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Capítulo 34: La Tormenta Se Avecina: Parte 2

El rítmico golpeteo resonaba a través de los sagrados pasillos de la catedral, cada golpe un tambor que anunciaba urgencia. Dentro de los aposentos del arzobispo, una voz interrogante rompió el silencio.

"¿Quién es?" preguntó el arzobispo García, su tono mezcla de curiosidad y cautela.

"Soy yo, Urraca," respondió ella, su voz firme y clara a pesar del estruendo de la tormenta fuera.

Se oyeron pasos acercándose a la puerta y luego el sonido metálico de un hierro deslizándose, el seguro de la puerta siendo retirado. Con un chirrido suave, la puerta se abrió revelando la figura del arzobispo, su rostro iluminado por la luz tenue de la habitación.

"Pasa, pasa," dijo él con un gesto acogedor, aliviado al ver que en verdad era Urraca.

Antes de entrar, Urraca se volvió hacia el sacristán y le dijo, "Gracias por llevarme hasta aquí."

"Es un placer, señora," respondió el sacristán con una inclinación de cabeza, un brillo de respeto en sus ojos. "No es nada."

Con eso, el sacristán se alejó, dejando a Urraca a la entrada de la habitación del arzobispo. Ella dio un paso adelante, cruzando el umbral hacia el encuentro que podría determinar el destino de su gente ante la tormenta que se avecinaba.

Al entrar, Urraca percibió de inmediato la división implícita de la estancia. A la izquierda, la cama se presentaba austera pero digna, con ropajes sencillos y una colcha que hablaba de noches de descanso en soledad y reflexión. Al lado, una mesa de madera oscura sostenía una Biblia abierta, sus páginas marcadas por el uso constante, y una vela encendida que proyectaba una luz danzante sobre el texto sagrado, creando sombras que se movían como si estuvieran vivas.

Frente a la cama, un armario de madera tallada guardaba las vestimentas y pertenencias del arzobispo, cerrado con llave para preservar la intimidad de su contenido. La ventana, situada en la mitad de la pared, permitía la entrada de una luz grisácea, filtrada por las nubes de la tormenta, y ofrecía una vista parcial de la ciudad que se preparaba para enfrentar el embate del clima.

A la derecha, otro escritorio se erigía como el centro de la labor diaria del arzobispo, con tres sillas dispuestas alrededor: una detrás para él y dos delante para los visitantes.

Los estantes aledaños, repletos de libros con lomos de cuero y títulos dorados, eran testigos mudos de años de estudio y sabiduría acumulada. Cada tomo, colocado con meticulosidad, contenía capítulos de conocimiento y pensamiento teológico, filosófico y humanístico, un reflejo del erudito que habitaba la habitación.

El conjunto de la habitación, con su mezcla de austeridad y erudición, era un claro reflejo del hombre que la ocupaba: un líder espiritual dedicado tanto a la contemplación como a la acción, un guardián de la fe y un guía para su pueblo en tiempos de incertidumbre.

Urraca, con una mezcla de respeto y urgencia, se disculpó por la interrupción. "Perdón por las molestias, Arzobispo."

"No, no, no es ninguna molestia," replicó el Arzobispo García con una sonrisa tranquilizadora."Venga, siéntese." Señaló las sillas frente a su escritorio mientras él mismo tomaba asiento detrás de él.

Agradecida, Urraca aceptó la invitación y se sentó, su postura reflejando la seriedad de su visita.

"Hay algo en lo que pueda ayudar?" preguntó el arzobispo, entrelazando sus dedos con gesto de atención.

"Sí,"comenzó ella,"me preguntaba si la catedral podría albergar a los siervos durante la tormenta, en caso de que haya inundaciones."

El arzobispo asintió comprensivamente. "Por supuesto, pueden quedarse hasta que no haya peligro. Aunque no estoy seguro de que todos vayan a caber."

"Los que no quepan en la catedral, los he pensado poner en el ayuntamiento y otros edificios públicos," explicó Urraca con un tono de voz que denotaba su planificación previa. "Y si aún así se llenan todos los espacios, los puedo llevar al castillo."

El Arzobispo García miró a Urraca con una expresión de genuina disposición. "¿Hay algo más en lo que pueda ayudarte?" preguntó, listo para ofrecer más asistencia si fuera necesario.

"No, gracias, por ahora no necesito nada más," respondió Urraca, mientras se levantaba de la silla con un movimiento fluido. "Si me disculpas, tengo que ir a supervisar todo el trabajo. Adiós."

"Adiós," dijo el arzobispo, también poniéndose de pie en un gesto de cortesía. Observó a Urraca salir de la habitación, su mente ya ocupada con los preparativos para acoger a los siervos en la catedral.

Urraca cruzó los pasillos de la catedral con paso decidido. Al salir al exterior, el viento de la tormenta que se avecinaba soplaba con fuerza, y se encontró con Esteban, que la esperaba con preocupación visible en su rostro.

"¿Dónde está mi carruaje?" preguntó Urraca, escudriñando los alrededores.

"Mejor sígueme y te llevo a donde está," dijo Esteban, y juntos se adentraron en las calles ya azotadas por ráfagas premonitorias.

Al llegar al sitio donde estaba el carruaje, Urraca, antes de subirse, extrajo tres monedas de plata y se las entregó a Esteban. "Gracias," dijo él, con un asentimiento de cabeza, mientras cogía las monedas y se alejaba.

Urraca subió al carruaje y cerró la puerta tras de sí. "Volvamos al ayuntamiento," le indicó al conductor, que asintió y tomó las riendas. El carruaje se puso en movimiento, llevando a Urraca de vuelta al corazón de la ciudad, donde su liderazgo sería crucial en las horas venideras.

Tras la partida de Urraca, el Arzobispo García se quedó mirando por la ventana, observando cómo la lluvia caía con fuerza y el cielo se teñía de un gris plomizo, presagio de que la tormenta no daría tregua. Con un gesto decidido, agitó una campanilla que reposaba sobre su escritorio y, en cuestión de momentos, la habitación se llenó con la presencia de varios clérigos.

"Quizás nos enfrentemos a una inundación," anunció el arzobispo con seriedad. "La señora Urraca ha solicitado refugio para los siervos en nuestra catedral, y he aceptado. Debemos estar preparados."

Con autoridad, dio sus instrucciones: "Abran las puertas de la catedral. Comiencen a calentar agua para que puedan lavarse al menos los pies cuando lleguen. Vamos a ver si traen consigo lo necesario para dormir, pero debemos estar listos para asistirlos."

Los clérigos asintieron y se dispersaron para cumplir con las órdenes. Algunos se dirigieron a las grandes puertas de madera, retirando los pesados cerrojos para abrirlas de par en par, mientras que otros se apresuraron hacia el pozo exterior. A pesar de la lluvia que caía sin cesar, sacaron varios cubos de agua y los llevaron al interior para calentarlos, asegurándose de que hubiera suficiente para todos los que buscaran refugio.

Mientras tanto, un grupo de sirvientes se dirigió al almacén en busca de madera. Cargaron los brazos con los troncos y los llevaron a la cocina, donde pronto se encendería un fuego grande para calentar el agua. La luz de las llamas iluminaría la estancia y aportaría un poco de calor y consuelo a los corazones inquietos.

En otro almacén, diferente al de la madera, varios clérigos encontraron alrededor de setenta cubos que servirían para que los siervos pudieran lavarse los pies. A pesar de la humedad y el frío que se colaba en cada rincón, la catedral se estaba preparando para convertirse en un refugio seguro y cálido para aquellos que pronto llamarían a sus puertas en busca de amparo.