.

La piel de su hija brillaba más tenue, en una señal de su estado emocional. Esto no estaba llegando a nada, esta conversación solo estaba empeorando las cosas.

Mallory tragó saliva, sintiendo la amargura de las palabras de su hija como veneno en sus venas. Quería gritar, quería decirle que él también sufría, que su corazón estaba destrozado por la pérdida. Pero sabía que nada de eso importaría.

—Grace... —dijo, con la voz rota—. Te amo. Siempre te amaré, a ti, tu madre y a mis nietos. Y haré que paguen por lo que hicieron. Te lo prometo.

Grace lo miró, y por un momento, pareció que iba a decir algo, que tal vez iba a bajar la guardia. Pero luego sus ojos se endurecieron de nuevo, y su expresión se volvió de piedra.

—No me busques, papá. No quiero verte, no quiero saber de ti. Vive con lo que has hecho, y déjame en paz.

Sin esperar una respuesta, se dio la vuelta y se alejó, dejándolo solo en medio del bullicio del salón. Mallory se quedó allí, mirando cómo su hija se alejaba, llevándose consigo lo último que le quedaba. Su promesa resonó en su mente, como un juramento sagrado que le daba una última razón para seguir adelante.

"Voy a destruirlos. A todos ellos. Por ti, Grace. Por tus hijos."

Una hora más tarde.

Y mientras el salón volvía a llenarse de risas y conversaciones, Mallory solo pensaba en la guerra que aún tenía por delante, y en cómo su odio lo consumía, impulsándolo a seguir luchando, aunque ya no quedara nada por lo que luchar.

A su alrededor, los asistentes intercambiaban murmullos de tensión contenida. Estaban allí los pesos pesados de la defensa, figuras de la CIA, NSA, y el Departamento de Seguridad Nacional, además de algunos representantes de alto rango del Congreso. Entre ellos, sentados discretamente pero con una presencia imposible de ignorar, estaban los asesores militares y científicos que habían estado trabajando en la sombra para hacer realidad el Proyecto Centinela.

Al otro lado de la mesa, un hombre de cabello gris y uniforme impecable, el General Bradford, llamó la atención al ponerse de pie. Su voz, tan dura como el acero, resonó en la sala cuando dio inicio a la reunión.

—Caballeros, damas… hoy no es un día común. Estamos aquí para discutir lo que podría ser el mayor avance en la tecnología de defensa en la historia moderna. Lo que verán hoy no es solo una mejora en nuestras capacidades militares; es una declaración de intenciones. Una muestra de que Estados Unidos no retrocederá frente a ninguna amenaza, venga de donde venga.

Todos en la sala sabían a qué se refería Bradford con "ninguna amenaza". Aunque no se mencionó abiertamente, el verdadero objetivo del Proyecto Centinela estaba claro para todos: la aniquilación de los supers. Esos individuos poderosos, incontrolables, que habían sido creados, alimentados y manipulados por corporaciones como Vought, y que representaban una amenaza tanto interna como externa.

Pero la bala que que representaba el proyecto no estaba dirigido solamente a los supers como tal, sino a alguien en especial, una persona que había estado en la piel de todo el mundo a través de los años, reduciendo la influencia de los Estados Unidos casi en su totalidad. Yokaju.

La sala se oscureció mientras una pantalla gigante descendía del techo, proyectando la imagen del Centinela en toda su gloria. La armadura, de un negro mate con destellos metálicos. Era voluminosa, de alta robustez con bordes amenazantes y manos gihantes. La armadura se mostraba en distintas posiciones y entornos: volando por los cielos a velocidades supersónicas, desplegando su fuerza descomunal contra objetivos simulados, y lo más impactante, disparando sus rayos capaces de desintegrar cualquier tipo de estructura sin ningún tipo de resistencia con una precisión letal.

Un hombre en traje oscuro, sin insignias ni marcas visibles, se levantó para dirigir la presentación. Era el jefe del departamento secreto encargado de desarrollar el Centinela. Aunque su nombre no era conocido por muchos en la sala, todos sabían que estaba a cargo de algunos de los proyectos más oscuros y peligrosos que jamás habían existido.

—El Centinela —comenzó, su voz fría y medida— es la culminación de años de investigación y desarrollo. Es una tecnología de apoyo caracterizada por su fácil maniobrabilidad y fácil despliegue. Originalmente basado en tecnología de poco avance robótico, pero con la tecnología distraída y recuperada de un importante proyecto en México, hemos optimizado cada aspecto de la armadura para crear la herramienta definitiva contra cualquier adversario, atreviéndome a decir, incluso contra el mismo yokaju. Esta armadura no solo es capaz de ejercer una fuerza de hasta 10 toneladas, gracias a su exoesqueleto secundario externo, sino que también incorpora un sistema de vuelo avanzado y una inteligencia artificial de respaldo que asegura la operatividad en cualquier situación táctica.— sus palabras mantuvo a los espectadores absortos en su diatriba, mientras este explicaba. —si bien la destreza física no parece tan significativo, su verdadero potencial radica en lo siguiente.

Los asistentes observaron en silencio mientras la pantalla mostraba al Centinela en acción. Los rayos de antimateria desintegraban objetivos de prueba, haciendo desaparecer vehículos blindados como si nunca hubieran existido. Las explosiones nucleares, aunque controladas, demostraban el poder destructivo de la armadura.

—esta faceta es lo más importante —continuó el hombre— es que el Centinela está diseñado para neutralizar cualquier amenaza de manera decisiva. Hemos encontrado la debilidad de los supers de alta potencia, un bombardeo consentrado de grado nuclear puede deshabilitar incluso a los dioses más duradero de estos tiempos. Ya no dependeremos de los caprichos o la moralidad de seres superpoderosos. Esta armadura es leal solo a su programación, su fabricador y a los intereses de Estados Unidos.

Una vez que la presentación terminó, las luces se encendieron de nuevo, revelando los rostros tensos de los asistentes. Había mucho en juego, y cada uno de ellos lo sabía.

—El Centinela operará bajo un protocolo extremadamente estricto. Solo se activará bajo la autorización directa del Presidente y de esta junta. Además, la IA de respaldo está diseñada para evitar cualquier uso indebido o falla crítica. Los procedimientos de seguridad son, sin duda, los más rigurosos jamás implementados.

Tras horas de debate y curiosidades, la sala cayó en un tenso silencio. El presidente, quien hasta entonces había permanecido en silencio, observando y escuchando con atención, finalmente habló.

—Este es un momento decisivo. Estados Unidos ha estado bajo la sombra de los supers durante demasiado tiempo y otros seres atentan con apoderarse del mundo a través del terror. La balanza de poder debe inclinarse nuevamente a nuestro favor. Sin embargo, lo que decidimos aquí hoy no solo afectará nuestra seguridad, sino también la dirección moral de nuestro país.

Después de la reunión, Mallory se dirigió a su oficina, una pequeña y austera habitación en una de las secciones menos transitadas del Pentágono. Encendió un cigarro y se dejó caer en la silla, contemplando el horizonte. Sabía que los próximos días serían cruciales. El Centinela estaba destinado a ser una herramienta en la guerra contra los supers, pero también podría convertirse en algo mucho más oscuro si no se manejaba con cuidado.

Mientras el humo del cigarro llenaba la habitación, Mallory había sido interrumpido por las palabras del secretario de defensa.

La sorpresa fue tal que sus ojos se abrieron como platos, sus sugarro se escapó de su boca y su incredulidad alcanzó un nuevo tope.

—¡¡¿que el presidente hiso que?!!

Gritó en su oficina, son creer los precios acontecimientos. Pero esto tenía una causa evidente, homelander, de una vez por todas, se había vuelto loco.