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Capítulo 4

Por situaciones cotidianas de mi vida, en su mayoría relacionadas con mis obligaciones escolares, se me complicó poder dedicarle tiempo a Eva, al menos como yo quería. Es cierto que la veía a diario cantar, pero solo durante escasos minutos.

Apenas los sábados y domingos contaba con más tiempo para verla, conversar un rato y ayudarla a recolectar el dinero que los transeúntes le daban.

Pocas veces, Eva se tomaba el tiempo de enseñarme algunos acordes básicos de guitarra, pero simplemente fui un ser descoordinado y pésimo para ello. Cómo tutora, Eva, sacaba a relucir su paciencia, aunque eso no era suficiente, pues a fin de cuentas nunca progresé.

En cuanto a ella, era poco lo que me pedía que le enseñase, para mi asombro. Me seguía sorprendiendo que, aun siendo indigente, Eva tuviese una excelente ortografía, manejase los conceptos básicos de las matemáticas y presumiese de valores morales que ni yo poseía viniendo de una buena familia. Es por ello que le preguntaba con insistencia quién la había instruido, a lo que siempre respondía que era su abuela.

Eso despertaba aún más la curiosidad y las ganas de conocer a esa señora, pero por lo general, y después de lo que me sucedió el día en que le fui a llevar provisiones, Eva se negaba a la idea de que la visitase. En ese aspecto, tuve que ser paciente y esperar el momento clave para pedirle que me llevase a su hogar.

Por otra parte, algo que me desalentó un día en que me atreví a preguntarle sobre sus sueños fue saber que, debido a su condición social, nunca se había planteado la idea de tener uno.

Esa respuesta me generó un inesperado vacío en días de alegría, pues, ¿cómo miras a los ojos a alguien que dice no tener sueños? Es muy difícil. Eva tan solo tenía mente para ganar un poco de dinero y comprar comida.

Eva era una chica madura para su edad, claro, supuse que tenía entre doce o trece años por su rostro infantil. Admiré mucho su madurez al descubrir esa virtud, al igual que su punto de vista acerca de la vida. Era de esas personas que, aun en la adversidad, se caracterizaba por tener la capacidad de ser optimista.

Sin embargo, era poco lo que sabía de ella, pues la confianza que me dio no era suficiente para descubrir quién era en realidad. Así que, conforme pasaban los días, me tomaba el atrevimiento de preguntar todo lo que me había planteado, pero se negaba rotundamente a responderlas.

Era evidente que le molestaba hablar de sí misma. Se trataba de una chica complicada.

Había días en los que ni me miraba, y otros en los que quería pasar la mañana entera hablando y bromeando conmigo. Era fácil quererla y odiarla al mismo tiempo. Yo, en cambio, tan solo aspiraba a conocerla más.

Saber, en mi egoísmo, todo de esa muchacha que ya consideraba mi mejor amiga.

—¿Eva, por qué eres tan cerrada? Y no solo conmigo, también he visto que huyes a la caridad del señor de la cafetería —le pregunté una mañana, ella me miró con recelo.

—No soy cerrada con el señor Francisco ni contigo… Solo estoy evitando ser una carga que no están obligados a tener —respondió mientras afinaba su guitarra.

—No eres una carga, al menos no para mí. Te considero mi mejor amiga —repliqué.

—Lo sé, pero usa el sentido común… No tienes ninguna obligación conmigo, recuerda que, a fin de cuentas, somos personas que viven en mundos diferentes.

—Aun así, que te dejes ayudar por gente que te aprecia, sería una bendición, ¿no crees?

—¿Por qué quieres ayudarme tanto? ¿Acaso sientes lástima por mí? —replicó.

—¡No! No siento lástima, pero eres mi amiga.

—Cómo se nota la falta de madurez en ti… Es noble lo que dices, y de verdad lo aprecio mucho, pero entiende que no todo en este mundo es color de rosas… La vida es miserable y en ocasiones una desgracia, así que, por favor, no te obligues a querer ayudarme o sacarme de la situación en la que me encuentro, no tienes por qué.

Cuando Eva dijo esas palabras, por primera vez me sentí realmente molesto con ella. Me frustró que alguien a quien tanto apreciaba, le restase valor a mis nobles intenciones. Tan solo quería que tuviese la oportunidad de salir de las calles, aunque fuese un proceso que tardase años.

—Bien —dije con fingida tranquilidad al levantarme—, pero de verdad no esperé que mis buenas intenciones fuesen ignoradas de tal manera.

—¿A dónde vas? —preguntó extrañada.

—A casa —respondí.

De verdad, me molestó que Eva rechazase mis intenciones de ayudarla, de ser un benefactor que la ayudase progresivamente a salir de la indigencia, pues ese era mi principal objetivo. 

Días después, iba de camino a la parada de autobús para irme al colegio. No le había hablado a Eva desde que me molesté con ella e intentaba, en las medidas de mis posibilidades, evitar mirar hacia la cafetería. Esa mañana tuve una jornada monótona, de clases aburridas y conversaciones sin sentido con mis amistades durante el receso; eso me hizo sentir vacío.

Supe que esa sensación se debía al hecho de no hablar con Eva durante días, pero no podía hacer nada al respecto, y menos con alguien que se negaba a recibir ayuda, peor aún, una chica que en cierto modo estaba menospreciando mi amistad.

Sin embargo, de regreso a casa, cuando bajé en la parada de autobús, me encontré con Eva justo en el punto de descenso. Fue sorpresivo verla de ese lado de la avenida, nunca la imaginé haciendo eso.

—Hola —musitó al verme.

—Hola —respondí de igual manera.

—Lo siento —dijo—, nunca quise menospreciar tus intenciones, no es que no quiera que me ayudes o algo por el estilo, es solo que tengo miedo.

Sus palabras me tomaron desprevenido, no tenía idea de qué responderle.

—¿Miedo por qué? —pregunté apenas.

—Miedo de encariñarme contigo profundamente y luego dejar que la vida por cualquier circunstancia te aleje de mí —respondió con voz entrecortada.

—¿Crees que permitiría eso?

—Sé que no, pero debes entender que no somos dueños de nuestro futuro. Es imposible saber lo que se nos aproxima, y me da miedo dejar que entres de lleno a mi vida y un día, como posiblemente suceda, te vayas.

—Lo siento mucho.

—¿Por qué?

—Por dejar de hablarte, fui egoísta al poner por delante mi orgullo herido.

—Tranquilo —hizo una pausa—. Oye, sé que te dije que tengo miedo de dejar que entres de lleno a mi vida y que nuestra amistad crezca aún más, pero dime, ¿te gustaría venir a mi casa?

—Sí, me encantaría y sería todo un honor. 

Eran las once de la mañana cuando iba de camino a la casa de Eva. Llevaba conmigo unos sándwiches con jalea de fresa y otros con jamón y queso; mamá pensó que iba a reunirme con amigos del colegio.

Me invadió un poco el miedo conforme caminaba y me acercaba al barrio. El recuerdo del intento de asalto que sufrí me hizo temblar en un par de ocasiones, aunque me alivié cuando vi a Eva en la entrada del mismo.

—Antes de que conozcas a mi abuela, tienes que venir conmigo —dijo al verme.

—Eva… ¡No! —exclamé—. Llevo más de una hora caminando, no quise gastar dinero en un taxi.

—No te quejes tanto, caminar te hará bien como ejercicio —replicó—. Solo sígueme, quiero que conozcas uno de mis lugares favoritos.

Estuvimos caminando por unos minutos y al mismo tiempo hablando de la letra de una canción, una que llevaba días escribiendo.

—No tenía idea de que escribías canciones —dije.

Ella esbozó una sonrisa triunfal.

—¿Qué? —pregunté.

—Ahí lo tienes, ya sabes algo más sobre mí —dijo.

Puse los ojos en blanco y mantuve el silencio, a la vez que ella se detuvo en seco y se giró para mirarme.

—¿Sabes? Nadie sabe lo hermoso que puede llegar a ser este lugar —comentó.

—¿Por qué lo dices? —pregunté.

Antes de responder, nos detuvimos frente a un estrecho río de corriente leve. El agua era algo cristalina y no era muy profunda. Al otro lado, había un extenso y denso bosque de pinos, tanto que no se podía ver claridad dentro del mismo.

—Los mejores lugares de la ciudad están cerca de esta zona… Pero la gente prefiere lo que solo es lindo por fuera.

—Bueno, supongo que es normal la forma en que la gente no valora sus riquezas… Hasta que se les son arrebatadas.

—Exacto, y espero que comprendas el significado que estos sitios tienen para mí… Sin duda alguna, debes conocer los lugares que frecuento, pero por ahora, vayamos a la barracasa.

—¿La barracasa?

—Sí, mi casa, que en realidad es una barraca, ¿entiendes? Barracasa.

No pude evitar reírme con su explicación, aunque me detuve cuando frunció el ceño. Eva, en ocasiones, era muy delicada.

Entonces, nos dirigimos a la mencionada barracasa, donde me llevé la sorpresa de toparme con una pequeña estructura hecha de madera y barro. Se trataba de una pieza sin ventanas con una sola entrada, sucia a su alrededor y bastante descuidada, aunque un hogar a fin de cuentas, razón por la que me alegré al principio.

—Abuela, te presento a nuestro benefactor… Se llama Paúl —dijo Eva al entrar. Yo me detuve en la entrada.

Dentro de la barracasa, el piso era de tierra y emanaba un fuerte olor a rancio; no había nada de valor, puros artefactos viejos e inservibles. Me impactó un poco observar la forma en que vivían, el colchón en el que dormían y la manera en que, en una parte de la barraca, una grieta avisaba que, tarde o temprano, la escueta estructura iba a sucumbir.

—¡Vaya! Qué gusto me da conocerte, mijo… Mi nombre es Cecilia —dijo la señora, quien me sacó de mis pensamientos—, muchas gracias por todas las cosas que nos has obsequiado.

—Mucho gusto, señora. Soy Paúl Fernández... Eva me ha hablado mucho de usted, el honor es todo mío —dije con amabilidad.

—Ay, pero mira, qué muchacho tan educado.

—Bueno, intento serlo para no avergonzar a mis padres.

—Te entiendo, pero ser educado es una virtud que debe enorgullecer al ser propio y no a quien lo rodea, ¿me comprendes?

—La comprendo perfectamente, aprecio el consejo.

Con esas simples palabras, ya entendía la razón por la cual Eva podía expresarse mejor que yo en ocasiones. Fue fácil intuir que, en el pasado, la señora Cecilia tuvo una vida diferente y que, por un motivo que no me atreví a preguntar, se encontraba viviendo en la indigencia. Ya eso era historia para otro día.

Lo bueno fue que esa visita permitió que Eva tuviese más confianza para invitarme seguido a su hogar, y con el paso del tiempo, iría conociendo una parte de la chica con quien cruzaba los límites de la amistad, pues en cierto modo ya la estaba considerando una hermana.